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INTRODUCCION
Fue un pintor y grabador español. Es la figura culminante del arte español del siglo XVII. La suya no es una evolución estilística convencional; supero el tardo barroco y el rococó de su juventud pero
no se incorporó de lleno al neoclasicismo imperante en Europa y España en las últimas décadas del siglo XVIII y comienzos del XIX, de hecho representa el polo opuesto del neoclasicismo
academicista. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. Su estilo evolucionó desde el rococó, pasando por el neoclasicismo, hasta el prerromanticismo, siempre
interpretados de una forma personal y original, y siempre con un rasgo subyacente de naturalismo, del reflejo de la realidad sin una visión idealista que la edulcore ni desvirtúe, donde es igualmente
importante el mensaje ético. Para Goya la pintura es un vehículo de instrucción moral, no un simple objeto estético.
No hubo género que Goya no tocará, algunos rehuidos por los pintores españoles, como la mitología. Ni técnicas, como el grabado, en sus diversas modalidades, pero preferentemente aguafuerte y
litografía. E infatigable dibujante, cosa excepcional en España. Precoz, fecundo y tenaz, ya que se extingue sin conocer la pausa. Fiel a la época en cuanto representa a la sociedad como es, y a la
vez contestatario, pues flagela sin piedad lo que no le gusta.
En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo.
Goya fue por delante de su tiempo creando obras llenas de personalidad, tanto en la pintura como el gravado, sin someterse a lo convencional. Abrió las puertas a una serie de movimientos que se
desarrollarían en el Arte a lo largo del siglo XIX y comienzos del siglo XX; el arte goyesco supone, el comienzo de la pintura contemporánea y se considera precursor de las vanguardias del siglo XX:
Es el precursor de la pintura Romántica por convertir a la masa anónima en protagonista del cuadro, por introducir el retrato psicológico, por el apasionamiento y exaltación de alguno de sus
temas…, por el individualismo.
Precursor de la pintura Impresionista por la técnica empleada, pincelada suelta y vibrante, en su segunda época.
Precursor del Expresionismo por la caracterología de sus figuras en su segunda época, Pinturas Negras, en que se expresa el mundo interior. Se despreocupa de la forma para conseguir más
expresividad.
Precursor del Surrealismo por el reflejo del mundo del subconsciente (Pinturas Negras, Caprichos y Disparates).
Precursor del Realismo por su exacerbado reflejo de la realidad en las escenas de sangre y dolor
Goya como persona destaca por su talante liberal y patriota, su amor al pueblo y un cierto desprecio crítico hacia la aristocracia y la Corona.
La crítica social supone para él una reflexión y punto de partida para construir una sociedad mejor, más justa y racional.
Su obra pretende suscitar emociones y retratar la realidad más allá dela evidencia, lo que consiguió a través de la libertad total y del dominio absoluto de la materia. Utilizaba tanto el óleo como el
fresco. La litografía, el dibujo o el aguafuerte.
Tras el caos político y militar vivido en el siglo XVII, el siglo XVIII, no carente de conflictos, verá un notable desarrol lo en las artes y en las ciencias europeas de la mano de la
Ilustración, un movimiento cultural caracterizado por la reafirmación del poder de la razón humana frente a la fe y la supers tición. Las antiguas estructuras sociales, basadas en el
feudalismo y el vasallaje, sarán cuestionadas y acabarán por colapsar, al tiempo que, sobre todo en Inglaterra, se inicia la Revolución industrial y el despegue económico de
Europa. Durante dicho siglo, la civilización europea occidental afianzará su predominio en el mundo, y extenderá su influenci a por todo el orbe. La sociedad española de la época
estaba dividida en:
A. Privilegiados: La nobleza conoció a lo largo de la época una evolución negativa, hasta el punto de que en los años finiseculares se pueden apreciar síntomas inequívocos de
una inmediata decadencia. Esta evolución no fue producto de ataques exteriores al estamento, sino que derivó de causas intern as entre las que sobresalieron su propio descenso
biológico y la concentración de riqueza y dignidades en un número reducido de linajes. Dentro de la nobleza existían grandes desigualdades que daban lugar a una auténtica
jerarquía nobiliaria.
B. No privilegiados:
a) El ámbito rural: En la mayor parte del agro español imperaba el descontento ante situaciones insostenibles. Las causas eran distintas de unas regiones a otras. Ahora bien
era en La Mancha, en Extremadura y, sobre todo, en Andalucía donde el modo de vida de los habitantes del campo presentaba las situaciones de injusticia y desigualdad más
hirientes.
b) El ámbito urbano: los comerciantes y artesanos eran a fin de siglo mas de 25.000 y entre ellos se distinguía una gran burguesía constituida por los comerciantes al por mayor,
organizados en Consulados de Comercio, y una pequeña burguesía formada los mercaderes dedicados al comercio al por menor, con los Cuerpos Generales de Comercio como
organismos vertebradores. Por último en las ciudades encontramos los marginados, pobres, vagos y delincuentes, de límites muy difusos entre ellos, que con frecuencia se
confundían con los dedicados a actividades vergonzantes.
Pero fue más que un pintor. Sus pinturas son un documento inapreciable de la historia del pueblo español. Pintó en mundo en q ue vivió. Su visión de ese mundo se formó con los
dramáticos acontecimientos que se desarrollaban a escala mundial: la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas, la feroz lucha por la independencia nacional y el movimiento
por la reforma liberal que siguió, un movimiento que fue burdamente aplastado por las fuerzas de la reacción. Para poner de m anifiesto su compromiso con el tiempo que le tocó
vivir.
Una sociedad inculta y atrasada tiene tendencia al oscurantismo, a abrazar la religión de manera excluyente y fanática y a cr eer cosas acientíficas, sin darse cuenta de la
manipulación y opresión de las que es víctima.Tal era el caso de la España goyesca. La Inquisició aún estaba activa, incluso el propio pintor fue molestado por esta siniestra
institución a causa de su Maja desnuda.
CONTEXTO HISTÓRICO
Goya es no sólo la figura culminante de la escuela española de su tiempo, la única de primera magnitud, sino un artista excep cional que abre las puertas de todo el arte moderno.
Recoge la herencia de los grandes maestros naturalistas de la centuria anterior –Velázquez y Rembrant- y rompe con el academicismo y los influjos extranjeros que había en esta
época en España.
Estilo: cambia al compás de sus vivencias y pasa por etapas completamente distintas. Su formación es del barroco y pintó en e stilo Rococó y Neoclásico de la época, se expresa
utilizando capas de pasta gruesas o finas y telas con tonos profundos enérgicos, superficies finas y nacradas; busca crear la magia, suscitar emociones y retratar la realidad
Técnica: evoluciona desde una pincelada minuciosa y cuidada a la decidida y suelta, Frescos, gravados y dibujos.
Temas: variados y abundantes, cartones para tapices, retratos, religiosos e históricos. Contrapuestos: festivos y alegres, tr ágicos, satíricos y burlescos. Realistas y objetivos y
fantasías alucinantes.
Captación psicológica: Profundo escrutador del trasfondo humano. Se enfrenta contra los vicios y pasiones de sus contemporáne os, con un fin moralizador o con implacable
intención satírica.
Su obra refleja el convulso período histórico en que vive.
En sus obras de tema social, Goya ataca sistemáticamente los problemas económicos, sociales y políticos de España: los vicios del clero, la incultura de gran parte de la nobleza,
la estúpida y bárbara represión inquisitorial, los excesos de la guerra y la violencia, la prostitución y la explotación de l a mujer, el oscurantismo y la superstición. En estos trabajos
Goya se muestra como un hombre ilustrado, amante de las libertades y auténtico humanista. Méritos que permiten alzarlo hoy al puesto de honor de la fecunda Ilustración
española, ganado con su pincel y con su incisiva pluma, a través de su obra plástica y de los acertados títulos y rótulos con que bautizó a sus creaciones gráficas.
Su vida se desarrolló entre dos grandes épocas históricas: el Antiguo Régimen y el Régimen Liberal. Su obra es un documento f undamental de toda esa época crucial de la Historia
de España: nos presenta el mundo feliz de Carlos III, la monarquía decadente de Carlos IV, la Guerra de la Independencia, la gran tragedia nacional española y su profunda
división en dos mundos.
Desde un punto de vista filosófico y moral, supone toda una crítica pesimista y dura del ser humano, sus ambiciones , su crue ldad y sus supersticiones. Este profundo carácter de
su pintura ha hecho de ella una obra de significado universal.
Su pintura pretende suscitar emociones y retratar la realidad más allá de la evidencia, lo que consiguió a través de la liber tad total y el absoluto dominio de la materia.
Pese al paso de los años, la sensibilidad de Goya se mantiene muy próxima a la de nuestra época. Sus ideas y sus planteamient os artísticos continúan despertando interés. Por
este motivo, no resulta extraño que ciertos aspectos de la vida del pintor hayan sido recreados en algunas propuestas artísti cas.
.
SU OBRA
De los cuadros al óleo de Goya, casi la mitad están dedicados al retrato. Esto da idea del amplio abanico de relaciones del p intor, ya que casi todas las clases sociales de algún
poder económico están representadas. Abarca desde los niños hasta los ancianos. El mismo se autorretrata con prodigalidad, y además da entrada a su familia. En cuanto al
formato, el retrato de cuerpo entero es abundante, pero predomina el busto. Para su estudio de la sociedad española este capí tulo del retrato goyesco resulta importantísimo. El
pintor atiende por encima de todo al sujeto, buscando el parecido físico y moral. A veces la representación espiritual del pe rsonaje se hace con particular crudeza, y no deja de
sorprender esto cuanto se trata de la clase real. Pero eso indica la supremacía del pintor sobre el modelo. La comparación co n David alecciona en el sentido de la libertad del
artista, cuando David se entregaba vanidosamente al halago. La realeza cuenta con un elevado número de lienzos. Piénsese en l a necesidad de que la imagen del gobernante se
hallara en los principales lugares del país, comenzando por los de Carlos III. De el hijo de éste, Carlos IV, hay buena canti dad de retratos de las formas más variadas; Goya ve con
simpatía a su rey, pese a su simpleza, pero agradecía su amor por las bellas artes. También menudea la figura de la reina Mar ía Luisa, a la fealdad de su rostro hay que añadir un
cierto gesto de ordinariedad; pero hay retratos de auténtica majeza. Hay retratos individuales del otros miembros de la Familia Real. De Fernando VII exi ste menos provisión, ya
que Goya abandonó voluntariamente su oficio de pintor de cámara; los hay de diversos tipos, de aquel ingrato personaje, cruel e insensato, ha dejado testimonios en que parece
claro que Goya llegó hasta el intento de ridiculizar el modelo. Sigue en rango Don Manuel Godoy, primer ministro de la Corona . También retrato intelectuales y ministros, nobles,
artistas contemporáneos (arquitectos, pintores, grabadores), militares, ilustres hombres públicos, eclesiásticos, tipos popul ares, actores y actrices, toreros.
Destacan por su penetración psicológica, traspasa la apariencia para explorar el alma y mostrar simpatía o antipatía por el p ersonaje representado (subjetivismo) y lo que
representa socialmente.
Realista consumado, como prueba el retrato y la misma naturaleza muerta, el bodegón; y liberado por la imaginación, como los Caprichos y las Pinturas Negras. Partícipe de la
ideología de su tiempo, monárquico en cuanto acepta la legalidad vigente pero librepensador como alimentado por las nuevas id eas emanadas desde Francia. Y por encima de
todo, consecuente con su hado, con su espontaneidad y su espíritu de servicio, que le llevará fuera de España los últimos año s, porque así cree que podrá seguir siendo libre su
pintura.
EL RETRATO
Si el arte es siempre un documento histórico, en el caso de Goya se potencia debido al afán premeditado de reflejar situacion es. La misma indumentaria de los personajes
contribuye a ello. En la primera época se visten éstos conforme a la moda rococó. Llevan trajes lujosos y multicolores, muy c eñidos. Las damas lucen el tontillo o miriñaque y los
hombres casacas y se cubren con pelucas postizas. Llegará liberadora la moda neoclásica, con sus trajes sueltos, sus descotes , el cabello suelto. Y los hombres lucirán pantalón
largo, chaleco, levita con cola y sombrero de copa: el frac. Así se viste Europa entera. Pero a la vez hay un resurgir de la s tradiciones hispánicas, y al igual que los toros y los
sainetes, la moda adopta formas castizas. Ellas llevarán peineta y mantilla, chaquetilla con hombreras y faja en la cintura. Son las majas. Como los majos se sujetarán el pelo con
redecilla, exhibirán chaleco con alamares y hombreras, y una gran faja.
De la mano de Goya asistiremos a las fiestas de la época ilustrada. El pueblo se divierte gozoso, en concertados bailes, jueg os, labores. Recoge el ambiente de las corridas de
toros, las escenas de caza, los espectáculos religiosos. Todo esto aparece en sus cartones para tapices. Realmente es lo que pide la sociedad que gobierna (la misma Corte) y
probablemente él mismo no ve de momento las cosas de otra manera. Pero el clarinazo de la Revolución Francesa le hace reflexi onar. Sus ideas filosóficas y políticas basculan a
favor de los nuevos tiempos. Su misma enfermedad le inclina hacia un criticismo que sólo se fija en los defectos. Su costumbr ismo desde el último decenio del siglo XVIII
abandona este conformismo, para buscar una mayor realidad en el dolor y la protesta. La misma multitud se pierde en el tumulto y la promiscuidad, y el pueblo se pudre en
hospitales y manicomios. El arte de Goya toma partido por el desvalido; hay una intencionalidad político -social, mayormente valorable porque no responde a un encargo de
intención. Este arte abre el camino a la caricatura social, difundida por la prensa.
Como ejemplo humano, Goya ofrece el arquetipo de artista que sabe apurar sus posibilidades. No desdeña la realeza, la burgues ía, ni los placeres. Por eso su pintura traspira
deliquios y exquisiteces. Pero su curiosidad anhelante le lleva a adentrarse en los manicomios, los hospitales de apestados, los juicios de la Inquisición, los cementerios. No ahorró
ninguna experiencia, ni en el campo del placer ni en el del sufrimiento. Fue un hombre total y un artista completo. Solidario con su época.
La fascinación de Goya por las distintas manifestaciones de la cultura popular es el precedente de una forma de realismo soci al que se reveló muy fecunda durante los siglos XIX y
XX. El tono satírico y la voluntad documental de muchos de sus grabados reaparecen en las obras que realizó, a mediados del s iglo XIX, Honoré Daumier: este artista francés
heredó de Goya tanto la fortaleza del dibujo (que, a menudo, rayaba lo caricaturesco) como el compromiso social. La obra de D aumier dio continuidad a una tendencia artística que
desembocó, ya en el siglo XX, en el realismo crítico de los pintores alemanes Otto Dix y George Grosz y en la caricatura moderna.
COSTUMBRISMO
REINADOS DE CARLOS III Y CARLOS IV
El reinado de Carlos III es la época del triunfo y la felicidad del artista. En ella dominan los temas amables, festivos y alegres de la vida popular madrileña; predominan los colores puros, rojos y grises;
la factura acabada, el dibujo preciso y continuo. Goya nació en el pueblo aragonés de Fuendetodos, el 30 de marzo de 1746, Zaragoza. Hijo de un maestro dorador de retablos, los años iniciales
transcurren en Zaragoza; recibió su formación en las Escuelas Pías de Zaragoza e inició con catorce años su formación artística, se formó en el taller de José Luzán. Tras un lento aprendizaje en
su tierra natal, y en Madrid, en el ámbito estilístico del barroco tardío y las estampas devotas, viaja a Italia en 1770, donde estudio el barroco italiano y traba contacto con el incipiente neoclasicismo.
Su formación pictórica se hizo dentro de la pintura tardo barroca y rococó, como ponen de manifiesto sus obras de juventud. En 1771 se haya en Zaragoza, interviniendo en la decoración de las
bóvedas de El Pilar. Se casa en 1773 con Josefa Bayeu, hermana de los Bayeu (Francisco y Ramón), pintores de Carlos III lo que le abre las puertas de la Corte. Esto despierta en Goya el deseo de
trabajar para esta, donde bajo la dirección de Mengs comienza a pintar cartones para la Real Fábrica de tapices. En 1775 recibe encargos de retratos. En 1780 desea entrar en la Academia de San
Fernando, eligiéndosele por unanimidad.. Vuelve al Pilar, para pintar en las bóvedas con Ramón Bayeu. Como intentará corregirle Francisco Bayeu, rompe con éste y vuelve a Madrid. Empieza a
concentrarse en el retrato, como vehículo para alcanzar el nombramiento de pintor de cámara. En 1786 es ya pintor del Rey. Es entonces cuando va a pintar obras llenas de optimismo. Se restablece
su amistad con Francisco Bayeu. Las emociones falsas y la importancia, que los nobles dan a las apariencias son temas que Goya comenzó a tocar ahora y tocaría el resto de su vida.
A partir de 1789 se inicia un giro político. A Carlos III le sucedió su hijo Carlos IV, su reinado estuvo mediatizado por la Revolución Francesa. Para evitar la entrada de las ideas revolucionarias en
España, destituyó a sus ministros ilustrados y nombro primer ministro a Godoy, en política exterior apoyó a Napoleón. En 1792 Goya contrae una extraña enfermedad y se encontró totalmente sordo.
Se opera un cambio profundo en su vida personal, se hace más observador y crítico, introvertido y malhumorado; el sufrimiento, una visión patética de la vida se instalan en su obra, la alegría
desapareció lentamente de sus pinturas, que gana en profundidad, realismo, creatividad y originalidad. Los colores se tornaron más oscuros, con una creciente presencia del negro, la factura a base
de manchas, el dibujo roto, los temas dramáticos o de una fantasía sombría, menos amables que los modelos que había pintado para la decoración de los palacios reales y su modo de pintar más
libre y expresivo. Continuó su trabajo como artista en la Corte pero buscó inspiración en otras partes para hacer observaciones que las obras comisionas no permiten expresar la fantasía e invención
sin límite. Rompió con el academicismo y trabajó con libertad e imaginación. Se inician sus relaciones amorosas con la Duquesa de Alba, que se hacen evidentes tras el fallecimiento, en 1796 del
duque. Pero de otro lado en 1799 es nombrado pintor del rey, gozaba de la plena confianza de los monarcas. Inicia grandes retratos en los que se da una pincelada suelta, preocupación por la luz y un
tratamiento espacial en los ropajes. La figura se recorta nítidamente sobre un fondo neutro, que puede ser la pared o un paisaje, y que es en verdad pura atmósfera, imposible de fijar
anecdóticamente, salvo excepciones, donde el volumen viene dado por la transparencia de las ropas.
En el retrato la pincelada suelta que sólo tímidamente aparecía en los cuadros primerizos es ahora el factor determinante y, sobre todo, su preocupación por la luz, preocupación quizá heredada de
Velázquez, de quien tanto aprendió y al que consideraba su verdadero maestro. Su pintura libre se da en frescos y gravados. Comienzan sus visiones oníricas. A partir de su sordera se vuelca en el
gravado, que le ofrece la ocasión de contactar con el público al poder multiplicar indefinidamente las copias de una estampa o lámina. Son una acusación contra la bestialidad y la maldad de los
hombres; una crítica política y social donde condena los horrores de la guerra. Su plástica nos traslada a un mundo inverisímil, oculto en lo más recóndito de la mente humana. Son creaciones
totalmente libres, donde rompe formalmente con los ideales neoclásicos de belleza. Como ilustrado hurga en las llagas más purulentas de la sociedad de su época, a la que critica ferozmente.
ANIBAL
CONTEMPLANDO
ITALIA, 1770
Goya marchó a Italia,
sufragándose el viaje
por sus propios
medios, en 1770 con el
objeto de aprender de
los grandes maestros
italianos. En una de
sus estancias en
Parma, decide
presentarse a un
concurso cuyo tema
era obligatorio y
consistía en
representar en un
cuadro a «Annibale
vincitore, che rimiro la
prima volta dalle Alpi
l'Italia» (Aníbal
vencedor
contemplando por
primera vez Italia
desde los Alpes).
En efecto, el cuadro
muestra a Aníbal
erguido en actitud
dinámica, girado el
cuerpo hacia un ángel
(o genio).
SACRIFICIO A VESTA,
1771
Óleo sobre lienzo, 33 x 24 cm
Sacrificio a Vesta tiene acentos de tipo rococó en el colorido, pero su composición es más bien
clasicista. Encontramos la figura de un sacerdote celebrando el rito del fuego para invocar a Vesta, la
diosa protectora de la familia y el calor del hogar. Le acompañan tres vestales, doncellas sacerdotisas
encargadas de mantener el fuego en los templos dedicados a la diosa. La de la izquierda, vestida de
blanco, está siendo iniciada y deberá permanecer virgen durante treinta años, renunciando así a una
vida fecunda. Las figuras se encuentran al aire libre y están respaldadas por la presencia de una
pirámide al fondo, que recuerda a la de Cayo Cestio.
Se han encontrado similitudes en la composición de obras de otros autores y la que nos ocupa, como
la terracota del escultor francés Alexis Loir, que pudo tomar como fuente de inspiración un dibujo de
Jean Barbault (hoy en Albertina, Viena). Lo mismo sucede con el Sacrificio a Polixena de Domenico
Corvi o el Sacrificio a Diana de Taddeus Kuntz, artista polaco que acogió en su casa de Roma a
Goya.
Este tipo de obras de pequeño tamaño estaban destinadas a la venta rápida. Seguramente Goya las
realizaba para pagarse el sustento en Italia ya que no era beneficiario de ninguna beca de estudios.
Por lo general respondían al gusto de la clientela que las adquiría, e incluso eran directamente
encargadas por ellos. Aúnan rasgos que son el resultado de distintas corrientes encontradas en Roma
al mismo tiempo. En el momento en que Goya visitaba la Ciudad Eterna también lo hacían los
estudiantes franceses pensionados por la Académie de France (de ahí el influjo rococó).
Estas cualidades foráneas han hecho dudar a algunos autores de la paternidad goyesca en esta obra
y su supuesto "pendant", siendo ignoradas en algunas publicaciones cuando se abordaba el período
italiano del maestro aragonés. A pesar de eso, la mayoría de los autores las han tenido en cuenta,
sobre todo por la dificultad que habría supuesto falsificar una firma como la que aparece en el altar.
Una manera de firmar que encaja perfectamente con las preferencias del maestro, quien supo
introducir su firma de maneras insólitas en varias de sus obras, como dice Milicua. Estamos pues ante
una obra y su supuesta pareja, que constituyen dos rarezas en la trayectoria de Goya, y al mismo
tiempo suscitan un innegable interés.
 Óleo sobre lienzo
EL DESCENDIMIENTO
DE CRISTO, 1772
Óleo sobre muro trasladado a lienzo, 155 x 112 cm.
En la escena, que se sitúa a la entrada de una cueva, aparecen dos ángeles
que han descendido a Cristo de la cruz y lo mantienen sobre el sudario. En la
parte inferior izquierda se ve como María Magdalena, arrodillada, unge sus pies.
En segundo plano, la Virgen, que apesumbrada apoya su cabeza en la mano, y
San Juan que dirige sus plegarias hacia el cielo. En el ángulo inferior derecho
se sitúa un cesto con un paño, y junto a él la cartela de la cruz y los clavos.
El hecho de que sean unos ángeles, y no José de Arimatea y Nicodemo, los que
entierren el cuerpo de Cristo, tiene antecedentes en la pintura italiana del siglo
XVI.
La composición copia con variantes un original del pintor francés Simón Vouet
(1590-1649) ejecutado para Dominique Seguiré, limosnero mayor del rey y
obispo de Meaux, con el fin de decorar la capilla de su palacio episcopal, a partir
de una estampa de Pierre Daret de 1641.
La exposición "Goya y Zaragoza (1746-1775). Sus raíces aragonesas" (Museo
Goya. Colección Ibercaja, 2015) ha sugerido una modificación en la atribución
de las pinturas del oratorio de los Condes de Sobradiel, excluyéndolas de la
producción juvenil de Goya y proponiendo que su autoría se deba al pintor
Diego Gutiérrez (Barbastro, Huesca, ca. 1740 - ¿Zaragoza, 1808?), tal y como
se explica en los ensayos del catálogo de dicha exposición.
Convertida en cuadro de caballete, fue adquirida por José Lázaro Galdiano en
ese mismo año y ya consta en un inventario del Museo Lázaro Galdiano
realizado en 1949-1950 por Emilio Camps Cazorla.
PÓRTICO
DE
SAN
JOAQUÍN
Y
SANTA
ANA
SANTA BÁRBARA,
H.1772
Óleo sobre lienzo, 97,2 x 78,5 cm
La santa es una mártir cristiana del siglo III muy venerada en España y principalmente en
Aragón. Este cuadro se realizó poco después de la llegada de Goya de su viaje a Italia, donde
se inspiró en el arte grecorromano para emprender esta obra. Algunos detalles de la cabeza y
del cuerpo fueron preparados por dibujos del Cuaderno italiano, puesto que Goya escribió en
la página siguiente del cuaderno: 15 de septiembre de 1773, día de su enlace con Josefa
Bayeu. Por lo que se deduce que sería realizada en torno a esa fecha, además de por su
coincidencia estilística con Aula Dei (ca. 1774). Siendo el cuadro de fecha más temprana del
artista en el Museo del Prado.
La iconografía tradicional de la joven está integrada en la composición: su corona de princesa,
así como la palma del martirio, la torre del fondo a la derecha donde fue encerrada por su
padre, Dióscoro, para hacerla abjurar de su cristianismo y en la que ella abrió tres ventanas
como símbolo de su firme creencia en la Trinidad, y su muerte, degollada por aquél,
alcanzado a continuación por el rayo que terminó con su vida. Ha sido desde antiguo patrona
de los militares, especialmente de los artilleros, y abogada contra las tormentas y los rayos,
así como la santa que, invocada en la hora de la muerte, llegaba prestamente con la
comunión. Las influencias evidentes se remontan a la estatuaria clásica y a la pintura del
clasicismo romano del siglo XVII.
Goya representa a la santa como una bellísima mujer de elevada posición social, como lo
delatan sus ropas. En la mano derecha porta la Santa Custodia y en la izquierda la palma de
su martirio. Al fondo aparece la torre de su cautividad y un rayo. A la izquierda el Ejército Real,
del que la santa era patrona. Goya recorre el cuerpo de la santa creando un interesante ritmo
acentuado por un gran foco de luz.
La forma del lienzo es ovalada. Los rasgos de la santa se asemejan al estilo clasicista de las
pinturas de la cartuja de Aula Dei (Zaragoza), así como a las de la bóveda del coreto del Pilar
de Zaragoza. Claramente se evidencian las relaciones entre nuestra santa y la escultura
clásica Juno Cesi, admirada por Miguel Ángel como la más bella obra de toda Roma, que
Goya pudo ver en su viaje a Italia. De hecho, dibujó dicha cabeza en su Cuaderno italiano,
donde también dibujó a la sanguina la misma figura de Santa Bárbara, lo que confirma la
paternidad de Goya del óleo. La datación se avala por esa misma fuente.
LA MUERTE DE SAN
FRANCISCO JAVIER, CA. 1771
- 1774
Óleo sobre lienzo; 56 x 42 cm
En esta dramática escena claramente dividida en dos partes, superior e inferior, asistimos a la
muerte de San Francisco Javier en la isla china de Sancián en 1552, abandonado por los
portugueses que solían ir allí para comerciar con los chinos. Al fondo se divisa su embarcación
mientras el santo se aferra al crucifijo lígneo y expira bajo un improvisado refugio de palmas
custodiado por dos querubines, protagonistas de la parte superior del lienzo.
La obra está ejecutada con una pincelada rápida y ondulante; destacan el rostro y las manos por
aparecer iluminados. Las superposiciones de claro sobre oscuro dan profundidad a la obra.
El cuadro ingresó en el Museo de Zaragoza bajo el título Invención del cuerpo de Santiago,
identificación errónea debido a la confusión que produce la capa de peregrino que lleva y a la concha
que cuelga de su hombro. Sin embargo viste debajo el hábito de los jesuitas confirmando que
pertenece a esta orden.
En el Cuaderno italiano se encuentra un dibujo preparatorio para esta pintura, lo que avala su
adjudicación a Goya, si bien el pintor hizo modificaciones a la idea primitiva.
Por su procedencia común, sus idénticas medidas y por el parecido de los querubines esta obra
forma pareja con Virgen del Pilar.
La composición está resuelta a base de amplias manchas de color dentro de una equilibrada
combinación cromática. Destaca el volumen del cuerpo trazado de forma muy esquemática, lo que
contrasta con el tratamiento que reciben el rostro, las manos e incluso los pies del santo. Una luz
cenital, desde lo alto, le ilumina la cabeza y las manos. Sobre esa luz, que parece irradiar de él
mismo, se recorta el crucifijo perfilado por un levísimo trazo blanco que define el lado iluminado y
que deja la cara posterior, la que nosotros vemos, en sombra. Toda la fuerza expresiva se logra
gracias a un detallado modelado que se centra en las manos aferradas al crucifijo y en el rostro,
demacrado por la enfermedad pero sereno y expectante.
La devoción familiar al santo jesuita viene sin duda alguna refrendada por la onomástica que se
recoge en la secuencia genealógica familiar de Goya. El nombre de Francisco y Francisca es
habitual en la rama de los Lucientes. Se conoce la existencia de una tía materna del pintor con este
nombre así como un Francisco Lucientes; ambos ingresan en 1764 en la Casa de Locos
dependiente del Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. La tradición se
mantiene con el propio Goya, que recibe los nombres de Francisco José por su madrina de
bautismo, Francisca de Grasa, y por su padre José Goya respectivamente; y con su hijo menor, y el
único que le sobrevivió, Francisco Javier Goya Bayeu.
LA VIRGEN DEL
PILAR, H. 1771-1774
Óleo sobre lienzo; 56 cm × 42 cm
Junto a Triple generación y Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago es uno de los cuadros
más valorados y apreciados entre los primeros cuadros de Goya. Ello no obsta para que, en
torno a La Virgen del Pilar se hayan generado dudas sobre su fecha de realización. Con
seguridad fue pintada en la etapa juvenil del pintor, hacia 1772-75, tras regresar de su viaje a
Italia (1771) y poco antes de ir a Madrid (1775). La cronología apuntada se afirma por el dibujo
a lápiz negro que se conserva en la página 134 del “Cuaderno italiano” (conservado en el
Museo del Prado) realizado en su estancia en Italia que contiene una serie de dibujos,
anotaciones y datos biográficos que el pintor realizó en su viaje a Italia.
Junto a La muerte de San Francisco Javier fue adquirido por el Museo de Zaragoza en 1926,
por 6.000 pesetas, pagadas en doce tandas de 500 pesetas; la persona que lo vendió al Museo
era descendiente directo del tío del pintor. La compra fue aprobada en sesión del 11 de
noviembre de 1925 por el presidente del organismo, Mariano Pano. Así se esperaba
conmemorar el primer centenario de la muerte de Goya, que ocurrió en 1928, para lo que se
organizó la exposición Obras de Goya y de obgetos [sic] que recuerdan las manufacturas
artísticas de su época.
Es un cuadro muy luminoso, casi eco de las obras de Bartolomé Esteban Murillo. Los ángeles
que rodean a la Virgen poseen paños de colores azul y rojo, y llevan en sus manos palmas de
martirio, característico tratamiento de Goya a los ángeles. La Virgen está rodeada de un haz de
luz, y en sus brazos lleva al Niño, que muestra una actitud muy realista. Guarda gran similitud
con las obras de la Cartuja del Aula Dei y las del Coreto del Pilar, así como un antecedente de
la Regina Martirum.
La obra es de gran sencillez, ya que en realidad es una pintura de devoción realizada para su
familia materna El pintor tenía gran devoción a la Virgen, algo común en Aragón, por lo que esta
pintura está hecha casi para veneración personal, aunque en su tiempo tuvo gran
trascendencia.
Estamos ante una obra muy abocetada y de vivo colorido, en cuyo centro de la composición se
encuentra la Virgen sobre el sagrado pilar, rodeada de una corte de querubines, y sosteniendo
al Niño en su brazo izquierdo. Los rasgos de los angelitos están realizados a punta de pincel,
destacando también la fina encarnación de los mismos.
BAILE A ORILLAS DEL
MANZANARES, 1777
Óleo sobre lienzo, 272 x 295 cm
Cartón para tapiz con la representación de una escena popular de
majos y majas bailando unas seguidillas, baile popular de la región de
Castilla la Nueva y de Madrid, menos movido que el famoso
fandango. La vista de las orillas del río Manzanares refleja con
fidelidad, en el primer término, la zona del puente de los Pontones, y
según Goya "a lo lexos se ve un poco de Madrid por San Francisco".
Se conservan dibujos de las orillas del Manzanares en el Cuaderno
italiano de Goya, y un dibujo del natural para el majo batiendo palmas
.
La composición se asemeja a la de La merienda, cartón cuyo tapiz
hacía pareja con éste, ya que sus medidas son muy semejantes. Se
trata de un paisaje estructurado a base de desniveles del terreno,
donde se distribuyen los personajes. El río Manzanares actúa como
eje horizontal que separa dos planos. En el más cercano dos majos y
dos majas bailan una seguidilla, mientras otras personas tocan
instrumentos o acompañan el compás con sus manos.
El tapiz resultante de este cartón estaba destinado a colgar en uno de
los paños de los muros laterales del comedor de los príncipes de
Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el
Palacio de El Pardo en Madrid. La serie de la que forma parte se
componía de diez tapices de asuntos "campestres“, siendo su
composición ya en estos años de invención del propio Goya, como
consta en los documentos relativos al encargo.
Cartón realizado por la propia invención de Goya, aspecto que él
mismo subraya en repetidas ocasiones en las facturas de esta
primera serie de cartones realizada de manera independiente, para
desmarcarse de la influencia de Francisco Bayeu.
En la manera de pintar se advierte una pincelada más fluida y el
colorido es más brillante; Goya va encontrando su estilo personal.
EL QUITASOL,
O PARASOL,
1776-1778
Óleo sobre lienzo, 104 x 152 cm.
Cartón para tapiz cuyo motivo
principal es una elegante joven,
a la que un majo protege del sol
con una sombrilla o quitasol.
Pudo tener como modelo una
obra del pintor francés Jean
Ranc, Vertumno y Pomona,
ahora en el Musée Fabre, de
Montpellier, aunque Goya
transformó el asunto mitológico
en una escena de la vida
moderna.
La vista en perspectiva de abajo
arriba, y su formato, indican que
estaba destinado a decorar una
sobreventana.
El tapiz resultante de este cartón
colgaba en el comedor de los
príncipes de Asturias (el futuro
Carlos IV y su esposa María
Luisa de Parma) en el Palacio de
El Pardo en Madrid. La serie de
la que forma parte se componía
de diez tapices de asuntos
"campestres"
EL CACHARRERO,
1779
Óleo sobre lienzo, 259 x 220 cm
El tema entra dentro del pintoresquismo, tradicional en los tapices, que
pretende captar la realidad cotidiana.
Preocupación, muy propia de la Ilustración, por las costumbres y fiestas
populares.
El cacharrero es una escena compleja, que presenta la vida en la ciudad,
de apariencia callejera y cotidiana. Un cacharrero valenciano, por su
atuendo característico, ha distribuido su mercancía en el suelo, que vende
a dos jóvenes y una vieja. Al fondo, una carroza pasa rápida, con una
elegante dama en su interior, a la que miran dos caballeros sentados de
espaldas. Bajo el aspecto de una bulliciosa escena de mercado se esconde
otra de deseos insatisfechos: las jóvenes ante el vendedor ansían sus
bellos cacharros de loza, símbolo de la fragilidad femenina, mientras que
los caballeros sentados sobre la paja, símbolo de la vanidad de las cosas,
dirigen su mirada a la aristocrática dama que pasa veloz en su carroza.
El mundo noble se materializa en el retrato de la dama que dirige su mirada
melancólica al exterior desde su adornado carruaje, mientras ella es
observada por dos caballeros desde fuera. La mujer está ejecutada con una
técnica pictórica más suelta, y por estar enmarcada en la ventana, siendo
objeto de admiración de los petimetres. Se ha querido ver en ella la misma
persona que aparece en el cuadro del vendedor de viejo que el connaisseur
analiza en su cartón compañero, La feria de Madrid.
Cabe destacar la habilidad de Goya en los bodegones, tal y como se
aprecia en los cacharros que están sobre el suelo y los que manipulan las
mujeres, entre los que se ha identificado cerámica de Alcora, codiciada
entonces como objeto de lujo.
BAUTISMO DE
CRISTO, 1775-1780
Óleo sobre lienzo, 45 x 39 cm
En la pintura se representa al santo que le daba el nombre de pila al supuesto mecenas
de la obra. La imagen respira un misticismo que se aleja de los toques rococó de sus obras
anteriores, para beber del estilo italianizante que Goya aprendió en su viaje, evidente en el
tratamiento escultórico de ambas figuras que les confiere una potencia plástica muy
acentuada. Los dos hombres se cubren con paños empastados y se colocan sobre el
fondo negro tan solo iluminado por el haz de luz que emana del Espíritu Santo. A sus pies
se intuye el azul del agua del Jordán.
La radiografía revela que Cristo aparecía arrodillado en el suelo y sus manos quedaban
más abajo de lo que están ahora. Además se ha descubierto una mano en la parte superior
y una cabeza invertida de tipo giaquintesco en el ángulo inferior izquierdo.
La pintura ha generado diferentes opiniones con respecto a su cronología. Gudiol, Gassier,
Wilson y Salas la datan hacia 1775-1780, seguramente movidos por los ecos italianizantes.
Arnaiz, sin embargo, opina que no parece razonable llevar esta obra más allá de 1771-
1775, entre el regreso de Italia y el traslado a Madrid. La hipótesis más extendida es que
se trata de un cuadro de devoción realizado para el banquero Juan Martín de Goicoechea
y Galarza. Por herencia pasó a manos de María Pilar Alcíbar-Jáuregui y Lasauca, segunda
esposa de uno de los condes de Sobradiel, en cuyo inventario de 1867 aparece.
Su influencia iconográfica italiana queda claramente demostrada con la estricta semejanza
entre la postura de Cristo y el Adán que vemos en el dibujo de la Expulsión del Paraíso -
brutalmente repasado a tinta- que figura entre los contenidos en el llamado Cuaderno
italiano, recientemente adquirido y en el que Goya dejó numerosos datos y recuerdos de
su viaje por Italia (Madrid 1994), entre ellos una serie de dibujos de tema bíblico -entre
ellos el citado- de una delicadeza y precisión técnica que hace pensar que o bien se deban
a otra mano que la de Goya o que sean de época mucho más tardía, ya que de otra forma
obligarían a revisar la catalogación y datación de los dibujos del maestro.
BASÍLICA DE
NUESTRA SEÑORA
DEL PILAR, 1780
Después del resultado de la pintura del coreto y bajo la
recomendación de su cuñado Bayeu, que llevaba más
de un año trabajando en una cúpula, el Cabildo
encarga a D. Francisco de Goya la decoración de una
nueva cúpula con otra de las advocaciones del
Rosario, la Reina de los Mártires o "Regina Martirum"
Era el año de 1781. Pero aquí Goya se pondrá a
innovar. El genial pintor tiene en cuenta que su obra
sólo podrá contemplarse a casi 50 metros de altura, y
crea unas figuras prácticamente desdibujadas,
pintadas con brozachos largos y a veces únicos,
pinceladas gruesas, etc. aunque en una composición
muy bella y colorista. Visto a distancia, el resultado es
perfecto, pero desde el andamio se descubre otra
cosa. Lo que era realmente una genialidad, que iba a
marcar un antes y un después en el genio de
Fuendetodos y cuya técnica iba a influir definitivamente
en el paso hacia el impresionismo, se convirtió en
labios de los Bayeu y del Cabildo en una acusación
furibunda. Esas pinturas, terminadas en algo menos de
dos meses, eran para ellos inacabadas, se veían como
una burla hacia el encargo del Cabildo, con un intento
de estafa puesto que no estaban ni siquiera dibujadas.
De hecho, a Goya se le habían encargado dos cúpulas
pero ya no llegó a pintar la segunda. Goya se enfadó
mucho y se vio humillado por el trato recibido.
CRISTO CRUCIFICADO,
1780
Óleo sobre lienzo. 255x153
Realizada como prueba para entrar en la Academia de San Fernando. Se atiene al modelo del Crucifijo de
Velázquez. No en vano había confesado que éste, Rembrandt y la Naturaleza eran sus maestros. Esta obra, pulida
en extremo, viene a ser una excelente academia, como pedían las circunstancias.
Se trata de un Cristo de estilo neoclásico, si bien está arraigado en la tradicional iconografía española y
relacionado con el de Velázquez y el de Anton Raphael Mengs, aunque sin el fondo de paisaje de este último,
sustituido por un negro neutro, como en el del modelo del maestro sevillano. Con fondo negro y cuatro clavos,
como mandaban los cánones del barroco español, crucificado de cuatro clavos con los pies sobre el supedáneo y
un letrero sobre la cruz que contiene la inscripción IESUS NAZARENUS REX IUDEORUM en tres lenguas, como
pedía el modelo iconográfico en España desde Francisco Pacheco, Goya quita énfasis a los factores devocionales
(dramatismo, presencia de la sangre, etc.) para subrayar el suave modelado, pues su destino era agradar a los
académicos regidos por el neoclasicismo de Mengs.
La cabeza, trabajada con pincelada suelta y vibrante, está inclinada a su izquierda y levantada, como su mirada,
hacia las alturas y refleja dramatismo; incluso parece representar un gesto de éxtasis al reflejar el instante en que
Jesús alza la cabeza y, con la boca abierta, parece pronunciar las palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?», en el momento antes de su muerte (de expirar), pero la serenidad de todo el conjunto evita la
sensación patética.
Con esta obra ofrece a la estimación de los académicos uno de los más difíciles y clásicos motivos que era posible
ejecutar: un desnudo donde mostrar el dominio de la anatomía, justificado por su presencia en un cuadro religioso,
un Cristo en agonía, de conformidad con la tradición española. En él, Goya resuelve con hábil técnica la dificultad
del suave modelado en sfumato, así como la incidencia de la luz, que parece provenir artificialmente del pecho del
crucificado, y su transición hacia las zonas oscuras, que hacen disimular la silueta del dibujo. Transparencias,
veladuras y gradaciones son tratadas con delicadeza, en tonos grises perla y suaves verdes azulados, y toques de
intenso blanco para realzar los destellos de la luz.
Las líneas de composición conforman la clásica suave S alejada de los efectos violentos del barroco. La pierna
derecha adelantada, que procede del Cristo de Mengs, la cadera ligeramente sesgada y la inclinación de la cabeza
dotan a la obra del ajustado dinamismo que demandaban los cánones clásicos para evitar la rigidez. Quizá tanto
respeto a los gustos académicos han hecho que esta obra, muy valorada por sus contemporáneos, no fuera
demasiado representativa de los gustos de la crítica del siglo XX, que prefirió ver en Goya a un romántico poco o
nada piadoso y que no prestó demasiada atención a su pintura religiosa y académica. Sin embargo, el
postmodernismo valora un Goya total, en todas sus facetas, y tiene en cuenta que es esta una obra en la que Goya
aún pretende alcanzar honores y prestigio profesional, y ese objetivo se cumple sobradamente en el Cristo
crucificado.
AUTORRETRATO,
1783
Óleo sobre lienzo, 83 x 54 cm
En este autorretrato Goya aparece casi de cuerpo entero delante de un lienzo,
dispuesto a pintar con el pincel que sujeta con la mano derecha. Mira al
espectador en actitud concentrada. La figura se encuentra sobre fondo liso y
neutro donde el único elemento que observamos es el borde del lienzo. El
cuerpo de Goya es recio y corpulento, de rostro carnoso y voluminoso con
abundante cabello que lleva recogido en una coleta.
Va vestido con chaqueta oscura, que se confunde con el fondo, y camisa
blanca que, junto a su rostro, son los únicos elementos que destacan en el
cuadro. Reproduce el mismo rostro que el del autorretrato plasmado en la
Predicación de San Bernardino de Siena.
Según Gudiol, este autorretrato debe ser juzgado en el género como obra de
clara transición ante el estilo neoclásico y el romanticismo del siglo XIX.
Posiblemente se corresponde con un autorretrato que figura en el inventario
que hizo Brugada en 1828 de los cuadros que había en la Quinta del Sordo a
la muerte del pintor.
Perteneció al pintor Federico de Madrazo quien lo dejó en herencia a Mariano
Fortuny y Madrazo, que lo conservó en su palacio de Venecia. Más tarde pasó
al conde de Chaudordy, que lo legó al Museo de Agen en 1901, donde hoy se
expone.
LA FAMILIA DEL
INFANTE DON
LUIS, 1783
Óleo sobre lienzo, Óleo sobre lienzo.
Este lienzo fue pintado durante la segunda
estancia de Goya, acompañado de su
esposa Josefa Bayeu, en Arenas de San
Pedro (Ávila), entre junio y octubre de 1784.
Una carta del pintor a su gran amigo Martín
Zapater fechada el 20 de septiembre de
1783 deja constancia de su primera estancia
allí y de su buena relación con Luis de
Borbón.
Se trata de la primera gran composición a la
que se enfrentó Goya, un gran retrato
colectivo que realizó diecisiete años antes
que el de la familia de Carlos IV.
María Teresa de Vallabriga se encuentra
sentada en el centro de la composición, con
un llamativo peinador blanco, mirando
directamente al espectador mientras es
peinada por su peluquero Santos Gracia.
Tiene delante una mesa en la que su
marido, el infante don Luis de Borbón, de
riguroso perfil, juega a las cartas. A la
izquierda de la composición se encuentran
los dos hijos de la pareja, el infante don Luis
y doña María Teresa, futura condesa de
Chinchón. Detrás de los niños dos
camareras, Antonia de Vanderbrocht y
Petronila de Valdearenas, aparecen en la
escena llevando entre sus manos un tocado
para el peinado y una caja de esencias. En
el ángulo inferior izquierdo, agachado y en
penumbra,
EL CONDE DE
FLORIDABLANCA, 1783
Óleo sobre lienzo, 196 x 116,5 cm
Don José Moñino y Redondo, hijo de un hombre de leyes, nació en Murcia en 1728 y estudió leyes en la universidad
de su ciudad natal y más tarde en Orihuela, doctorándose en derecho por la Universidad de Salamanca. En 1766 fue
nombrado fiscal supremo de lo Criminal del Consejo de Castilla. Destinado como embajador español en Roma, en
1772, gestionó desde allí la disolución de la Compañía de Jesús, colaborando con el conde de Aranda y con
Campomanes, lo que le valió el título de conde de Floridablanca en 1773. En 1777, fue nombrado primer secretario
de Estado y del Despacho.
El retrato le presenta aquí en los inicios de su importante carrera como primer secretario, cargo que ocupó durante
dieciséis años. Sus muchas reformas abarcaron todos los campos políticos y sociales. Sostiene aquí en su mano
derecha la Memoria para la creación del Banco de San Carlos, como consta en la inscripción sobre el papel:
"memoria para la formación del banco nacional de San Carlos", y en la izquierda otro documento. La creación del
Banco de San Carlos fue una de las iniciativas más modernas de su mandato, impulsada por el ministro de
Hacienda, Francisco de Cabarrús. La entrega a Carlos III de la Memoria tuvo lugar en octubre de 1781, aunque el rey
firmó la cédula de la creación del Banco en junio de 1782. Floridablanca ostenta aquí la banda y la gran cruz de la
orden de Carlos III, que recibió en 1773.
Goya, para uno de sus primeros grandes retratos de personalidades prestigiosas, se aplica particularmente sobre la
representación de sedas y encajes para resaltar la calidad de la persona representada y así atraerse los favores de
los nobles madrileños, que rápidamente comenzarán a encargarle retratos. No obstante, como en todos los retratos
del pintor, la personalidad del modelo es trabajada particularmente y se puede apreciar una influencia de Diego
Velázquez, que el joven Goya admiraba. Muestra por otra parte una relación entre el pintor y el comitente muy
particular, con el ministro en la luz y el pintor en la sombra y pareciendo más pequeño por un efecto de perspectiva
con el fin de poner de manifiesto la condición social de los personajes.
El conde de Floridablanca es representado de pie, distante y señalando con la diestra con que sujeta unos anteojos
al pintor que le presenta un cuadro. Detrás de él, otro personaje, tal vez el arquitecto Ventura Rodríguez realizando
los planes del Canal de Aragón, el gran proyecto de Floridablanca, papeles, libros y cuentas por el suelo,
simbolizando el trabajo burocrático como un nuevo valor de la clase dirigente, se mantiene detrás de una mesa con
un tapete verde sobre la que se encuentra un elegante reloj dorado que marca las diez y media mientras en la pared
cuelga un cuadro oval de Carlos III.
MARÍA TERESA DE
VALLABRIGA, 1783
Óleo sobre lienzo, 48 x 39,6 cm
María Teresa de Vallabriga y Rozas, Español y Drumond de Melfort (1759-1820) nació en
Zaragoza pero tras la muerte de sus padres se trasladó a vivir a Madrid, donde a los 17
años de edad contrajo matrimonio morganático con el infante don Luis de Borbón (1727-
1785), hermano de Carlos III y uno de los mecenas más importantes en la carrera artística
de Goya. De este enlace nacieron María Teresa de Borbón y Vallabriga, futura condesa de
Chinchón, Luis María de Borbón y Vallabriga, que se convertiría en cardenal-arzobispo de
Toledo, y María Luisa de Borbón y Vallabriga. A la muerte de su esposo volvió a su ciudad
natal, donde vivió en un palacio renacentista llamado casa Zaporta, conocido desde
entonces como Casa de la Infanta.
Al igual que el retrato de su esposo, con el que hace pareja, fue realizado por Goya en el
verano de 1783, en el primero de los viajes que Goya realizó a Arenas de San Pedro
(Ávila), lugar habitual de residencia de la familia, y ambos son estudios preparatorios para
el gran lienzo deLa Familia del Infante don Luis conservado en la Fundación Magnani-
Rocca de Corte de Mamiano (Parma, Italia).
Se trata de un retrato bastante sobrio donde María Teresa aparece recortada sobre un
fondo negro, de busto y de perfil, al modo de las monedas y medallas de la Antigüedad o de
los retratos nobiliarios del Renacimiento, con la melena trenzada recogida con un lazo de
seda azul oscuro en un moño bajo. Su semblante se muestra sereno y radiante de juventud
y lozanía, con las mejillas sonrosadas. La presencia del peinador blanco revela que se trata
de un estudio para el retrato colectivo ya citado, donde la infanta es atendida por su
peluquero.
La pincelada rápida y suelta hace plausible que Goya ejecutara esta obra en muy poco
tiempo, tal como figura en la inscripción.
Existen otros retratos de la infanta pintados por Goya,
Goya fue uno de los pintores favorecidos por el infante Don Luís, pintando para él en los
veranos de 1783 y 1784 varios importantes retratos familiares. Este de María Teresa, pareja
de otro del infante (colección privada, Madrid), es de los retratos más tempranos de Goya,
que inició con sus nuevos mecenas su carrera de retratista áulico.
MARÍA JOSEFA DE LA SOLEDAD,
CONDESA DE BENAVENTE, DUQUESA
DE OSUNA, 1785
Óleo y Lienzo, 104 x 80 centímetros.
Encargado a Goya junto con el retrato con el que hace pareja, Pedro Téllez Girón, IX Duque de
Osuna, en 1785.
Creado como pendant o sea pareja del de su esposo con uniforme de la Guardia de Corps. La
duquesa tenía entonces 33 años y luce un vestido azul de paseo al estilo inglés, con la falda, corpiño,
escote y puños adornados con encaje, y mangas ceñidas cortas hasta el codo. El escote en uve es
cubierto con un fino pañuelo de gasa. Su atuendo y peinado siguen el estilo parisino de María
Antonieta, es elegante pero no frívolo. El pecho queda resaltado con un lazo de seda rosa, a juego
con los que también adornan el sombrero junto a pequeñas flores, plumas de avestruz y garza. Los
guantes largos blancos están hechos de cuero fino. La duquesa sostiene un abanico en una mano y
descansa sobre el mango del paraguas cerrado la otra; su actitud muestra autocontrol y confianza en
sí misma. Una peluca gris con rizos intrincadamente dispuestos rodea su rostro amable, atrayendo la
atención hacia la mirada inteligente y vivaz. Goya no corrige los defectos de su belleza: nariz
demasiado larga y boca estrecha.
El pintor enfatizó los detalles con ligeras pinceladas y obtuvo suaves transiciones de tonalidades
mediante veladuras. La peluca grisácea sirve de aureola para destacar el simpático e inteligente
rostro de la dama, destacando el brillo de sus despiertos ojos.
Doña María Josefa se convirtió en una de las primeras comitentes de Goya encargándole varios
lienzos entre los que destacaría el retrato de su familia, éste que contemplamos y el de su marido, el
noveno duque de Osuna.
Cabe destacar en el rostro de esta mujer la inteligencia y seguridad que transmite a través de su viva
mirada.
Fue una de las damas más conspicuas de la nobleza española, dedicándose toda su vida a la
protección de las artes, interés heredado desde niña por el ambiente cultural que en su casa respiró.
Llegó incluso a ser admitida en la Real Sociedad Económica Madrileña y encabezó la Junta de
Damas
Goya conjuga la minuciosidad en los detalles de los vestidos y adornos con la expresión y el carácter
de su modelo, resultando obras de enorme belleza. El artista recibió por este lienzo 4.800 reales,
siendo éste el inicio de una serie de encargos entre los que destacan el retrato familiar realizado en
1788 y las obras de gabinete, el Aquelarre y Escena de brujas, para el Capricho, su palacete a las
afueras de Madrid. Falleció doña María Josefa a los 82 años en 1834.prestando diferentes servicios
siempre en beneficio de la mujer.
CONDESA DE
PONTEJOS, 1786
Óleo y Lienzo, 210.3 centímetros x 127 centímetros
Goya se convertiría ese mismo año de 1786 en pintor de cámara de Carlos III y luego de Carlos IV. Utiliza
colores rococó, suaves y fríos, muy similares a los de sus tapicerías de la época, como El pelele. Convertido en
retratista de moda, realizaría una serie de cuadros en el mismo estilo, como La familia del duque de Osuna
(1789, Museo del Prado, Madrid).
Doña María Ana de Pontejos Sandoval, marquesa de Pontejos, nacida en 1762 y muerta el 18 de julio de 1834
era mecenas de Francisco de Goya. En 1786, a los veinticuatro años, se casó con el hermano del Conde de
Floridablanca, ministro de Carlos III, y entonces embajador de España en Portugal. El retrato probablemente fue
realizado para conmemorar el enlace.
El cuadro muestra a la joven en un jardín, con un paisaje como fondo. Ocupa el centro del cuadro, permitiendo
que la mirada se fije de inmediato sobre la figura. Luce un elegante vestido gris con una cinta rosa al talle y una
sobrefalda recogida, adornada con cintas verticales blancas que sostienen manojos de rosas frescas, flores que
también adornan el corpiño en torno al escote de gasa plisada. La sobrefalda es de gasa tan fina, que deja
adivinar la enagua y las pantorrillas de la marquesa. Es un modelo fantasioso, de pastora cortesana, puesto de
moda para los paseos al aire libre entre la nobleza por la reina María Antonieta, que se hizo construir en
Versalles una pequeña aldea idealizada donde con amigos y cortesanos buscaba experimentar la vida
campesina de manera bucólica. La marquesa sujeta en su mano un clavel rosa, emblema popular del amor en el
siglo XVIII pero también símbolo de la esposa casada. El rostro permanece inmóvil, como una máscara de actor
y está enmarcado por un peinado alto y empolvado, semirrecogido, a la moda dieciochesca, coronado por un
sombrero redondo cuyas plumas se funden con el cielo como nubes. El vestido "de pastora", el peinado y el
sombrero siguen claramente la moda francesa. Demuestra que pinta con un estilo elegante.
Los tonos grises, rosas, verdes y blancos crean una elegante paleta cromática, mientras el paisaje aporta
frescura y perspectiva. Es obvia la influencia del retrato inglés en la obra goyesca del periodo, especialmente
Thomas Gainsborough. Mientras la joven permanece inmóvil, el perrito, símbolo de fidelidad, se muestra activo,
caminando atento hacia el espectador. El pequeño carlino lleva un lazo rosa y cascabeles.
CARLOS III, CAZADOR, H.
1786
Óleo sobre lienzo, 207 x 126 cm
Retrato del rey Carlos III (1716-1788), hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, poco antes de su muerte, ocurrida
en Madrid el 14 de diciembre de 1788. La composición se conoce asimismo por la versión de la colección de los
duques de Fernán Núñez, existiendo varias réplicas de inferior calidad (Madrid, Argentaria; Madrid, Ayuntamiento;
Reino Unido, colección Lord Margadale).
En la línea de la Ilustración realizó importantes reformas con ayuda de ministros y colaboradores ilustrados como
Aranda, Campomanes y Floridablanca. A su muerte, en 1788, terminó la historia del reformismo ilustrado llegando
un período mucho más conservador de la mano de su hijo y sucesor Carlos IV.
La composición sitúa al monarca vestido de cazador, luciendo las bandas de la Orden de Carlos III, de San Jenaro
y del Santo Espíritu, así como el Toisón de Oro, en las tierras de caza de los reyes, bien en los alrededores de El
Escorial o entre el Palacio de El Pardo y la sierra madrileña. Acompañado de un perro, que duerme plácidamente
a sus pies, figurando en su collar la inscripción REY N.o S.r sigue la tipología de los retratos de Velázquez del rey
Felipe IV cazador, de su hermano el infante don Fernando y de su hijo, el príncipe Baltasar Carlos que Goya había
copiado al aguafuerte en 1778. Junto a ellos se pudo colgar el de Carlos III, tal vez en el Palacio Nuevo o en
alguno de los Sitios Reales, aunque no se tienen noticias del encargo ni de su destino primero, antes de su llegada
al Museo en 1847, procedente de la Colección Real, figurando como copia de Goya en el catálogo de 1889.
La caza era una verdadera pasión para Carlos III, que le dedicaba varias horas casi todos los días. Creía que tal
actividad física le salvaría de la locura en la que habían caído tanto su padre Felipe V como su hermano mayor
Fernando VI
Goya lo presentó como un hombre bondadoso, con la piel tostada y arrugada por el sol y el trabajo. Su rostro,
lleno de bondad e inteligencia, es el elemento central de la composición, por lo que Goya lo acerca al espectador
como si no fuera un monarca La certeza con la que el rey sostiene la escopeta es una metáfora de la estabilidad
del gobierno, la perdurabilidad de la monarquía. El perro que duerme a los pies del rey simboliza la paz y la lealtad
del pueblo bajo el reinado de casi 30 años de Carlos III
El ambiente y el atuendo del rey recuerdan a personajes de los diseños de tapices pintados por Goya durante
muchos años para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara
LA VENDIMIA o
el otoño, 1786
Óleo sobre lienzo, 267,5 x 190,5 cm
El Otoño, estación del dios Baco, se transforma aquí en una vendimia
moderna, en que un joven majo, sentado sobre un murete de piedra y
vestido de amarillo, color que simboliza el otoño, ofrece a una dama un
racimo de uvas negras. El elegante niño, intenta alcanzar las uvas,
reservadas, sin embargo, a los adultos. Tras ellos, una campesina lleva
sobre su cabeza, con dignidad y apostura clásicas, una cesta llena de
uvas, que trae de los campos del fondo. En ellos, los campesinos se
afanan en la recogida del fruto, inclinados sobre las viñas, mientras uno
se yergue mirando a sus señores. El fértil valle se cierra al fondo por
altas montañas, que recuerdan la sierra de Gredos, cerca de Arenas de
San Pedro en Ávila, tierra de viñedos.
El tapiz resultante de este cartón formaba parte de los que iban a
decorar el comedor de los Príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su
esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El Pardo, encargo de
1786-1787. Por su formato, hubiera debido situarse en uno de los
muros laterales, pareja sin duda de La primavera. La serie iba a
consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones y otras
escenas campestres, descritas como "Pinturas de asuntos jocosos y
agradables". Los tapices no llegaron a colgarse en su destino por la
muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de 1788.
Utiliza el recurso del esquema piramidal, muy común y apreciado en el
Neoclasicismo. El paisaje parece sacado de los campos de La Rioja
(España) en que se suceden escenas de recolección como esta,
aunque probablemente el lugar donde lo pintó y del que se inspiró
realmente fue de la localidad de Piedrahíta (Ávila). El acontecimiento
principal se detiene en los personajes que están en primer plano, que,
cosa rara en Goya, no son gente del pueblo.
LA NEVADA O
EL INVIERNO,
1786
Óleo sobre lienzo, 275 x 293 cm
El Invierno se describe, dejando a un lado la tradición mitológica,
como un paisaje contemporáneo invernal, donde, además, una
fuerte ventisca dificulta la marcha de los protagonistas. Tres
hombres, a la derecha, dos vestidos genéricamente con ropas
humildes de la zona castellana, y otro, al fondo, con un atuendo
de valenciano, marchan resguardados bajo mantas zamoranas.
Un perro, en primer término, se detiene temeroso, con el rabo
entre la patas, ante el encuentro de sus amos con los dos
personajes vestidos con casacas y abrigos de mejor calidad,
como de mayordomos de una casa rica. Uno de ellos, al frente,
va armado con una escopeta, mientras el otro tira de la mula
cargada con un cerdo, abierto ya en canal. Trazos de carbón,
debidos seguramente a la intervención de los oficiales de la
tapicería, subrayan algunos elementos, como es el perfil de la
montaña y algunas ramas de los árboles, haciéndolos más
visibles, seguramente para facilitar el traspaso de la escena al
tapiz tejido.
El tapiz resultante de este cartón, que formaba parte de la
decoración del comedor ºde los Príncipes de Asturias (el futuro
Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El
Pardo, de 1786-1787, estaría pensado, por su tamaño, para
colgar en uno de los muros principales de la estancia. La serie iba
a consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones
y otras escenas campestres, descritas como “Pinturas de asuntos
jocosos y agradables”. No llegaron nunca a colgarse en su
destino por la muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de
1788.
LAS FLORERAS O LA
PRIMAVERA , 1786-1787
Óleo sobre lienzo, 277 cm × 192 cm
Pertenece a la serie destinada al comedor del príncipe de Asturias, del palacio de El Pardo en Madrid
junto con La nevada, La vendimia y La era.
El cuadro muestra una escena campestre en la que una florera arrodillada bajo un rosal ofrece una flor
a una mujer. Tras ellas, un hombre muestra un conejo y pide silencio. Una niña con un ramo de flores
tira de la mano de la mujer. Al fondo a la izquierda, inmersa en un paisaje montañoso, se ve una
iglesia.
La Primavera, representada tradicionalmente como una escena relativa a la diosa Flora, se transforma
aquí en una ofrenda de flores contemporánea, que tiene lugar en un soleado paisaje primaveral. Una
joven, vestida con el atuendo de las majas, entrega flores a la señora que pasea con su niña, mientras
un campesino a su espalda pretende sorprenderla con un conejo, símbolo también de la primavera.
Las altas montañas del fondo recuerdan a la sierra de Gredos, cerca de Arenas de San Pedro en
Ávila, donde Goya había pasado dos veranos trabajando para el infante Don Luis, o a la de
Guadarrama, en las cercanías de Madrid.
El tapiz resultante de este cartón formaba parte de los que iban a decorar el comedor de los Príncipes
de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El Pardo, encargo
de 1786-1787. Por su formato, hubiera debido situarse en uno de los muros laterales, pareja sin duda
del Otoño o La vendimia. La serie iba a consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones
y otras escenas campestres, descritas como "Pinturas de asuntos jocosos y agradables". Los tapices
no llegaron a colgarse en su destino por la muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de 1788. El
Museo del Prado conserva los once cartones y uno de los seis bocetos preparatorios conocidos.
Desde un punto de vista compositivo, se advierte una cita de Las Meninas en la joven arrodillada e
inclinada hacia la mujer, actitud que puede hacer referencia al tema de la ofrenda a Flora, tratada por
el pintor del siglo XVII Juan van der Hamen en un cuadro ya entonces en las colecciones reales y hoy
en el Prado, en el cual un niño arrodillado se vuelve hacia Flora entregándole un ramillete de rosas. La
superficie del cuadro está pespunteada de notas coloristas destacadas y brillantes: rojos, verdes,
azules, rosas, blancos que no se funden en una tonalidad dominante sino que cantan de forma
singular en el aire terso y como deslavado. Es preimpresionista la vista urbana del fondo, abocetada
en dos únicos colores, un rosa cálido para las luces y un gris plomo para las sombras.
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LA ERA O EL VERANO, 1786-1787
EL ALBAÑIL HERIDO, 1786-
1787
Lienzo. 2,68 x 1,10
Goya realiza una de las obras más conocidas de este período. De formato muy estrecho y alto, condición impuesta por razones
decorativas, representa a dos albañiles que trasladan a un compañero lastimado probablemente tras la caída de un andamio.
La obra El albañil herido es un cartón destinado a servir de modelo a un tapiz que iba a decorar la Pieza de Comer del Palacio de El
Pardo junto con la serie de las cuatro estaciones. Sin embargo el tono e incluso el estilo es novedoso. El cuadro, de formato muy
vertical, presenta a dos hombres que, entristecidos, transportan en brazos a un colega que, presumiblemente, se ha caído del
andamio que se aprecia en último término.
La obra difunde iconográficamente un edicto de Carlos III que regulaba la construcción de andamios y que fomentaba las medidas
de seguridad en la construcción y solicitaba indemnizaciones a los maestros de obras por los accidentes laborales producto de las
deficiencias en los andamios. El edicto fue publicado en 1788 pero tuvo varias reediciones, la más cercana a este cartón, de 1784.
Por consiguiente, Goya coopera con esta pintura en una nueva política de fomento y dignificación del trabajo, sintonizando así con el
sentir más progresista de su época. Al pintar este patético tapiz se hizo eco de un grave y habitual problema social.
Se ha destacado unánimemente la aparición del tema decididamente social en esta obra de Goya. Además, las figuras y paisaje
denotan un novedoso verismo. Los rostros reflejan seriedad y preocupación por el compañero y las figuras están dignificadas
mediante el recurso a la presentación de estas desde un punto de vista bajo. El cromatismo es pardo y gris, alejado de las escenas
pintorescas de otras cartones. Todo ello supone un precedente del realismo social típico del Prerromanticismo.
Es curioso, sin embargo, observar cómo, al repetir la composición años más tarde para el gabinete de la duquesa de Osuna, cambió
el dramatismo por la ironía, al sustituir el herido por un borracho de cara abotargada y risa mecánica. Indudablemente, la temática de
la versión La herida sangrante del personaje no es tan visible y sus compañeros ya no se dirigen la mirada ni sonríen, aparecen con
el semblante serio, con el ceño fruncido, como si estuviesen reflexionando sobre lo que ha sucedido. Aunque sigue tratándose de
gente pobre, su vestimenta y calzado están en mejor estado que en el boceto. Inicial no era adecuada para el boudoir de la duquesa.
La herida sangrante del personaje no es tan visible y sus compañeros ya no se dirigen la mirada ni sonríen, aparecen con el
semblante serio, con el ceño fruncido, como si estuviesen reflexionando sobre lo que ha sucedido. Aunque sigue tratándose de gente
pobre, su vestimenta y calzado están en mejor estado que en el boceto.
ASALTO AL COCHE,
1786-1787
Oleo sobre lienzo; 169 x 127 cm.
Resulta algo extraño este lienzo en la serie destinada al palacio de El Capricho que Goya pintó en
1787 por encargo de la Duquesa de Osuna. Sus compañeros nos presentan asuntos populares con
cierto aspecto festivo, véase La cucaña o El columpio mientras que en éste la violencia es la
protagonista. Bien es cierto que los bandidos estaban a la orden del día en la España de los siglos
XVIII y XIX incluso los bandidos llegaron a convertirse en héroes gracias a las leyendas populares
que los ensalzaban por robar solamente a los ricos, pero resulta cuando menos sorprendente que
sea el tema elegido por una dama de la alta nobleza para decorar el salón de su palacete de
recreo. Podría significar la relación de la Duquesa con el mundo de su tiempo. Unos bandidos han
asesinado a los caleseros y a un oficial y se disponen a atar a los ricos pasajeros que piden
clemencia. Los gestos de bandidos y asaltados son dignos de destacar, poniendo de manifiesto la
facilidad de Goya para expresar los sentimientos de sus personajes. El paisaje del fondo se
relaciona con los cartones para tapiz realizados por estas fechas, en los que la luz se convierte en
una protagonista más del asunto.
Goya representa este asalto con un toque teatral, incluso cómico, sin hacer de la escena un acto
heroico por parte de nadie. Los bandidos no han mostrado piedad ninguna, pues yacen dos
cuerpos sin vida y ensangrentados en el camino, mientras que un tercero está siendo acuchillado.
Muertos los caleseros, la mujer y el hombre propietarios del carruaje tratan de explicarse en vano,
arrodillados en el suelo con sus trajes de majos. La frondosa naturaleza que enmarca la escena de
pillaje cobra importancia, como viene haciéndolo en toda la serie, con su imponente presencia y su
intenso verdor.
La descripción de Goya en su factura reza: "2.º...unos ladrones que han asaltado á un coche y
después de haberse apoderado y muerto á los caleseros, y á un oficial de guerra, que se hicieron
fuertes, están en ademan de atar á una mujer y á un hombre, con su país correspondiente". El
tema del asalto a un coche fue tratado por Goya en varias ocasiones. Yriarte menciona un hecho
real en relación a esta escena, acaecido en las inmediaciones de las ventas del Espíritu Santo,
lugar próximo a la Alameda de Osuna.
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LA PRADERA DE SAN ISIDRO (1788)
FRANCISCO JAVIER DE
LARRUMBE, 1787
Óleo sobre lienzo; Óleo sobre lienzo
El retrato de don José de Toro fue el primero de la serie de efigies de los directores del
Banco de San Carlos encargada a Goya por la institución a través de su amigo Ceán
Bermúdez. Más tarde vendrán los del Conde de Cabarrús, el Marqués de Tolosa o éste
que contemplamos, protagonizado por don Francisco Javier de Larrumbe, comisario de
guerra y director honorario de la Dirección de Giro del Banco de San Carlos. El personaje
de más de medio cuerpo, aparece girado en tres cuartos a su izquierda. Lleva peluca
blanca y va vestido con casaca negra bordada, chaleco rojo con bordados dorados y
camisa blanca con chorreras en el cuello y las mangas con puños de encaje. Su mano
derecha la esconde en la chupa y la izquierda la apoya en un bastón con puño de oro. .
Sobre el pecho observamos la cruz de la Orden de Carlos III y bajo su brazo izquierdo
sujeta un tricornio. La expresividad del rostro de don Francisco Javier es realmente
atrayente, con su mirada impactando en el espectador y su gesto casi despectivo,
resultando uno de los retratos más impactantes de la serie. Goya cobró por él 2.200 reales.
Francisco Javier de Larrumbe (o Larumbe) fue comisario de guerra y director honorario de
la Dirección de Giro del Banco de San Carlos además de
El fondo es de tinta casi plana, con muy leves efectos lumínicos para dar sensación de
profundidad.
El rostro, ligeramente sonrosado, nos contempla con enigmática mirada, fría y calculadora.
Consta en el archivo del Banco de San Carlos el pago realizado el día 15 de octubre de
1787: R.on [reales de vellón] 2.200 pagados al Pintor Fran.co Goya como sigue: R.on
[reales de vellón] 2.000 por el retrato que ha sacado de D. Fran.co Xabier de Larumbe
Director honorario que fue de la Dirección de Giro del Banco Nacional, 200 que ha pagado
el dorado del Marco para el mismo retrato según recibo de este día.
RETRATO DEL CONDE DE
ALTAMIRA, 1787
Óleo sobre lienzo; 177 x 108 cm
Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzman nació en 1756. Era una de las personas más ricas de su época,
proveniente de una noble familia gallega. Fue uno de los primeros directores del Banco de San Carlos, miembro
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ostentaba el título de Marqués de Astorga y fue Alférez
Mayor de Castilla y de la Villa de Madrid. Poseía una importante colección de arte solo comparable con la propia
colección real.
El conde aparece sentado en una silla de tapicería amarilla a juego con la tela de la mesa. Resulta ésta
extrañamente alta, pero en verdad él era hombre de muy baja estatura según se conoce por testimonios de la
época. Viste chaleco rojo con bordados dorados, casaca negra, peluca, medias blancas y zapatos negros con
grandes hebillas. Sobre la mesa encontramos una escribanía minuciosamente descrita. Su rostro serio y
luminoso resalta sobre el fondo neutro.
El conde debió de quedarse bastante satisfecho con este lienzo pues más adelante encargó a Goya la
realización de los retratos de su familia: el de su esposa María Ignacia Álvarez de Toledo con su hija Maria
Antonia en sus brazos y los de sus hijos Vicente Osorio y Manuel Osorio.
El retrato que Goya hizo del Conde de Altamira supone una de las obras más interesantes de ese período tan
singular del ascenso del artista en la década de 1780. Es un cuadro muy distinto de los pintados anteriormente,
como el de Gausa o el del propio rey, e incluso de los que en 1784 había hecho de la familia del Infante don Luis.
La técnica y el amplio sentido del espacio habían evolucionado con rapidez, así como la elegancia de la figura y
la sencillez grandiosa del mobiliario. La única comparación se puede establecer con algunos de los cartones de
tapices pintados ese año, especialmente El otoño o La vendimia, de la serie de Las cuatro estaciones (Museo del
Prado, Madrid), ya que, además del espacio, Goya había cambiado radicalmente el sentido del color, ahora más
refinado. En el retrato se centra en tres tonos: el rojo y el azul que destacan contra el amarillo brillante y nítido del
sillón y del tapete de la mesa. El artista no ocultó la estatura física de Altamira, pero la disimuló con maestría en
un retrato que no tiene antecedentes en la pintura anterior. Resulta evidente la huella de Velázquez en el espacio
vacío y amplio, en penumbra, que rodea al protagonista y en la luz del primer término, llena de matices y
contrastes, que impacta contra la figura y subraya la personalidad del pequeño conde, seguro de sí mismo, con
el perfecto distanciamiento y orgullo de su clase social, acostumbrado al mando y al respeto absoluto de quienes
lo rodeaban. Vestido con uniforme de corte, como mayordomo del rey que era, Altamira luce la banda y la
insignia de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, concedida en 1780; el aro de oro que
asoma del bolsillo de su casaca revela su condición de gentilhombre de cámara del rey que llevaba las llaves del
monarca. Goya ha empezado con Altamira una nueva forma de pintar al conseguir los efectos de los detalles con
menos materia pictórica, más abstractos, pero en los que resuelve con mágica perfección y menos minuciosidad
los detalles de la escribanía de plata, de las plumas en el tintero, o de los importantes documentos sobre la
mesa.
EL CONDE DE CABARRÚS,
(1788)
Óleo sobre lienzo, 210 x 127 cm
El retrato presenta al gran financiero y comerciante de pie y dueño, como en la vida misma, del espacio a su
alrededor, que inquieta por la penumbra velazqueña del fondo en la que Goya, tal vez, quiso expresar la envidia
y los enemigos del brillante financiero. El artista hizo destacar magistralmente la impresionante figura de
Cabarrús gracias al extraordinario y luminoso atuendo de seda verde y los reflejos dorados que ciñe
apretadamente su voluminoso cuerpo. Con ese color, que desde antiguo fue símbolo del dinero y de la riqueza,
indudablemente alude a las aptitudes del futuro conde para acrecentar su fortuna personal y engrandecer la
economía de la Corona, según el pensamiento moderno que entroncaba con sus ideas francesas progresistas,
las cuales le procuraron algunos enemigos poderosos. Goya supo, por otra parte, renovar en el retrato de
Cabarrús el concepto de la imagen del poderoso, que hasta entonces, en España sobre todo, había estado
destinada únicamente a la aristocracia.
Una nueva clase social, la burguesía, se abría camino en todos los frentes y para ella, que llegaba llena de
empuje, conocimientos y decisión frente a los representantes del Antiguo Régimen, las libertades de Goya en
esta obra debieron de constituir una sorpresa por su novedad. El estudio técnico del cuadro reveló que
Cabarrús, en una primera idea del mismo, se apoyaba sobre el bastón de los directores del Banco con su mano
derecha, único distintivo de poder a la antigua; Goya, o su modelo, decidieron suprimirlo, dejando al personaje
sin condecoraciones ni símbolos y ajustándose estrictamente a la composición que Velázquez había destinado
para su Pablo de Valladolid. En aquella, el bufón de la corte y también actor abría con su mano derecha la
escena con un gesto propio del teatro del siglo XVII, lo que Goya utilizó aquí para subrayar el temple de su
personaje. La mano izquierda de Cabarrús se introduce en la casaca, según una convención de los retratos de
la época que definen así al intelectual; y él había escrito ya numerosos informes, memoriales y elogios, y
expresado sus ideas en una abundante correspondencia. El financiero no tenía un pasado ilustre y parece salir
aquí de la oscuridad de la historia; pero él solo se mantiene con fuerza y peso, proyectando en el suelo una
sombra definitiva con la que Goya sugiere también el avance de la figura gracias al movimiento de la casaca y
su pierna adelantada, como si su estampa estuviera impulsada por una fuerza centrífuga, hacia adelante, hacia
un nuevo proyecto.
Como siempre, Goya es capaz aquí de revelar bajo el traje la anatomía poderosa de Cabarrús, su porte y su
talla, igual que se evidencia la estructura de la cabeza y hasta el peso de sus huesos. Unos huesos que tuvieron
un destino deshonroso después de su muerte en Sevilla en 1810: fue enterrado primeramente en la capilla de la
Concepción de su catedral, en un panteón cercano al del conde de Floridablanca, pero al finalizar la guerra en
1814, el decreto de la Junta Central de 1809 lo declaraba reo de alta traición por haber aceptado del rey José I
el Ministerio de Hacienda y se exhumaron sus huesos, que fueron a parar a la fosa común del Patio de los
Naranjos, destinada a los restos de los condenados a muerte.
LA FAMILIA DEL
DUQUE DE OSUNA,
1788
Oleo sobre lienzo. 2,25 x 1,74
Retrato de la familia del IX Duque de Osuna, don Pedro Téllez-Girón (1755-1807) y de su mujer la
Condesa-duquesa de Benavente y Duquesa de Osuna, doña Josefa Alonso de Pimentel (1752-
1834). El duque viste el uniforme de brigadier de su regimiento, de alivio luto por el fallecimiento de
su padre; la duquesa un vestido a la moda francesa con botones de porcelana decorados con
paisajes. Están acompañados de sus cuatro hijos nacidos hasta el año 1788, ya que doña Manuela
Isidra, la última, y futura Duquesa de Abrantes nacería en 1794. Don Francisco de Borja (1785-
1820), futuro X Duque de Osuna, monta a caballo, como un juego infantil, en el bastón de mando
de su padre, ya que habría de heredar los regimientos de su padre; don Pedro de Alcántara (1786-
1851), futuro Príncipe de Anglona y primer director del Museo del Prado, aún museo real, sentado
en un cojín a los pies de su madre, tirando de una carroza de juguete; doña Josefa Manuela (1783-
1817), futura Marquesa de Camarasa, jugando con un perrito, y doña Joaquina (1784-1851), futura
Marquesa de Santa Cruz, apoyada en el regazo de su madre. Los Duques de Osuna se cuentan
entre los primeros mecenas de Goya, para los que trabajó en estos años pintando retratos
Goya se caracteriza por la penetración psicológica. El retratado nos mira: haga una señal o
permanezca impasible, es suficiente para revelar su carácter. Su capacidad de análisis del modelo,
su penetración psicológica y su maestría técnica, que resuelve la hondura con una portentosa
facilidad, hacen de él uno de los más grandes retratistas de la historia de la pintura. De los más
crueles también, pues su implacable mirada penetradora no perdona recoveco de la conciencia, y
nos deja, de las personas que posan ante él, verdaderos retratos morales, radiografías del
pensamiento, en las que expresa, junto a toda la apariencia exterior del personaje, el contenido de
su alma y el juicio, tantas veces amargo, que le merece.
Por eso son doblemente gratos aquellos retratos en los cuales se advierte que el artista se ha
aproximado a su modelo con agrado o simpatía. Así ocurre en Los Duques de Osuna y sus hijos.
Los duques, protectores de Goya, le abren las puertas de su intimidad y Goya, en 1790, los retrata
con evidente afecto que se extrema sobre todo en los niños, de los más verdaderamente infantiles,
incluso en su ensoñadora melancolía, de cuantos pintó Goya, que guardó siempre una honda
ternura hacia la infancia.
La gama de color, refinadísima y acordada en grises plateados, es de una delicadeza magistral. El
cuadro fue regalado al Prado en 1897 por los descendientes de los retratados.
TADEA ARIAS, 1790
Óleo sobre lienzo, 190 x 106 cm
Fruto de la gran amistad entre su primer marido, Tomás de León, y los Duques de Osuna, pudo surgir el encargo a
Goya de este retrato . Habiéndose identificado la pareja de escudos de la parte inferior con los correspondientes a las
casas de Arias y León, es factible que el retrato se realizara con motivo de los primeros esponsales de la retratada en
1789. Según Viñaza Goya recibió 10.000 reales de vellón por este trabajo.
El lienzo fue heredado por el hijo de la retratada en 1855, de quien pasó en 1876 a sus sobrinos que fueron quienes lo
donaron al Museo Nacional del Prado en julio de 1896.
Retrato de cuerpo entero de Tadea Arias de Enríquez (1770-1855), que sigue literalmente modelos de retratos ingleses
conocidos por estampas. La retratada nació en Castromocho (Palencia) en 1770 y casó en 1789 en primeras nupcias
con Tomás de León, capitán retirado del regimiento de América, levantado por el IX Duque de Osuna, que era coronel
del mismo. El hermano de Tomás de León, Eugenio, era administrador general de las fincas de la condes-duques de
Benavente, título familiar de la duquesa de Osuna, en Jabalquinto, y Castromocho pertenecía, además, al señorío de
los Condes-duques de Benavente y lugar de nacimiento de Tadea. La boda sería posiblemente la razón del retrato,
figurando en la parte baja las armas de la familia Arias y León. Tadea enviudó en 1793, casándose entonces con Pedro
Antonio Enríquez y Bravo, capitán de la compañía de Infantería de la Costa y regidor perpetuo de Vélez-Málaga. Viuda
de nuevo, contrajo matrimonio con Fernando Villanueva y Pardos, muriendo en 1855. La dependencia de ambos
cónyuges de la Casa de Osuna y de la de Benavente determinó sin duda el encargo, que no está documentado. En el
testamento de Tadea de 1855 figuraba sin nombre de autor y valorado sólo en 400 reales.
Los retratos femeninos ejecutados por Goya en la década de 1790 tienen marcadas influencias de la retratística
inglesa al situar a las figuras al aire libre, preferentemente en un jardín. Así surgen bellísimas estampas como la
Marquesa de Pontejos, Tadea Arias Enríquez o la Duquesa de Alba. Este retrato de doña Tadea fue presumiblemente
realizado con motivo de su primer matrimonio. Su primer marido mantenía una excelente relación con el Duque de
Osuna, uno de los benefactores de Goya, por lo que sería razonable pensar que gracias a ese contacto surgiera la
ejecución de este excelente retrato. La figura de la dama aparece de cuerpo entero, vistiendo un elegante y
transparente traje de gasa blanca de manga larga. Cubre sus brazos con guantes del mismo color y sus piernas con
medias de seda, mostrándonos sus chapines con adornos de plata. Un amplio lazo de color negro en la cintura en el
que observamos un camafeo resalta aun más la estilizada figura de la señora. Su atractivo rostro se enmarca en la
oscura peluca, para resaltar sus bellos rasgos. Quizá la escasa relación de Goya con doña Tadea provocaría que no
se muestre en exceso la personalidad de la modelo como suele ser frecuente en los retratos del pintor, resultando un
conjunto bello y elegante pero escaso de fuerza expresiva.
LA TIRANA, 1790-1792
Pintura al óleo; 206 cm × 130 cm
La Tirana es un óleo de Francisco de Goya, según Gudiol y Pita pintado entre 1790–1792.
Anteriormente se ha fechado 1799 en base a una inscripción a lápiz apócrifa. Representa a la
actriz teatral María del Rosario Fernández, elogiada por la intelectualidad ilustrada de la
época, como el dramaturgo Leandro Fernández Moratín, que escribió sobre ella sentidos
versos y sutiles críticas. Es el segundo cuadro de Goya que entró en la Academia, en 1816,
regalado por Teresa Ramos, sobrina de la actriz.
También se trata del primer retrato de la actriz encargado a Goya, el segundo fue pintado en
1794 (y no ha quedado noticia de que el pintor hiciera otros de la Tirana, llamada así por ser
esposa del actor Francisco Castellanos, apodado el Tirano al que le daban todos los papeles
de malo).
Rosario luce un "vestido blanco con franja de oro, zapatos ceñidos, con tacón alto, de raso
blanco, como las medias, y cruza el cuerpo del vestido, que es de escote redondo y manga
corta, un chal de color de rosa fuerte, con flecos de oro".
La luz lo es todo: compone no sólo la transparencia de los vestidos femeninos, sino también
los tonos de la piel, el volumen de las mejillas, las manos gordezuelas de La Tirana.
Nos brinda uno de las mejores muestras de la retratística goyesca. La Tirana posa al aire
libre, observándose al fondo una verja de hierro y una fuente, relacionándose con los retratos
ingleses del Neoclasicismo. La figura está plenamente iluminada, vistiendo un escotado traje
de gasa blanca adornado con una estola rojiza con flecos dorados, igual que el vestido. El
rostro de doña María del Rosario Fernández es el principal centro de atención por su gesto de
fuerza. La luz resbala por el vestido de manera magistral, apreciándose la rapidez de la
factura del artista, en un claro precedente de la pintura impresionista. La postura algo forzada
del brazo derecho es muy típica en los retratos de Goya ya que incrementaba el precio de sus
obras al pintar las manos y de esta manera las disimulaba. Protegida por la Duquesa de Alba,
la Tirana estaba en su máximo momento de esplendor en las "tablas" madrileñas.
EL PELELE,
1792
Óleo sobre lienzo, 267 x 160 cm
Esta pintura forma parte de la última serie de cartones para tapices realizada por Goya y destinada a decorar el
despacho del rey Carlos IV. El encargo se le encomendó en febrero de 1789 y lo apartó de la preparación de los
cartones para el dormitorio de los infantes que le había pedido Carlos III, trabajo interrumpido a la muerte de éste
por el nuevo rey, quien el 20 de abril precisaba que los temas para sus tapices habían de ser "campestres y
alegres". Se percibe de inmediato una cierta estupidez en la manera de hacer el encargo, con una prepotencia muy
alejada del clima de entendimiento que se había establecido entre el pintor y Carlos III; de hecho, Goya seguirá con
su tarea dos años más y hasta mayo de 1791 no empezará con estas obras, mientras que las cuentas a ellas
referidas no serán presentadas por el pintor antes del 26 de junio de 1792.
Cuatro jóvenes vestidas de majas mantean un pelele en un entorno de paisaje frondoso, atravesado por un río, con
la presencia de un edificio de piedra al fondo. El juego, practicado durante algunas fiestas populares y rito de
despedida de la soltería, simboliza aquí el poder de la mujer sobre el hombre, asunto general de este conjunto y
repetido en la obra de Goya, con ejemplos en las series de grabados de los Caprichos y de los Disparates, así
como en sus álbumes de dibujos.
Es un cuadro de ejecución rápida. Los colores son luminosos. En general, el estilo es elegante y ligero, propio del
siglo XVIII.
Existen varias interpretaciones sobre El pelele. Por una lado completa el significado de las obras con las que
compartiría pared: La boda y Las mozas del cántaro, simbolizando la caída de los hombres en manos de la mujer.
Una nueva versión de este tema la encontramos en la estampa Disparate femenino.
Víctor Chan, sin embargo, encuentra un claro paralelismo en esta obra con la inestabilidad política del momento.
Cree que las mujeres formando un círculo representarían las estaciones del año que dan vueltas a la rueda de la
fortuna. Cabarrús, Jovellanos, Campomanes, Floridablanca y Aranda tuvieron que abandonar su puesto, y este
hecho pudo llevar a Goya a reflexionar sobre el tiempo y la fortuna. Tomlinson apoya esta hipótesis y señala que en
esta serie son varias las obras que representan inestabilidad,
El pelele empleó uno de los dos bastidores de medidas iguales citados en la factura del carpintero Alejandro
Cittadini. El otro era para su pareja Las mozas del cántaro El Pelele, que estaba destinado a ser colocado en el
despacho del rey Carlos IV en el Palacio de El Escorial, esconde algunos misterios: ¿se trata de una
representación de Carlos IV, caricaturizado como un muñeco en manos de Mª Luisa de Parma? ¿es acaso una
alusión al cambio constante de ministros en una época donde imperaba la inestabilidad política? ¿se trata de una
mera aproximación con valor decorativo a ciertos ritos populares? Si pensamos en dónde iría situada la obra, no
podemos dejar de sonreír al pensar en el atrevimiento de Goya..
LA
BODA
(1792)
AUTORRETRATO EN EL
TALLER, H. 1790-1795
Óleo sobre lienzo, 42 x 28 cm
Uno de los autorretratos goyescos más enigmáticos, esta pequeña tela muestra
al pintor trabajando, vestido con gran elegancia y un punto de excentricidad,
como por lo demás era prerrogativa de la categoría desde las indicaciones de
Leonardo. Goya lleva calzón de color marrón con rayas azules horizontales,
chaqueta de terciopelo con vueltas rojas, chaleco rayado y los cabellos sueltos
sobre la espalda, al uso francés postrevolucionario.
El retrato, está ejecutado al contraluz, teniendo como fondo un vitral que permite
al pintor disponer de toda la luz necesaria para su trabajo, aunque sabemos que
pintaba también de noche ayudándose de aquel extraño sombrero con que se
nos presenta. Se trata en realidad de un soporte en el que Goya colocaba las
velas porque, como sabemos por un escrito de su hijo Javier, "los últimos toques
para el mejor efecto de un cuadro los daba de noche, con luz artificial". Y aquí
está quizá el secreto de esos fragmentos impalpables, llenos de sombra, en los
cuales los pliegues y reflejos de los ropajes de sus retratos parecen desaparecer
y reaparecer continuamente, como bajo el efecto de un resplandor cambiante y
movible.
BANDERILLAS EN EL
CAMPO, 1793
Óleo sobre hojalata; 43 x 32 cm
La escena transcurre en un tentadero delimitado por un muro desde el que un grupo de majos
ataviados con capa y sombrero observa la suerte de banderillas que está teniendo lugar en el centro
de la composición. Allí cuatro toreros vestidos con trajes de luces ilustran con sus posturas las
cuatro fases consecutivas de la suerte de banderillas.
El aragonés ha captado con mayor detalle a los toreros en primer término mientras que las figuras
que observan la escena están menos definidas. Ha empleado tonalidades terrosas en las que
emerge con fuerza el rojo encendido de la capa de uno de los personajes del fondo. En el cielo azul
ha pintado nubes para las que ha empleado una gama cromática que va del blanco al gris. En el
fondo del cuadro se advierte la presencia de un edificio blanco que podría ser un cortijo andaluz, uno
de los muchos que Goya tuvo ocasión de ver durante su permanencia en tierras andaluzas.
Este cuadro fue pintado durante la estancia de Goya en Cádiz y en enero de 1794 entregado a la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
Cuando Goya presentó su serie de escenas taurinas a la Academia de San Fernando fueron
recibidas con sumo cariño por sus compañeros. En ella trataba de mostrar diferentes suertes del
mundo del toreo ya sea en el campo o en la plaza. En esta bella imagen encontramos a cuatro
hombres que nos exhiben los diferentes tiempos de la suerte de banderillas, desde el que cita al toro
hasta el momento de hincarlas en el bicho. Al fondo encontramos las tablas del tentadero donde
contemplamos majos y embozados que siguen la faena. Una especie de cortijo entre árboles cierra
la composición. Las luces del atardecer presiden el espectáculo, creando un atractivo ambiente. Al
tratarse de escenas realizadas para el mismo pintor, no existe excesivo esmero a la hora de detallar
los trajes de los toreros, interesándose más por la narración y el efecto ambiental. La muerte del
picador o Toros en el arroyo forman parte también de esta serie taurina.
Antes de encontrarse en su ubicación actual pasó por diferentes colecciones: Ángela Suplice
Chopinot en Madrid; Juan Agustín Ceán Bermúdez en Madrid y colección Marqués de la Torrecilla
en Madrid.
APARTADO
DE TOROS,
1793
Óleo sobre lienzo, 165 x 285
cm
Este cuadro se describía así
en la factura de Goya: "1.º ...un
apartado de toros, con varias
figuras, de á caballo, y de á
pie, y los toros para formar su
composición, con su pais
correspondiente". En una
disposición fundamentalmente
horizontal encontramos a los
protagonistas de este gran
lienzo, respaldados por el
edificio que asoma a la
derecha, donde también
encontramos algunas personas
montadas sobre caballos que
se dirigen hacia los toros,
agrupados en el centro del
cuadro. También a la derecha,
sentados sobre un murete de
piedra, un grupo de personas
conversan animadamente
frente a los animales. Al fondo
se intuye la forma de un cerro
visto en la ejanía.
CORRAL DE LOCOS,
1794
Óleo sobre hojalata; 43 x 32 cm.
En un patio abierto, que podría ser el departamento de dementes del hospital de Nuestra Señora
Gracia de Zaragoza, Goya ha pintado un grupo de enfermos mentales. En el centro de la
composición dos de ellos pelean desnudos, como si fueran dos luchadores grecorromanos que
parecen sacados de una obra clásica, mientras el cuidador les azota con una fusta. Otros, vestidos
con unas maltrechas túnicas blancas que Goya en su carta denomina "sacos" les jalean. El
personaje que se encuentra a la izquierda de pie con los brazos cruzados mira directamente al
espectador con gesto de horror mientras el que está sentado a la derecha con un sombrero hace
una mueca sarcástica. A la derecha, de cara a la pared, un personaje en pie viste una librea,
uniforme de color verde y marrón que llevaban los pacientes menos conflictivos.
La luz que ilumina la parte alta de la escena y la que entra por la ventana con rejas que se
encuentra al fondo del cuadro desdibuja los contornos, produce una visión unitaria del espacio y
elimina el ángulo en que se unen los dos muros del patio. Este espacio tenebroso e indefinido en el
que se encuentran los enfermos mentales parece una alusión a la condición en que éstos se hallan,
a las tinieblas de su escasa capacidad para comprender o razonar.
Goya testimonia, gracias a su propia experiencia personal, ya que indica que ha visto la escena, la
lamentable situación en que se encontraban los enfermos mentales. . Además indaga sobre el tema
de la locura y de la irracionalidad, cuestiones que podría haberse planteado a raíz de la sordera y
que seguirán siendo objeto de interés para los pintores románticos, tal y como demuestra La loca
El cuadro fue identificado en 1967 gracias a su descripción en una carta que Goya mandó a
Bernardo de Iriarte del 7 de enero de 1794: "(...) un corral de locos, y dos que están luchando
desnudos con el que los cuida cascándoles, y otros con los sacos (es asunto que he presenciado
en Zaragoza)". Se trataría de una de las obras que Goya pintó durante su estancia en Cádiz en
casa de su amigo el ilustrado Sebastián Martínez,
LA CONDESA DE LA
SOLANA, H. 1794 - 1795
Lienzo. 1,81 x 1,22.
La luz aparece ante todo en el tratamiento espacial y los ropajes.
La figura se denota nítidamente sobre un fondo neutro añade a la distinción del modelo
una armonía de color, con tonos grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza
aún más.
El retrato representa a María Rita Barrenechea y Morante, casada en 1775 con el conde
del Carpio, que adquirió el título de Marqués de la Solana poco tiempo antes de la muerte
de su mujer, en 1795. La tela, tan misteriosamente sencilla, evoca quizás el
presentimiento de la proximidad de la muerte en una mujer sensible y cultivada; en todo
caso, parece proponer la superación de la realidad, hacia el arte o hacia el espíritu, que
puede encontrarse en otras obras del "periodo gris" inmediatamente anterior a la crisis de
1792 y a la sordera de Goya; o, si se prefiere, anterior a 1794, año en el cual el pintor
reemprendió su actividad.
El genio tan variado de Goya destaca particularmente en el género del retrato, a menudo
tratado con una sorprendente crueldad satírica. Sin embargo esta obra, legada en 1942
por Carlos de Beistegui, añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos
grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más.
Su retrato la muestra de cuerpo entero grisáceo, con la delgada figura de pie, vestida con
traje negro y una mantilla blanca sobre los hombros y parte de la cabeza. Cruza sus
manos, una de ellas sujetando un abanico, a la altura de la cintura, y su rostro enfermizo y
reservado mira al espectador. La sobriedad cromática del retrato queda únicamente
animada por el gran lazo rosa del pelo y los chapines dorados de punta fina.
El genio tan variado de Goya destaca particularmente en el género del retrato, a menudo
tratado con una sorprendente crueldad satírica. Sin embargo esta obra, legada en 1942
por Carlos de Beistegui, añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos
grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más.
EL PINTOR
FRANCISCO BAYEU,
1795
Óleo sobre lienzo. 1,12 x 0,84.
Francisco Bayeu y Subías, nacido en Zaragoza en 1734, fue colaborador de Anton Raphael Mengs en
los proyectos de la decoración del Palacio Nuevo y una de las figuras capitales del arte de la segunda
mitad del siglo XVIII, alcanzando el cargo de Pintor de Cámara (1767), director de Pintura de la
Fábrica de Tapices de Santa Bárbara (1783), director de Pintura de la Real Academia de San
Fernando, siendo nombrado director general de la misma en junio de 1795, dos meses antes de morir,
en agosto de ese año. Francisco Bayeu era hermano del pintor Ramón Bayeu (1746-1793) y del
cartujo, y también pintor, fray Manuel Bayeu (1740-hacia 1809), así como cuñado de Goya, que había
casado con su hermana Josefa Bayeu el 25 de julio de 1773.
Pintado en 1795 para ser expuesto en la Academia de San Fernando en ocasión de la sesión de
homenaje póstumo al retratado, Goya ha dejado aquí uno de sus retratos más hermosos, sobrios y
expresivos. Francisco Bayeu, su cuñado, le era bien conocido. En 1786 le había retratado ya en un
soberbio lienzo del Museo de Valencia, pintado en una gama diferente, más oscura y densa. En este
retrato parece que se ciñó fielmente a un autorretrato del propio Bayeu, y extremó en la casaca gris
perla y en el fondo luminoso su maestría excepcional en el manejo de la gama fría y plateada.
El personaje aparece sentado en un sillón, con un rostro algo demacrado. En la mano derecha
sostiene un pincel y elimina los detalles accesorios como el lienzo y la paleta que figuran en el
autorretrato utilizado como modelo. Los colores empleados son muy limitados, grises y verdes, que se
pueden apreciar en la casaca, el chaleco y en el fajín, jugando a la vez con el brillo de las telas,
dotando de gran elegancia al retratado.
El carácter duro y poco simpático del autoritario aragonés se traduce con evidencia en la versión de
Goya, largos años disgustado con él por motivos familiares y económicos. El cuadro fue adquirido en
1866 para el Museo de la Trinidad, de donde pasó al Museo del Prado.
El retrato, póstumo, fue encargo de Feliciana Bayeu, hija del pintor Goya se basó en un Autorretrato
de Bayeu (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), al que hizo modificaciones
fundamentales, alcanzando magistralmente la nobleza y dignidad exigidas en su tiempo para la
profesión de pintor.
JOSÉ ÁLVAREZ DE
TOLEDO, DUQUE DE ALBA,
1795
195 x 126 cm, Óleo sobre lienzo
José Alvarez de Toledo y Gonzaga (Madrid, 1756 - Sevilla, 1796) fue XIII Duque de Alba al contraer matrimonio
con María Pilar Teresa Cayetana de Silva, Duquesa de Alba. Obtuvo el Toisón de Oro, la Gran Cruz de la Orden
de Carlos III y fue nombrado, en 1791, Inquisidor General de Sevilla. Se trasladó a vivir a su palacio sevillano,
donde ejerció su cargo. Era un hombre muy aficionado a la música de cámara sintiendo gran admiración por
Joseph Haydn del que precisamente sujeta una partitura en este retrato llamada Cuatro canciones con
acompañamiento de fortepiano, a quien el noble había encargado varias composiciones.
Esta cantidad de detalles, lejos de ser superfluos, fueron sutilmente introducidos por Goya para resaltar las
virtudes del retratado, virtuoso de la música, ya que tocaba varios instrumentos musicales, aunque no por ello
dejaba de entregarse a las aficiones viriles propias de la aristocracia montando a caballo.
Uno de los retratos más bellos de Goya, resalta tanto por su magistral técnica pictórica como por la perfecta
construcción del espacio, cuya perspectiva se acentúa por la posición del mueble.
Goya retrata al duque de cuerpo entero vestido con una casaca en tono anaranjado apoyado en una mesa donde
descansan un violín y un sombrero. Su rostro, algo melancólico, muestra su sensibilidad hacia las artes. En esta
ocasión Goya no utilizó el fondo oscuro habitual en sus retratos sino que sitúa al retratado en una estancia
palaciega y delante de una pared de la que surge una luz que ilumina la habitación dando al conjunto mayor
profundidad, característica nada habitual en las pinturas de Goya.
La elegante y distendida actitud refleja las descripciones contemporáneas de su persona, que refieren su
serenidad y temple, mientras que su rostro, de mirada viva e inteligente, se dirige al espectador con simpatía y
afecto.
Actualmente se cuestiona la creencia de que el cuadro formara pareja con el retrato de su mujer, la duquesa de
Alba.
Esta pintura procede de las colecciones de la Condesa de Niebla, marquesa viuda de los Vélez, marqués de
Villafranca y duque de Medina Sidonia. Fue aceptado el 6 de marzo de 1926 por el Patronato del Museo del
Prado, donde ingresó el 25 de mayo de 1926.
LA DUQUESA DE ALBA,
1795
Óleo sobre lienzo, 194 x 130 cm
Una de las musas que inspiro a Goya para realizar varios de cuadros
La luz alcanza su máxima expresión en el vestido de la Duquesa de Alba.
Goya retrata por primera vez a la duquesa inmóvil sobre un fondo de paisaje sobrio bajo un cielo plomizo
que parece a punto de dejar caer una tormenta de verano sobre la tierra requemada. La espesa melena
suelta de cabello negro y rizado solo se adorna con un gran lazo rojo, a juego con otro lazo prendido en el
pecho, una amplia faja de seda roja ciñendo el talle y un elegante collar de cuentas de coral rojo.
Destacan sobre el sencillo vestido a lunares blanco de gasa. La sencillez compositiva y colorido limitado
contrastan con la rigidez de la postura y el gesto imperioso de la mano, señalando hacia la arena, donde
se lee: "A la duquesa de Alba. De Goya 1795".
Delante de ella, mirando al espectador, perfectamente complementado un bichón blanco con un lacito rojo
atado en una pata. Más que la fidelidad de la dama, probablemente representa la lealtad del propio pintor
a la mujer que le fascinaba.
En el transcurso del año 1795, el pintor, ya famoso retratista y director de pintura de la Real Academia de
San Fernando, entra en relación con José Álvarez de Toledo, Marqués de Villafranca y Duque de Alba,
que acapara sus servicios y le encarga su retrato y el de su esposa, con la cual tal vez a partir de ahora
iniciaría el artista una relación clandestina. El verano siguiente, a la muerte del duque, Goya se reúne con
la duquesa en la finca de Sanlúcar para, pasar allí algunos meses: la relación entre ambos, que no se
trasluce nunca de manera explícita ni en la correspondencia de Goya ni en ningún otro documento, es no
obstante confirmada por un álbum de dibujos (el denominado "Álbum A") que ejecuta durante su estancia
en Sanlúcar y en cuyas hojas aparece la duquesa en actitud inequívoca. La célebre modelo, nacida en
1762 y casada en 1775 con el Marqués de Villafranca, tenía treinta y tres años cuando Goya la retrató en
este lienzo de aire inaccesible en el que la mujer se yergue como la propia imagen de España. En el
fondo de pendientes peladas y caliginosas, la figura de la duquesa se recorta arrogante. Lleva un vestido
blanco de línea escueta, casi minimal para el gusto de la época; en un brazo, pulseras de oro, mientras
que el otro se extiende en un gesto imperioso que armoniza con la altiva severidad del rostro. Un
temperamento con el cual precisamente Goya podía medirse.
MARÍA ANTONIA GONZAGA
CARACCIOLO, MARQUESA DE
VILLAFRANCA, C.A. 1795
87 x 72 cm, Óleo sobre lienzo
Doña María Antonia Gonzaga y Caracciolo (Madrid 1735 - 1801) era hija de don Francisco
Gonzaga, príncipe del Sacro Romano Imperio, y de doña Julia de Caracciolo. Casó con don
Antonio Álvarez de Toledo, X Marqués de Villafranca y nieto de los XII Duques de Medina
Sidonia, quedando desde 1773 viuda
Fue una mujer de gran temperamento que se dedicó a administrar los bienes de su hijo, el
XIII Duque de Alba, y su nuera.
Aparece de medio cuerpo, sentada, y viste un traje oscuro adornado con una pañoleta de
gasa blanca decorada con una rosa y un lazo de color azul, atuendo que le confiere una
elegancia notable. Lleva una impresionante peluca de color gris con rizos adornada con un
lazo azul oscuro.
Sus manos, dotadas de una honda precisión y fuerza según Gudiol, portan un abanico con
el que parece jugar.
El rostro, propio de una mujer de sesenta años, edad que tenía cuando Goya la retrató,
denota la inteligencia y astucia de la retratada para la buena administración de sus bienes.
Como en la mayoría de los retratos de Goya, la figura se encuentra en un espacio neutro,
sin ninguna referencia espacial. Del lado izquierdo surge un haz de luz que ilumina la figura
haciendo destacar la pañoleta que cubre sus hombros y el rostro de piel fina y sonrosada.
Obra de mediados de la década de 1790.
Debe situarse en fecha próxima al retrato de su hijo, el Marqués de Villafranca, de 1795,
cuando Goya realizó varias obras por encargo suyo, entre otras su retrato (hoy en el Prado)
y el de su esposa, "La Duquesa de Alba de blanco" de la Colección Alba. Goya supo sugerir
tanto el cuerpo menudo y delicado de la dama como la firmeza de su carácter, que la hizo
llevar férreamente la casa familiar tras la muerte prematura de su hijo.
No se tienen noticias del primer destino del cuadro, que pudo colgar en el palacio de la
retratada o en el de sus hijos, en la calle del Barquillo (Madrid). A la muerte de su hijo en
1796, la marquesa heredó los bienes de éste, entre los que pudo encontrarse este retrato.
LA DUQUESA DE
ALBA Y LA BEATA,
1795
Óleo sobre lienzo, 33 x 27,7 cm.
Goya pintó este lienzo cuando contaba con cincuenta años, poco después de haber sufrido
una enfermedad que le dejó sordo. Durante la convalecencia de esta enfermedad Goya
realizó la serie de cuadros de gabinete que suponían la posibilidad de expresarse libremente
en un ámbito artístico apartado del arte oficial. Una vez de vuelta al trabajo el pintor aragonés
llevó a cabo obras en las que siguió la tónica de aquellos cuadros tan personales que ejecutó
durante su retiro. Precisamente esa libertad expresiva se percibe en los retratos que durante
este periodo realizó de la aristocracia madrileña entre los que se encuentra esta obra y su
pareja, "La Beata" con Luis de Berganza y María de la Luz .
La estrecha relación entre Goya y la duquesa de Alba, a la que retrató en varias ocasiones,
sirvió al pintor aragonés para acceder a la intimidad del palacio de la aristócrata ubicado en la
calle del Barquillo de Madrid. Este óleo, que fue realizado cuando la duquesa tenía treinta y
tres años, recoge el momento en que ésta asusta con un objeto rojo a su anciana criada,
Rafaela Luisa Velázquez, quien sujeta en su mano una cruz. La criada era conocida como "la
Beata" por su afición a los rezos motivo por el que, al parecer, era centro de las bromas en el
palacio. En definitiva lo que Goya hace en esta obra es un peculiar retrato íntimo de la
duquesa de Alba que describe su carácter un tanto irreverente.
Este lienzo puede considerarse, en cuanto a estilo y temática, el preámbulo del Álbum A
llamado de Sanlúcar que Goya pintó en 1796 durante su estancia en la localidad gaditana. La
duquesa de Alba y "la Beata" anticipan algunas de las características estilísticas de aquellos
dibujos así como la importancia concedida a la figura humana y la ausencia de cualquier
descripción espacial.
Luis Berganza, hijo de Tomás Berganza, administrador de la duquesa de Alba y heredero en
su testamento, se convirtió en propietario de este lienzo y de su pareja, "La Beata" con Luis
de Berganza y María de la Luz. La obra permaneció en manos de los descendientes de esta
familia hasta que fue vendida en Sotheby's en 1985. El comprador fue el Estado, que la
adquirió por derecho de tanteo para el Museo Nacional del Prado.
AUTORRETRATO, (1795-
1797)
Óleo sobre lienzo, 18 x 12,2 cm
Procedente de la colección de la duquesa de Alba, este pequeño autorretrato tiene todo el aire de haber sido
hecho por el pintor para su amante. Por este motivo se tiende a considerarlo obra relacionada con el período
de la estancia en Sanlúcar, si bien algunos estudiosos ven en él, por la expresión intensa y casi obsesiva, un
alusión a la sordera que lo afligió en 1793 y prefieren por tanto situarlo en el momento de la convalecencia de
la larga y peligrosa, enfermedad que lo había privado del oído.
La extraordinaria intensidad de la imagen y su palpitante pictoricismo otorgan al pequeño lienzo un aspecto
monumental: Goya fija con extrema concentración el espejo en el que se retrata y extrae de él un icono
romántico del genio, que hace pensar en los célebres retratos de Beethoven. En efecto, hasta el modo de
vestir, con la chaqueta oscura de cuello alto, la camisa abullonada blanca con rayas azules y el pañuelo
blanco y rojo anudado al cuello confieren al pintor un aspecto bastante más "moderno" y decimonónico en
comparación con los personajes que suelen posar para sus retratos. Por no hablar de los cabellos
descuidados, partidos por la mitad, ondulados y furibundos, que sombrean los grandes ojos felinos. La
pincelada es deshecha, distribuida en nudos, y la camisa está pintada con rápidos toques de luz y sombra
siguiendo los pliegues del tejido. El tamaño reducido de este Autorretrato indica su destino privado e íntimo,
como regalo para alguien del interés de Goya. La procedencia del cuadro, que viene de los herederos de
Tomás de Berganza, mayordomo de los Duques de Alba, que continuó al servicio de la duquesa después de la
muerte del duque, determinó que, siguiendo la leyenda que desde mediados del siglo XIX fomentó la idea
romántica de la relación entre el artista y la aristócrata, se pensara que había sido regalado por el artista a la
duquesa. No existen, sin embargo, más pruebas de que el pequeño retrato perteneciera originalmente a María
Teresa de Silva que la tradición oral en la familia Berganza, que lo estimaba como donado por la duquesa a su
mayordomo junto con otras dos obras de Goya: La duquesa de Alba y la Beata y La Beata y los niños, Luis de
Berganza y María de la Luz (Colección particular), fechadas hacia 1795. Debió de ser entonces o poco
después cuando pintó el pequeño Autorretrato, que evidencia la moda que viste el artista y la disposición de
su cabello, corto, suelto y sin empolvar.
Goya está ante un fondo de color grisáceo verdoso, cuya luminosidad aumenta significativamente en torno a si
figura, como si de ella irradiara la luz que es propia del trabajo del pintor y especialmente interesante en su
caso, ya que la utilizó como metáfora de sus ideas sobre el conocimiento y el progreso a tono con las de su
siglo, el Siglo de las Luces. El artista viste con elegancia y está sentado en un discreto y refinado sillón de
terciopelo rojo armadura dorada, que aparece también en los retratos realizados en este período. Goya tiene
ante sí el lienzo colocado en un caballete que queda fuera de la composición, sobre el que pinta sin duda el
retrato de un modelo sentado ante él, al que el artista le dirige la mirada característica del pintor, directa y
profunda, que capta la realidad externa del exterior y el interior psicológico del retratado.
JUAN MELÉNDEZ
VALDÉS, 1797
Óleo sobre lienzo, 73,3 x 57,1cm
Juan Antonio Meléndez Valdés nació en Ribera del Fresno (Badajoz) en
1754. Fue catedrático de Humanidades en la Universidad de Salamanca
dedicándose también a la magistratura. Pero sobre todo destacó como
poeta. Falleció en el destierro en Francia en 1817.
Aparece retratado de medio cuerpo con una casaca oscura y camisa
blanca con lazo atado al cuello.
Un foco de luz incide directamente en su cabeza, en su rostro que nos
muestra a una persona inteligente y preocupada ante los
acontecimientos vividos en la política española de aquella época.
Como la mayoría de los retratos de Goya se encuentra realizado sobre
fondo oscuro para resaltar la volumetría del personaje.
EL CONVIDADO DE
PIEDRA, (1797)
Óleo sobre lienzo, 43 x 32 cm
Goya ha pintado en este cuadro la escena del Acto III de la comedia de Antonio de
Zamora (Madrid, 1665-Ocaña, 1727), No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no
se pague, y Convidado de piedra que, con gran éxito, fue representada anualmente en
Madrid entre 1784 y 1804. Moratín, que conocía esta versión de la leyenda de Don Juan
de Zamora, se la pudo recomendar a Goya para la realización del cuadro. También es
posible que el pintor aragonés, aficionado al teatro, la hubiese visto y hubiese decidido
pintar un lienzo sobre esta parte de la obra.
El protagonista de la comedia, Don Juan, después de matar al Comendador, Gonzalo de
Ulloa, reta a su estatua y la invita a cenar a su casa. A su vez, la estatua responde a don
Juan con una invitación para asistir al panteón de los Ulloa, el lugar donde se desarrolla
la escena de este cuadro.
Al fondo de la composición Goya ha pintado un arco que podría aludir a la capilla de los
Ulloa y bajo el cual aparece la figura de piedra del Comendador. Se trata de una figura
fantasmagórica que se acerca a don Juan sentado con las manos en jarras y en actitud
desafiante. Don Juan, que no se arrepiente de sus actos, sufrirá el castigo del infierno,
representado en este lienzo mediante llamas y fuego. Este es el cuadro que más se
aleja desde un punto de vista temático del resto de las obras de la serie de pinturas de
los Duques de Osuna. En él no aborda el contraste de la realidad con la imaginación
para criticar la superstición, sino que se muestran las consecuencias morales del
pecado. Frank Irving cree que El convidado de piedra fue pintado por Goya para cerrar
esta serie. Esta obra se pudo ver por última vez en el año 1896 en una subasta de los
bienes de los Osuna.
Se encuentra actualmente en paradero desconocido y se conoce através de una
fotografía de Laurent, según la cual su estado de conservación parece delicado.
EL AQUELARRE, 1797-
1798
Óleo sobre lienzo, 44 x 31 cm
El lienzo muestra un ritual de aquelarre, presidido por el Gran macho cabrío, una de las formas que
toma el demonio, en el centro de la composición. A su alrededor aparecen brujas ancianas y
jóvenes que le dan niños con los que, según la superstición de la época, se alimentaba. En el cielo,
de noche, brilla la luna y se ven animales nocturnos volando (que podrían ser murciélagos). En la
serie de la que forma parte se encuentran también otros cinco cuadros de similar temática y
dimensiones, que son: Vuelo de brujas (Museo del Prado), El conjuro (Museo Lázaro Galdiano), La
cocina de los brujos (colección privada, México), El hechizado por la fuerza (National Gallery de
Londres) y El convidado de piedra (hoy en paradero desconocido).
La escena pertenece a la estética de «lo sublime terrible», caracterizada por la preceptiva artística
de la época también en el prerromanticismo literario y musical y que tiene su paralelo en el Sturm
und Drang alemán. Se trataba de provocar un desasosiego en el espectador con el carácter de
pesadilla. En este cuadro y en la serie a la que pertenece se acentúan los tonos oscuros, y es por
ello que la ambientación se sitúa en un paisaje nocturno. En el momento de la ejecución de esta
serie, Goya se encuentra trabajando en Los caprichos con los cuales guarda una estrecha relación.
El tema de la brujería estaba de actualidad entre los ilustrados españoles amigos del pintor,
especialmente inclinado a él estaba Leandro Fernández de Moratín.
La figura femenina recostada de espaldas al espectador en el primer término, que esconde bajo su
manto la cabeza de un niño del que únicamente podemos ver sus piernas, tiene mucho que ver con
el dibujo de la página 6r del Cuaderno italiano (1771-1793, Museo Nacional del Prado, Madrid).
Forma parte de una serie de ocho telas para el despacho de la Duquesa de Osuna en la propiedad
suburbana de la Alameda, ciclo al que se alude habitualmente como los "asuntos de brujas" para la
Alameda. Goya presentó la factura el 27 de junio de 1798. Remitimos al estudio introductorio para la
compleja situación cultural en la que se insertaba este tipo de pintura; aquí nos limitaremos a
recordar que los temas elegidos, aparentemente extravagantes, estaban de moda entre la
aristocracia intelectual frecuentada por el pintor y que algunos de ellos tienen su origen en obras
teatrales de la época.
EL EXORCISMO (EL
CONJURO), 1797-1798
Óleo sobre lienzo, 45 x 32 cm.
Como el anterior, forma parte de la serie de "asuntos de brujas" para la Alameda y tiene la misma carga
terrorífica y al mismo tiempo irónica: el espantado protagonista, al que han sacado de la cama, está
arrodillado rezando en pleno campo y de noche, víctima del rito que le imponen unos sospechosos
sacerdotes con hábito y deformes cubrecabezas, por encima de los cuales resoplan demonios volantes.
Estas figuras se podrían interpretar de otro modo como las alucinaciones que amenazan al
endemoniado, inútilmente postrado en oración, en un intento de liberarse. Como en el caso anterior, es
sugestiva la atmósfera lumínica, tomada del natural por Goya: con la noche tenebrosa en lo alto del cielo
mientras una neblinosa luz corre rasante por el perfil del horizonte evocando la impresión de unas
lejanías perdidas y desoladas, azotadas por el viento. Dentro de la serie, esta obra se relaciona con El
aquelarre, Brujos por el aire y La cocina de las brujas por representar conciliábulos y rituales nocturnos
de espíritus demoníacos extraídos de las creencias populares; por su contenido se apartan de Don Juan
y El convidado de piedra y La lámpara del diablo, que hacen referencia a dramas teatrales del escritor
Antonio Zamora y tienen por tanto un origen más docto y a modo de cita concreta.
Un grupo de viejas brujas practican magia en plena noche a un hombre aterrorizado que viste un
camisón blanco. Mientras una bruja entona cantos a la luz de una vela, otra lleva un cesto con niños y
una lechuza se le posa en la cabeza. Al otro lado, otra bruja clava una aguja a un muñeco de cera,
mientras dos murciélagos se agarran en su manto. En el centro del cuadro una anciana con túnica
amarilla se acerca a tientas a la mujer agazapada en camisón. En la parte superior, sin terminar de pintar,
vemos una figura que, con huesos en las manos, observa la escena siendo identificada por algunos
como el diablo o como la reina del aquelarre. A su lado vuelan murciélagos y búhos.
La composición de este cuadro está formada por dos triángulos equiláteros entrelazados con un círculo
en la parte central creado por las figuras principales. Esta composición, la misma que Goya emplea en
Berganza y Cañizares o Cocina de brujas, rememora el Sello de Salomón, un signo mágico
habitualmente utilizado en brujería tanto para invocar al diablo como para hechizar a un enemigo.
Según Marina Cano, el efecto dramático de esta composición se incrementa gracias a la manera en que
Goya ha empleado el color: a partir de una capa de pintura negra, que cubre la totalidad del lienzo, aplica
los colores para ir consiguiendo las zonas de luz reservando el negro del fondo.
LA LÁMPARA DEL
DIABLO, 1797-1798
Óleo sobre lienzo, 42 x 32 cm
Se trata también en este caso de uno de los "asuntos de brujas" para la Alameda. El tema está tomado
de un drama de Antonio Zamora muy popular en la época de Goya y titulado El hechizado por fuerza.
Don Claudio, sacerdote supersticioso, cree ser víctima de un maleficio y para seguir viviendo tiene que
mantener siempre encendida la lámpara del diablo. En el fragmento de página visible en primerísimo
plano se lee "LAM/DESCO" , que es el inicio del primer verso de la fórmula recitada por el cura:
"Lámpara descomunal/cuyo reflejo civil/me va a moco de candil/chupando el óleo vital [...] " . El humor
negro y la sátira de Goya contra las supersticiones populares serían sin duda especialmente del agrado
de la duquesa de Osuna, para cuyo despacho se realizaron estas obras. La residencia de la Alameda
era de hecho conocida por el sobrenombre de "El Capricho", y los asuntos de brujas darían tema a las
cultas conversaciones de los literatos y nobles que fuesen a visitar a los Osuna, evidentemente
capaces de entender las citas teatrales y los dobles sentidos ocultos en los cuadros. Goya no era un
visionario impulsivo, sino que en la construcción de un código figurativo demoníaco y ultraterreno
contaba con la guía e instrucción_de refinados pensadores de la Ilustración tardía.
El aterrorizado protagonista de la escena es el sacerdote de negra sotana, que aventura el paso y se
estira para verter el aceite en la lámpara, presentada con prontitud por el demonio con una obsequiosa
inclinación, animalesca y servil, mientras en el fondo se dejan ver unos asnos gigantescos que bailan
derechos sobre las patas traseras. Contribuyen a acentuar la sensación inquietante el espacio incierto,
la luz titilante y el lomo del libro en primerísimo plano, inclinada como una lápida torcida.
En el fondo de la composición, tres burros, pintados con pinceladas sueltas, bailan sobre sus cuartos
traseros. Éstos son la representación del momento de la obra en que don Claudio dice mientras camina
por la habitación: "Una danza aquí se alcanza/ a ver, aunque no muy bien,/ De borricos; yo sé quien/
Pudiera entrar en la danza".
Con esta obra Goya critica que una mente perturbada pueda llegar a convertir la realidad en fantasía
aproximándose, de esta manera, al contenido de su serie de grabados Los Caprichos.
JOVELLANOS, 1798
Óleo sobre lienzo, 205 x 133 cm
Gaspar Melchor de Jovellanos fue uno de los más ilustres representantes de la Ilustración española, como
hombre de letras, escritor y poeta, así como político de ideas avanzadas. Nacido en Gijón en 1744, se
doctoró en Derecho en Salamanca. Interesado en el arte, fue admirador de Goya desde fecha temprana,
habiéndose hecho retratar por el artista en los años en que acababa de ser nombrado miembro de la Real
Academia de San Fernando. En 1767, Jovellanos había sido nombrado alcalde de la Sala del Crimen en la
Audiencia de Sevilla y, en 1778, alcalde de Casa y Corte. Se trasladó a Madrid en 1780, para ascender al
Consejo del Real de las Órdenes. Sin embargo, por su defensa de las reformas agrarias y de la libertad
económica, en los años coincidentes con la Revolución Francesa, fue desterrado a Gijón, donde fundó, en
1794, el Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía y redactó su Informe sobre la Ley Agraria. Regresó
a Madrid en noviembre de 1797, a la caída de Godoy, al ser nombrado ministro de Gracia y Justicia. Sus
reformas jansenistas de la política religiosa provocaron su caída en agosto de 1798 y su encarcelamiento en
Mallorca desde 1801 hasta marzo de 1808. Rechazó el cargo de ministro del Interior bajo José Bonaparte y
se trasladó a Cádiz, como representante del Principado de Asturias en la Suprema Junta Central. Murió,
mientras se dirigía a Gijón, huyendo de los franceses, el 27 de noviembre de 1811.
El retrato, pintado seguramente en Aranjuez en abril de 1798, presenta a Jovellanos en su calidad de Ministro
de Gracia y Justicia, el cargo que ocupaba entonces, ante su mesa de trabajo, con numerosos documentos y
una escribanía de plata. Sobrio y elegante, no luce ninguna de las medallas o bandas de las órdenes
recibidas, sino que se acentúa aquí el carácter íntimo del personaje, su actitud pensativa, con la cabeza
apoyada en su mano, posición tradicional, desde el siglo XV, para la representación de la Melancolía, que
afectaba a los artistas y era símbolo de genialidad creativa. Jovino, "El melancólico" fue el apodo que recibió
Jovellanos de sus compañeros, en un poema de Juan Meléndez Valdés, como poeta arcádico, y así le
representó Goya. En la decoración de la mesa labrada y dorada aparecen los bucráneos, atributos de la
Melancolía y símbolos de la vanidad del hombre, que sólo en la muerte alcanza la sabiduría divina. Se
acentúa aquí, además, su carácter intelectual con la escultura en bronce de Minerva, diosa de la sabiduría y
de las artes, que protege con su gesto a Jovellanos. En el escudo de la diosa figuran las armas del Real
Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, promovido por Jovellanos y una de las iniciativas de las que se
sintió más orgulloso.
La posición de Jovellanos, sentado a la mesa de trabajo, apoyando la cabeza en su mano se ha relacionado
con la actitud del artista, considerado como su autorretrato, en el contemporáneoLa espléndida efigie del
escritor, político, jurista, cuyas ideas tanto influyeron en Goya, resulta merced a una sutilísima gama
cromática, revela una profunda preocupación y describe la hondura psicológica con que el genial artista solía
presentar sus modelos.
FRESCOS DE SAN ANTONIO
DE LA FLORIDA, 1798
Su cargo como Pintor de Cámara le procuró a Goya el encargo que sus
amigos Jovellanos y Saavedra, entonces ministros, le hicieron para que
realizara la decoración pictórica de la iglesia que se consagró a San
Antonio de Padua, y se convertiría a finales del siglo XIX en un popular
centro de romería cada trece de junio. Romería que se sigue celebrando en
la actualidad.
Ayudado por Asensio Juliá entre agosto y diciembre de 1798, Goya nos
dejó en la cúpula de la ermita la narración del milagro medieval trasladado
al Madrid de su época. El tumulto popular que se organizó en el cementerio
lisboeta lo transfiere el genio de Fuentetodos alrededor de una barandilla,
procedimiento utilizado anteriormente por Mantegna, Correggio o Tiépolo,
tras la que aparece una nutrida representación de personajes humildes del
pueblo de Madrid. El tema y el lugar nos obligan a pensar en una pintura
religiosa, pero Goya da un giro al encargo y convierte esta obra en mucho
más.
De esta forma Goya nos invita a un tour en el que los pobres del pueblo de
Madrid asisten maravillados, atónitos o melancólicos al milagro franciscano
y a un hito en la Historia del Arte. Goya rompe la tradición representando
en lo más alto de la iglesia a las gentes humildes que rodean al santo y
coloca en el resto de paramentos a la corte celestial.
Hay en los rasgos de éstas imágenes un eco inconfundible de Los
Caprichos, que Goya había realizado un año antes de crear estos frescos.
Las majas de la imagen siguiente serán la inspiración que llevará a tantas
mozas melancólicas, sensuales, inspiradoras y hermosas a los pinceles del
mismo Goya o del francés Manet, entre otros muchos.
Estos personajes forman parte de un universo que lejos de adaptarse a las
normas académicas, a las que su creador estaba atado oficialmente, son
un impulso de libertad creadora que el aragonés practicaba fuera de los
círculos oficiales, y comienza a mostrar públicamente en esta pequeña
ermita. Ellos son los primeros testimonios de ese universo goyesco que
abre la puerta de la modernidad, a pesar de ser un encargo para la Casa
Real. .
Oleo sobre lienzo, 73 x 56 cm
En ese contexto de amistad profunda hay que situar la realización de este soberbio retrato en el
verano de 1799. De entre los que Goya hizo de sus amigos en la década de 1790 éste de Moratín
es el más sencillo de concepción y el más directo. En un retrato ya romántico. Sobre un fondo
oscuro se destaca en magistral claroscuro, de ecos rembrandtianos, la figura de Moratín, que tenía
entonces 39 años. En posición de tres cuartos, dirige su mirada hacia el espectador.
Es el retrato psicológico de un hombre reservado, inteligente y atrevido. Físicamente, Moratín era de
ojos vivaces, nariz prominente, cuyo exceso disimuló Goya colocándola casi en perpendicular, labios
carnosos y barbilla redondeada. Su vestimenta es de una gran sobriedad, no exenta de elegancia.
Lleva el pelo natural suelto, a la moda impuesta por los revolucionarios franceses, y la casaca a la
última moda, con corbatín negro romántico.
La factura es rápida y empastada, matizando mucho los rasgos faciales y los brillos de la casaca
marrón.
En su Diario escribió Moratín el día 16 de julio de 1799: "A casa de Goya: retrato". Esa anotación
documenta y fecha la realización de este magnífico retrato del poeta, comediógrafo y traductor
Leandro Fernández de Moratín, gran amigo del pintor. Aunque el conocimiento entre ambos se
remontaba a la década anterior, cuando se conocieron por medio de su amigo común Jovellanos, la
relación entre Goya y Moratín se hizo muy estrecha a partir de finales de 1796, al regreso del
escritor de un largo periplo viajero, iniciado en 1792. Con una misión oficial y secreta, Moratín había
viajado por Francia, donde había vivido en París con estremecimiento algunos de los
acontecimientos trascendentales de la Revolución Francesa, como el asalto a las Tullerías el 10 de
agosto de 1792 y la formación de la Comuna de París, y después por Inglaterra, Países Bajos,
Alemania, Suiza e Italia.
A su regreso, Moratín fue nombrado secretario de interpretación de lenguas del Despacho del
Consejo del Rey, y las visitas al estudio de Goya, así como sus contactos, fueron frecuentes, como
quedan reflejadas en su Diario. El 21 de mayo de 1798 Moratín, buen conocedor de la pintura y
hábil dibujante, acompañó a Goya a ver las pinturas de la iglesia y convento de las benedictinas de
San Plácido. Seguramente, ya le habían encargado a Goya las pinturas para San Antonio de la
Florida, lo que explicaría esa visita para contemplar las pinturas decorativas de Francisco Rizzi,
Cabezalero y Coello.
RETRATO DE
FENÁNDEZ MORATÍN,
1799
MARIANA WALDSTEIN, NINTH
MARQUESA DE SANTA CRUZ, 1797-1800
142 x 97 cms., Óleo sobre lienzo.
María Ana Waldstein (1763-1808) nació en Viena y procedía de una noble
familia austriaca. Casó con dieciocho años en Madrid con el Marqués de
Santa Cruz, hombre cercano a Goya que ocupó un cargo importante en la
corte madrileña.
Fue una gran aficionada a las artes, cultivando el óleo, el dibujo y el pastel y
convirtiéndose en miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando. Viajó mucho a Italia y vivió en París donde hizo amistad con el
todavía Primer Cónsul Napoleón.
Goya pinta a la protagonista de pie y cuerpo entero, ante un fondo de paisaje
arbolado y montañoso. Lleva una falda negra de talle alto con encajes que
hace juego con la mantilla que le cubre los hombros y que deja ver la
indumentaria de color rosa del brazo que coincide con el color del lazo que
decora su peinado. En la mano izquierda sostiene un abanico. Calza
chapines de color blanco decorado con detalles dorados.
El rostro agraciado, desinhibido y juvenil de la marquesa tiene una tonalidad
rosada que le da un aspecto muy saludable.
Destacan en la obra los contrastes entre negros y rosados, armonía
cromática muy utilizada por el artista.
En 1865 Louis Guillemardet donó al Museo del Louvre una copia antigua de
pequeño tamaño (52 x 34 cm) y autor anónimo que en el pasado algunos
autores atribuyeron a Goya.
RETRATO DEL CARDENAL
LUIS DE BORBÓN, (1798-
1800)
Óleo sobre lienzo, 200 x 106 cm
Goya ya había retratado a este personaje cuando era niño en Arenas de San Pedro
(Ávila) y de nuevo le representó, en dos ocasiones, tras su nombramiento como
cardenal.
Se trata por tanto de un retrato conmemorativo, de tono solemne, en el que presenta al
protagonista de pie y cuerpo entero, con solideo y los hábitos cardenalicios de color
rojo púrpura, portando un misal abierto en la mano izquierda. De su cuello cuelga la
banda de la Orden de Carlos III y la cruz del Saint Esprit, condecoraciones que le
fueron concedidas por el rey Carlos IV. La figura se recorta, iluminada desde un lateral,
sobre el fondo negro.
Existe una réplica con algunas variantes en el Museo del Prado y una copia atribuida a
Agustín Esteve en la colección del Marqués de Casa-Torres.
La obra procede de Boadilla del Monte (Madrid) y perteneció a los descendientes de la
retratada, los Condes de Chinchón, de donde pasó por herencia familiar a los Duques
de Sueca. Viajó a Brasil y fue donada al museo por Orozimbo Roxo Loureiro.
BANDIDO DESNUDANDO A
UNA MUJER, 1798-1800
Óleo sobre lienzo, 40 x 32 cm.
Tres de los ocho cuadros de la serie se pueden relacionar entre sí: Bandido
desnudando a una mujer, Bandido asesinando a una mujer y Bandidos
fusilando a sus prisioneros.
Tras el asesinato de los hombres en Bandidos fusilando a sus prisioneros,
las mujeres del mismo grupo han sido trasladadas por los bandidos a un
cueva en la que presenciamos una terrible escena. En el centro de la
composición, una mujer está siendo despojada de sus ropas por un viejo,
mientras que ella gira la cabeza y se tapa la cara con la mano como no
queriendo ver lo que está a punto de suceder. En el lado izquierdo del lienzo,
un hombre más joven, está violando a la otra mujer que se encuentra
totalmente desnuda. Ambos están tumbados en el suelo y el joven mira a su
próxima víctima con una expresión burlesca. A la entrada de la cueva un
hombre vigila.
La tensión y el terror del momento son perfectamente interpretados por Goya
a través de esas pinceladas empastadas y del color empleado.
Goya se manifiesta como un excelente cronista ya sea de escenas alegres y
divertidas como los cartones o impactantes y dramáticas como las que
forman esta serie.
La luz, que entra por la cueva, ha sido realizada con gruesas pinceladas. Las
diferentes gradaciones de colores terrosos y grises junto con algún toque
rojizo dan forma a esta composición, que según Gudiol, es una de las más
refinadas de la serie, La serie completa de los ocho cuadros fueron
adquiridos a Goya por el coleccionista mallorquín don Juan de Salas,
antepasado del Marqués de la.Romana.
CUEVA DE GITANOS, 1798-1800
Al igual que en las escenas de los
bandidos asesinos, Goya sitúa la
presente en el interior de una
cueva, a cuya gran pared se
adhiere la luz difusa y fría que
entra desde el paisaje abierto. En
el interior han encontrado cobijo no
solamente un grupo de asnos ,
sino también mujeres y hombres,
probablemente gitanos, como
podemos deducir por su pintoresca
ropa . Tan peculiar pacífica
asamblea , formada por humanos
y animales , ha pasado la noche al
lado de un fuego todavía
encendido . Que esto es así, lo
podemos deducir de sus actitudes
y sus mantas, con las que se
tapan y que aparecen repartidas
por el suelo .En el primer plano
aparecen boca arriba un gitano
todavía profundamente dormido,
tapado ligeramente por su capa
azul y objeto de observación por
parte de la mujer del segundo
plano . Justo al lado de la entrada
disfrutan otros zíngaros de su
charla matinal , al igual que la
pareja de fondo , situada cerca del
fuego.
HOSPITAL DE APESTADOS,
1798-1800
Por sus medidas y por el uso de
una preparación anaranjada en el
lienzo, esta obra se puede vincular
con Cueva de gitanos y
Fusilamiento en un campo militar.
En la habitación de un hospital
guarecida por amplias arcuaciones,
se desarrolla esta escena en la que
un grupo de personas sufren los
estragos de una epidemia.
La luz dorada ilumina el espacio y
descubre una situación angustiosa
en la que algunos enfermos
intentan socorrer a los que están
más graves, incluso moribundos,
dándoles de beber medicinas. Lo
hacen a pesar del ambiente
pestilente que, en algunos casos,
les obliga a taparse la nariz con los
dedos. Esta actitud es la misma que
la de la figura que está en pie y
atraviesa un macabro paisaje de
cadáveres en el grabado nº 62 Las
camas de la muerte de Los
desastres de la guerra.
Las figuras están pintadas con finas
y rápidas pinceladas y los rostros
se abordan superficialmente
adquiriendo, en muchos casos, un
aspecto fantasmagórico que
preconiza la muerte.
FUSILAMIENTO EN UN CAMPO
MILITAR, 1798-1800
Óleo sobre lienzo, 33 x 57
cm
Por sus medidas y por el uso
de una preparación
anaranjada en el lienzo, esta
obra se puede vincular con
Cueva de gitanos e Hospital
de apestados.
Esta escena tiene lugar de
noche en un campamento
militar. A la izquierda se sitúa
una tienda de campaña roja
engalanada con estandartes
y banderas. En el suelo hay
cadáveres de militares
vestidos con casacas azules
con bocamangas rojas y
blancas y pantalones de
color ocre que señalan su
pertenencia a uno de los
regimientos españoles de la
Guerra de la Independencia.
Hacia ellos corre un grupo
de civiles, gente del pueblo
modestamente vestida. Dos
de ellos transportan a un
herido y algo atrás una
mujer vestida de amarillo,
que se convierte en el centro
de la composición, se aferra
a su hijo desnudo.
Aguafuerte, Aguatinta sobre papel verjurado, 306 x 201 mm
La fantasía, abandonada de la razón, produce monstruos imposibles; unida con ella es la
madre de las artes y origen de las maravillas.
El autor soñando. Su intento solo es desterrar vulgaridades perjudiciales, y perpetuar con
esta obra de caprichos el testimonio sólido de la verdad, escribió Goya dos años antes
(1797). Pensó poner la estampa al frente de la edición.
En esta estampa, Capricho 43, comienza una serie de composiciones destinadas
principalmente a flagelar la ignorancia del pueblo, los vicios de los monjes y la estupidez de
los grandes. Las creencias en la superstición, todavía extendidas entre el pueblo durante
aquellos años, y alimentada por los monjes, nutrió al pintor de una gran parte de sus temas.
La estampa ofrece un mundo de pesadilla; Goya no convierte a la razón en verdad, no juzga
los monstruos, sólo los expone; presenta así el mundo de la noche, que caracteriza la
totalidad de los Caprichos: una inversión del día. El autor Alcalá Flecha (1988: 444-453)
recoge tres interpretaciones. Una primera que trata de la firme convicción del artista en los
poderes de la razón, como conjuradora de las tinieblas y el oscurantismo. Revelando la
confianza ilustrada en el poder inmarcesible de la razón, capaz de desterrar los errores y
vicios humanos, de conjurar las tinieblas de la ignorancia y el error, de extender y propagar
la luz de la verdad. La segunda interpretación estaría basada en la expresión de un principio
estético propio de la crítica artística neoclásica, que consideraba la razón y la fantasía como
principios antitéticos que el artista había de saber combinar, es decir que el artista debía
utilizar la razón para moderar los excesos de la fantasía, por cuanto que sin la guía de la
primera ésta sólo produce monstruos imposibles. Y por último una tercera interpretación que
se basa en la expresión de la amargura por el fracaso irremediable de la razón en ese mundo
ilustrado que tanto la encumbrara. En la contienda entre luces y sombras han vencido estas
últimas; el mundo ordenado por la razón ha sucumbido y sus ámbitos son a
hora poblados por animales demoníacos que se enseñorean de las tinieblas.
El año de 1799 es uno de los momentos clave en la vida y la obra de Francisco de Goya.
Además de ser nombrado primer pintor de cámara, gozar de un creciente prestigio como
retratista y de inaugurarse la ermita de San Antonio de la Florida que él había decorado, el 6
de febrero se publicó en el Diario de Madrid el anuncio de la puesta a la venta de las ochenta
estampas que forman la serie de los Caprichos. Ésta marca la culminación de un intenso
periodo en la vida del pintor, que se había iniciado en 1792, cuando a consecuencia de una
enfermedad convaleció en la residencia gaditana de Sebastián Martínez, donde pudo
contemplar estampas satíricas inglesas que influirían posteriormente en su obra. A su
regreso a Madrid cultivó la amistad de Leandro Fernández de Moratín, con quien hubo de
intercambiar ideas que estarían después presentes en los Caprichos.
Como menciona el anuncio de la venta, los Caprichos son ante todo una sátira concebida
como medio para combatir los vicios de los hombres y los absurdos de la conducta humana.
Simplificando la serie, podemos agrupar las estampas en torno a cuatro grandes temas,
todos ellos de indudable tono crítico. En el primero de ellos aborda el engaño en las
relaciones entre el hombre y la mujer: el cortejo como práctica habitual según la cual el
hombre moderno, ocupado en sus variados negocios, dejaba que su esposa fuese
acompañada en sus salidas por un galán; la prostitución que denigraba y explotaba la
condición de ambos sexos; y los matrimonios desiguales o de conveniencia, práctica habitual
de su tiempo y criticada por los ilustrados.
CARLOS IV EN TRAJE DE
CAZA, 1799
Óleo sobre lienzo, 210 x 130 cm
Representa al rey Carlos IV de la dinastía borbónica. Subió al trono español en 1789.
Como su padre Carlos III, el nuevo rey apreció la obra de Goya y lo nombró pintor de
cámara. A partir de la coronación, Goya pintó numerosos retratos del rey y su esposa.
Dado que la caza era el pasatiempo más importante del monarca (le dedicaba un tiempo
desproporcionado), Goya lo presentó en traje de caza. Muchos reyes españoles han
contado con retratos similares; Goya también retrató así a Carlos III en 1787. El pendant
o pareja de este retrato es el de La reina María Luisa con mantilla Debido a la fecha de su
creación, es posible que los retratos fueran pintados con motivo del décimo aniversario
del reinado de la pareja rea.
Ahora se encuentra en el Palacio Real de Madrid. El rey aparece retratado de pie y
cuerpo entero en un paisaje natural sobre el fondo de un paisaje montañoso, con un roble
detrás; vestido con traje de caza. Se cubre con bicornio y sobre su pecho ostenta la
banda de la orden de Carlos II. Apoya su mano derecha en una escopeta. A sus pies,
sentado, se sitúa un perro cazador. Su atuendo también incluye: levita de seda castaña a
manchas amarillas, chaleco amarillo, cinturón de cuero con hebilla decorativa de plata,
calzas negras y botas altas de caza. Le cuelga una daga corta del cinturón. En su pecho
tiene la cinta blanca y azul de la Orden de Carlos III, la cinta roja de la Orden Napolitana
de San Jenaro y la cinta azul de la Orden Francesa del Espíritu Santo. La Orden del
Toisón de Oro, de la que era gran maestre, está prendida a la altura del corazón. Sujeta
con la enguantada mano derecha la escopeta posada en el suelo y un perro de caza le
mira sentado a sus pies.
Es posible que Goya se haya inspirado en el retrato de caza de Felipe IV cazador, de
Velázquez.
Agustín Esteve realizó tres copias de esta pintura y dos de su pareja, María Luisa de
Parma con mantilla, hacia 1799-1800. Dos de estas parejas de retratos pertenecieron a
Manuel Godoy.
MARÍA LUISA EN TRAJE
DE CORTE,1799-1800
Óleo sobre lienzo, 204 x 125 cm
Esta pintura es una réplica del retrato que se encuentra en el Prado, compañero del de Carlos IV en uniforme de
coronel de la Guardia, y forma parte de una serie de retratos de la pareja real que Goya realizó en la época del gran
cuadro de familia y que fueron posiblemente encargados en bloque para el decenario del reinado. El pintor dio
comienzo al trabajo en otoño de 1799, inmediatamente después de su nombramiento como primer pintor de cámara
y ejecutó un número de retratos ecuestres y otros cuyos modelos, de pie, aparecen en atavíos diversos (Carlos IV
en traje de caza; María Luisa con mantilla, etcétera), pero todos pintados con un desdén de espadachín en la
representación de los valores de la materia y con una tensión psicológica y una mirada implacable casi
embarazosos. El efecto, grotesco, es el que tendría una mona vestida de persona. Realmente, la expresión
animalesca de la reina, el rostro surcado de arrugas, los ojos consumidos y ennegrecidos, los delgados labios
plegados en un amago de sonrisa maliciosa, parecen revelar de ella más de cuanto se puede imaginar que ella
hubiera querido. Un rostro en el cual el aspecto desagradable y la inadecuación al papel social que el personaje
desempeña resaltan todavía más por aparecer encima de un vestido elegantísimo, entretejido de reflejos de un
fulgor corno de ascua. Destacan de la sombra densa del fondo las sedas marfil y anaranjada del traje de corte,
bordado con anchas bandas de hilos de oro y recorrido por una vibración encrespada de crujidos, en el cual la
tenue luz se inflama y se oscurece, de un pliegue a otro, como impulsada por una llama languideciente.
La retratada aparece de pie y de cuerpo entero, levemente girada hacia su derecha, sobre un fondo neutro y
oscuro. Viste un elegante vestido largo de manga corta en tonos blancos y grises sobre el que ostenta la banda e
insignia de su orden. Sobre un recogido luce un tocado en forma de turbante con pluma y en el cuello dos collares
de gruesas perlas, y porta un abanico en la mano derecha. Calza chapines blancos.
Tanto Sambricio (1957) como Gassier-Wilson (1970) identificaron este retrato y su pareja con los citados en una
carta fechada el 9 de junio de 1800 dirigida por la reina a Manuel Godoy en la que dice: "Goya ha hecho mi retrato
que dicen es el mejor de todos. Está haciendo el del Rey en la Casa del Labrador". Según Morales y Marín (1997)
pudieron ser encargados para enviar a Napoleón, intención que quedó frustrada debido al enfriamiento de las
relaciones con Francia a raíz de la Guerra de las Naranjas.

LA CONDESA DE
CHINCHÓN, 1800
Óleo sobre lienzo, 216 x 144 cm .
El bello y conmovedor retrato de la condesa de Chinchón, que pertenecía a la colección del duque de
Sueca e ingresó en el Museo del Prado en 2000, ahora es una de las luminarias del Museo y muestra a
Goya en la plenitud de sus facultades para pintar el carácter y la indumentaria. María Teresa de Borbón y
Vallabriga, XV Condesa de Chinchón y Marquesa de Boadilla del Monte, nació en 1779 de la unión
morganática del infante Luis Antonio de Borbón, hermano de Carlos III, con María Teresa de Vallabriga y
Rozas, hija de un oficial de caballería; consecuencia de dicho enlace fue que don Luis y su familia vivieran
desterrados de la corte. María Teresa de Borbón, primer fruto del matrimonio, fue sin duda una niña
encantadora; la vemos asomarse traviesa por detrás de Goya sentado al caballete en el retrato de grupo de
La familia del infante don Luis (1784, Fondazione Magnani-Rocca, Parma). Goya también la retrató en la
terraza de la quinta que poseía su padre cerca de Ávila (1783, National Gallery of Art, Washington), donde
posa con la mano en la cadera, como una mujercita que exige ser tomada en serio, vestida a la moda
española del momento: mantilla blanca sobre la capota infantil de encaje y basquiña de seda negra. La
sangre real de la joven María Teresa hacía de ella un valioso peón en el mercado matrimonial, que la
Corona manejó en su propio provecho. En una situación política complicada por la guerra de España con
Francia a mediados de la década de 1790, se decidió casarla con el hombre más poderoso de la corte, el
favorito real Manuel Godoy, príncipe de la Paz; con ese matrimonio la reina María Luisa, amante de Godoy,
esperaba apartarle de su querida Pepita Tudó No eran unos comienzos esperanzadores, y María Teresa se
separó de Godoy después de que éste perdiera el poder con la salida del país de la familia real en 1808.
Parece claro que Goya quiso resaltar la soledad y la fragilidad de la retratada al colocarla en una habitación
oscura y vacía. Al mismo tiempo, como pintor de cámara de Carlos IV no ignoraba su obligación de
presentar con un aura de grandeza casi regia a una persona tan cercana al trono (también la pintó hacia
1801 luciendo la orden de María Luisa, concesión personal de la soberana, en un retrato conservado en la
Galleria degli Uffizi, Florencia). De las cartas de la reina a Godoy se deduce que el retrato del Prado se
encargó cuando la condesa estaba embarazada de su primogénita, Carlota; también el gesto tradicional de
las manos cruzadas en el regazo es indicativo de gravidez. El vestido de talle alto con escote sencillo
fruncido, a la moda de la época, era un modelo práctico para una mujer gestante, y la elección de muselina
o gasa de seda blanca estampada en color oro sobre viso de seda blanca era a la vez elegante y juvenil.
Esa clase de material vaporoso y flotante resulta particularmente apropiado para la pincelada suelta, casi
impresionista, de Goya. En la fecha de esta pintura estaban muy en boga aquellos vestidos franceses a
imitación de la Antigüedad clásica. .
JUAN DE
VILLANUEVA, 1800-01
90 x 67 cm Óleo sobre lienzo.
Juan de Villanueva (Madrid, 1739 - 1811) fue un reconocido arquitecto,
máximo exponente de la arquitectura neoclásica. Su obra más importante
fue el Gabinete de Historia Natural, hoy Museo Nacional del Prado desde
1814.
Goya le retrató en sus últimos años de vida.
El retratado se encuentra sentado sobre fondo neutro delante de una
mesa en la que se apoyan planos de sus diferentes proyectos cogiendo
uno de ellos con las manos y dando la sensación de que se dirige
directamente al espectador para darle una explicación del mismo. Viste el
uniforme de académico de la Real Academia de San Fernando que consta
de casaca azul oscura y chaleco rojo. Un foco de luz lateral ilumina el
rostro del personaje haciendo resaltar sus arrugas y en el que apreciamos
una mirada viva, despierta y una media sonrisa en la boca.
Gudiol advierte que en este lienzo Goya deja las calidades a medio hacer,
permitiendo que las pinceladas se reconozcan como tales y sin dar unas
superficies fundidas y de calidad táctil plenamente identificada.
LA FAMILIA DE
CARLOS IV, 1800-
1801
Óleo sobre lienzo; 280 cm × 336 cm-
En él aparecen ordenadamente todos los miembros
de la familia real con intención de realzar la figura de
la reina María Luisa, que ocupa el centro de la
escena pasando un brazo maternalmente sobre los
hombros de la infanta María Isabel a la vez que lleva
cogido de la mano al infante don Francisco de Paula,
quien a su vez se la da al rey. A la izquierda se
sitúan el futuro Fernando VII sujetado por la espalda
por el infante Carlos María Isidro y una joven
elegantemente vestida pero sin rostro, recurso
empleado por Goya para representar a la futura
esposa del Príncipe de Asturias cuando esta aún no
había sido ni siquiera elegida. A la derecha, la infanta
María Luisa, con su marido el duque de Parma, lleva
en brazos al pequeño infante Carlos Luis. Ocupando
el fondo están los hermanos del rey, a la izquierda
María Josefa de Borbón y a la derecha Antonio
Pascual, este último junto a otra figura femenina de
la que sólo se ve la cabeza de perfil, que se ha
identificado diversamente como su esposa, la infanta
María Amalia, fallecida dos años atrás, o como la hija
mayor de los reyes, la infanta Carlota Joaquina,
reina de Portugal, a la que Goya no tuvo ocasión de
retratar por hallarse. El modo como se disponen sus
protagonistas, se ha concebido con una intención
claramente dinástica. Con un mensaje tranquilizador,
la reina se presenta como madre prolífica a la vez
que, mediante la inclusión prematura de la futura
Princesa de Asturias, cobraba mayor fuerza la
seguridad en la descendencia, garantizada en
cualquier caso por la presencia del pequeño en
brazos de la infanta María Luisa. ausente de España
desde hacía algunos años.
GODOY,
1801
Óleo sobre tabla, 180 cm ×
267 cm-
No era la primera vez que
Goya retrataba al ministro.
En 1794, cuando era Duque
de Alcudia, había pintado un
pequeño boceto ecuestre de
él. En 1801 aparece
representado en la cumbre
de su poder, tras haber
vencido en la Guerra de las
Naranjas ,la bandera
portuguesa testimonia su
victoria, y lo pinta en
campaña como
generalísimo del ejército y
«Príncipe de la paz»,
pomposos títulos otorgados
a resultas de su actuación
en la guerra contra Francia.
muestra una caracterización
psicológica incisiva.

LA MAJA VESTIDA, (1800-1803)
RETRATO DE LA CONDESA
DE FERNÁN NÚÑEZ, H.1803
Oleo sobre lienzo, 217 x 137 cm
En los años 1790, Francisco de Goya se había convertido en un pintor de moda, cuyos retratos eran muy
solicitados, tanto por la aristocracia como por la alta burguesía madrileña.
María Vicenta Solís Lasso de Vega, Condesa de Fernán Nuñez (que también portaba el título de Duquesa de
Montellano y del Arco) está representada con 23 años, cinco después de su matrimonio con el Conde de Fernán
Nuñez. Según las fuentes, la pareja no fue feliz.
Como su marido el conde, ella también ha sido retratada al aire libre, en un paisaje de suave vegetación y cielo
velazqueño. Se recorta su figura teniendo como fondo un robusto árbol cuyo tronco inclinado dibuja una diagonal
y da profundidad a la pintura. Está la condesa directamente sentada sobre un saliente rocoso del suelo, lo cual
hace que su postura no sea muy afortunada y resulte un tanto forzada su actitud, tanto por la colocación de las
piernas, como por la disposición casi en ángulo recto de sus pies. Seguramente el pintor quiso imprimir a la figura
de la Fernán Núñez una aparente espontaneidad a juzgar por la expresión y la sonrisa de su rostro, un poco
irónica. A pesar de su postura, luce la dama un hermoso vestido negro ribeteado de cintas doradas y tornasoladas
en rojo. El cuerpo es amarillo ocre con adornos de puntillas de tono más claro y transparente, al igual que las
mangas largas que cubren sus brazos. Sobre el pecho, sostenido por gruesa cadena dorada, pende un gran
medallón rectangular que nos muestra un retrato masculino de perfil.
Goya se aleja claramente de la tradición velazqueña para acercarse a los ingleses contemporáneos, que
representan la figura al aire libre, en un paisaje identificable, lejos de los espacios cerrados preferidos del maestro
sevillano y su claroscuro.
Su postura, incómoda la fuerza a abrir las piernas, orientando sus pies en direcciones opuestas.. La actitud es
poco favorecedora, retenida, mira al espectador con la mano izquierda en la cadera, la derecha sujetando el
abanico cerrado. Lleva prendido al pecho un medallón cuadrado con la efigie de su esposo.
El pintor subraya voluntariamente el carácter de su modelo, como tenía costumbre hacer en esta época. La
representa como una maja a la manera de sus personajes de cartones para tapices. La figura, su ropa y rostro
están tratados de modo muy diferente al paisaje. Los primeros están pintados de manera detallada, y el paisaje
con grandes pinceladas.
RETRATO DEL CONDE DE
FERNÁN NÚÑEZ, H. 1803
Oleo sobre lienzo, 217 x 137 cm
En los años 1790, Francisco de Goya se había convertido en un pintor de moda, cuyos retratos eran muy
solicitados, tanto por la aristocracia como por la alta burguesía madrileña.
El cuadro fue realizado por el pintor al mismo tiempo que el de la esposa.
Don Carlos Gutiérrez de los Ríos y Sarmiento era el séptimo Conde de Fernán Núñez, que se convertiría en
duque el 24 de septiembre de 1817. Por su matrimonio con María Vicenta Solís Lasso de Vega, Duquesa de
Montellano y del Arco, estaba vinculado a la más alta nobleza española. Hijo de embajador y embajador de
España él mismo en Londres, desempeñó cargos diplomáticos importantes en el Congreso de Viena, en París y
Londres. Amante de la pompa y el boato, su gran habilidad diplomática le granjearía la simpatía y favor de
Fernando VII, que lo convertiría en duque. Falleció a los 43 años, de una caída de caballo.
Como en el retrato de la esposa, Goya se aleja de la tradición velazqueña para acercarse a los retratistas ingleses
contemporáneos. El carácter alegre y pícaro del conde es perfectamente captado en este uno de los mejores
retratos de Goya.
El retratado aparece de pie, de cuerpo entero ante un paisaje, elegante y con aire altivo y gallardo. Los ojos
mirando a la izquierda, a lo lejos. El rostro apuesto y juvenil del conde de 24 años aparece enmarcado por las
patillas y el sombrero bicornio. Los tonos negros y blancos son los dominantes en la composición.
El carácter alegre, simpático y jacarandoso del noble, lo capta Goya pintando uno de sus retratos más logrados,
haciendo destacar la elegancia, el estilo y el porte garboso del conde, imprimiéndole también toda la gracia y
picardía de un personaje popular. Lo sitúa ante un paisaje abierto de vegetación baja y luminosos celajes, que
hacen destacar la rotunda y erguida figura del personaje, que con una postura un tanto napoleónica y desafiante,
apoya con fuerza sobre el suelo sus pies casi en ángulo recto. Hay en la concepción de esta pintura un cierto
regusto velazqueño, pasado por el hábil tamiz de Goya. La figura, que se recorta ante nosotros con arrogancia, va
envuelta en una capa que le confiere un aire garboso y español, lleno de altivez. El pintor deja ver por la amplia
abertura de la capa, una pierna fuerte, rotunda y bien modelada, que enfunda en calzón blanco-cremoso y sirve
de contrapunto a los tonos negros de botas y capa. Muy hábil la disposición de las manos en gesto de sostener el
embozo, del cual surge la camisa y la elegante corbata blanca y sedosa que envuelve su cuello hasta la misma
barbilla. La cabeza es altiva y va cubierta con un gran sombrero negro adornado con un leve airón en tono oscuro.
LEOCADIA ZORRILLA (?),
1802
Óleo sobre lienzo; 82,5 x 58,5 cm
La obra pudo pertenecer a los herederos de Goya, pasando a manos de
Ramón Huerta, a quien le fue adquirida en 1866 por el Ministerio de Fomento
para el Museo de la Trinidad por trescientos escudos. Desde 1872 es
propiedad del Museo Nacional del Prado.
Existen dudas sobre la identificación de la retratada. Tradicionalmente se
pensaba en Josefa Bayeu, esposa del pintor, pero la fecha de realización de
la obra (1798 para autores como Sánchez Cantón, Salas, Gassier y Wilson)
no concuerda con su edad, unos cincuenta años, y aún menos si, por
algunos detalles de la indumentaria y el peinado, se retrasa su fecha de
ejecución a 1814-1816. Por ello, actualmente se piensa en Leocadia Zorrilla y
Galarza (Leocadia Weiss), la mujer que vivió con Goya desde la muerte de
Josefa (1812), y cuya edad se aviene mejor a la que representa la joven del
cuadro.
La figura, de medio cuerpo, aparece sentada en un sillón y recortada sobre
un fondo neutro muy oscuro, con una mantilla blanca transparente encima de
un traje con adornos dorados en las mangas, un abanico plegado también
dorado y guantes que le confieren cierta elegancia. Llama la atención el
rostro, que esboza una leve sonrisa, y el pelo recogido en un original peinado
trenzado con moño alto que se puso de moda hacia 1805.
RETRATO DE
ISABEL COBOS,
1805
Este hermosa joven retratada de medio cuerpo, con los brazos en jarras, vestida
con camisa blanca y mantilla negra, a la moda española del siglo XIX, tiene el
cabello castaño claro y los ojos verdes, su mirada, a diferencia de los retratos de
la época, no mira al espectador, sino que lo hace a la izquierda; la piel muy blanca
parece resplandecer y su porte declara una elegancia aristócratica.
Este deslumbrante retrato, que puede contemplarse en la National Gallery de
Londres, corresponde a doña Isabel Cobos de Porcel (Ronda, 1780) y fue pintado
por Goya en 1805. El pintor español estaba orgulloso de este trabajo tan poco
conocido para muchos.
La dama era esposa de Antonio Porcel Román, un liberal amigo de Jovellanos y
protegido de Godoy al que el pintor también retrató, el cuadro desapareció en un
incendio del Jockey Club de Buenos Aires en 1953. Él conoció en Madrid a Isabel
cuando estaba contaba con veinte años de edad, veinticinco años menos que
Antonio Porcel, el cual la tomó en matrimonio en segundas nupcias. Jovellanos le
pondría en contacto con Goya, que residía muy cerca del matrimonio.
Los retratos los realiza Goya como expresión de gratitud por la hospitalidad
recibida, seguramente en su casa de Granada.
BANDIDOS FUSILANDO A SUS
PRISIONEROS, CA. 1800 -
1810
Óleo sobre lienzo; 40 x 32 cm
Esta obra se puede relacionar con otros dos cuadros de la serie del Marqués de la
Romana: Bandido desnudando a una mujer y Bandido asesinando a una mujer.
Un grupo de bandidos asesina a unos hombres a los que han asaltado en un camino.
En medio de una gran confusión, una mujer vestida elegantemente, levanta los
brazos pidiendo clemencia mientras que a la derecha de la composición un hombre
con los ojos vendados vestido con una camisa blanca espera el disparo de otro que
encañona un arma. El resto de los asaltantes con pistolas amenazan a un hombre
tumbado en el suelo.
Goya ha pintado esta obra empleando capas de color finas y líquidas, como aguadas
transparentes, con pequeños toques de empastes y contornos dibujados en negro.
Esta manera de trabajar puede relacionarse con la forma en que lo hizo en los
dibujos del Álbum de Madrid o Álbum B realizado entre 1796 y 1797.
Existe una réplica de este cuadro que perteneció a Eissier en Viena y que fue
expuesta en esta ciudad en 1908 como proveniente de la Colección de la Romana de
Madrid.
Goya ha captado en esta obra el tema del bandidaje, una circunstancia con la que
debían convivir frecuentemente todos aquellos que viajaban. Se trata de una
cuestión abordada también en Asalto a una diligencia, en Asalto de bandidos y en la
serie de La captura del bandido Maragato. Si bien que en estos lienzos el aragonés
afronta el tema con realismo, lo hace de una forma aún más descarnada y veraz en
Bandidos fusilando a sus prisioneros.
La serie completa de once cuadros fue adquirida a Goya por el coleccionista
mallorquín don Juan de Salas, padre de Dionisia Salas y Boxadors, que estaba
casada con Pedro Caro y Sureda (Palma de Mallorca, 1761- Cartaxo, Portugal,
1811), III Marqués de La Romana.
LA GUERRA DE LA INDEPENCIA Y EL
REINADO DE FERNANDO VII
En 1808 le sorprende la Invasión Francesa. Ese año Carlos IV había abdicado en su hijo Fernando VII; los Borbones cedieron sus derechos a Napoleón; que posteriormente colocó en el trono de
España a su hermano José I. Fueron las abdicaciones de Bayona. Tratando de atraerse a la opinión ilustrada, en nuevo monarca publicó el Estatuto de Bayona, carta otorgada que concedía derechos
más allá del absolutismo. A pesar de las órdenes explicitas de Carlos IV instando a las autoridades del país a que prestaran obediencia al nuevo soberano, la mayor parte de los mismos se negaron a
obedecer. Esta laxitud de la familia real ante los acontecimientos que se estaban produciendo en España tuvo mucho con este cambio en la concepción histórica del poder; significaron una situación
de vacío de poder que desencadenó la quiebra de la monarquía del Antiguo Régimen en España.
El pueblo se sintió abandonado a los ejércitos de Napoleón con la huida de sus reyes; al tomar en sus manos la defensa del territorio nacional, se consideró legitimado para reivindicar y obtener una
posición destacada en las decisiones de gobierno. Producto de las muertes y miseria de la guerra contra Napoleón, Goya se conmovió dejando grandes cuadros. Obligado, ha de jurar obediencia a
José Bonaparte, pero con sus pinceles se libera de esta servidumbre. Con morbosa curiosidad y no exento de riesgo, acude a los escenarios bélicos y toma apuntes, que luego servirían de base a sus
lienzos y sobre todo a una nueva serie de gravados: Los Desastres de la Guerra. Si tiene que retratar a militares franceses, también representó a los patriotas.
Tras el Tratado de Valençay, 1813, Fernando VII se preparó para regresar a un país donde regían unos principios políticos contrarios a sus convicciones absolutistas. Entró en España el 22 de marzo
de 1814, el 12 de abril un grupo de diputados de cortes absolutistas le presentaron el conocido como Manifiesto de los Persas, en el que le reclamaban la vuelta al absolutismo, el 1 de mayo de 1814
finalmente el rey restableció el absolutismo. Si Goya había soportado con benevolencia a sus antiguos reyes, Carlos IV y María Luisa, a los que le unía una corriente de simpatía, no pudo soportar,
liberal como era, la arbitrariedad de Fernando VII. Los retratos que de éste hizo no son sino confesión del desprecio que hacia él sentía. El abismo se acentuaba, no sólo por este hecho, sino por los
avatares políticos de un siglo XIX agobiado por bandazos políticos, mezcla de libertad e intransigencia su aislamiento aumentó.
Los episodios de la Guerra de la Independencia y la posterior reacción absolutista dejaron en él una honda huella. Las obras de Goya de este período reflejan su actitud crítica y la plasmación de
escenas sociales y cotidianas de la época. No abandonó mientras tanto ni el retrato ni la pintura religiosa.
En 1823,tras el fracaso del Trienio Liberal, cuando de nuevo se restaura el absolutismo, Goya huye a Burdeos, so pretexto de ir a tomar las aguas a Plombiers (Francia), abandona su cargo de pintor
de cámara y se instala en Burdeos donde murió.
En este tiempo no cesa de realizar retratos, generalmente de emigrados como él. Pero pone en práctica una nueva variedad de gravado: la litografía. Con esa técnica realiza una nueva serie de
escenas taurinas. Las obras de su exilio a Burdeos son un precedente del Impresionismo.
Al desaparecer fuera de su patria, apenas si dio importancia al hecho. Los pintores franceses fueron sus primeros herederos. Desde la época del realismo, su estimación ha ido en aumento, y puede
decirse aparte de la cotización alta que alcanzan sus obras, su pintura se hizo precursora del Impresionismo, en pocos movimientos pictóricos contemporáneos su arte ha dejado de sentir su
influencia.
EL COLOSO, 1808-
1812
Óleo sobre lienzo: 116x105 cms
El cuadro se ha relacionado con unos poemas patrióticos de Juan Bautista Arriaza,
publicados en 1808, Profecía de los Pirineos, que describe como, de las montañas
fronterizas entre España y Francia, surgiría un gigante, genio protector del reino
hispano, que se opondría victorioso a los ejércitos del tirano Napoleón.
El enorme cuerpo del gigante ocupa el centro de la composición. Parece adoptar
una postura combativa a juzgar por la posición del brazo y el puño cerrado. El
cuadro fue pintado durante la Guerra de la Independencia Española, por lo que
podría simbolizar dicho enfrentamiento bélico.. Existió un cuadro de tamaño similar
y carácter también alegórico conocido como El águila que se hallaba en posesión
del hijo de Goya en 1836, lo cual probaría que Goya ideó cuadros de parecido
concepto al del Coloso.
La actitud del gigante ha sido objeto de varias interpretaciones. No se sabe si está
caminando o se asienta firme sobre sus piernas separadas. También es ambigua
su posición; podría estar tras las montañas o enterrado hasta más arriba de la
rodilla, lo que sucede en otros cuadros pertenecientes a las Pinturas negras, como
el Duelo a garrotazos. Tampoco aparecen las piernas del Saturno devorando a un
hijo e incluso aparece enterrado hasta el cuello, ¿o tras el terraplén? el Perro
semihundido. Por otro lado, el gigante podría tener, según interpretan algunos
comentaristas, los ojos cerrados, lo que podría representar la idea de violencia
ciega.
Contrastando con la erguida figura del gigante, aparecen en el valle diminutas
figuras de gentes del pueblo que al parecer huyen en todas direcciones, excepción
hecha de un asno que permanece quieto, lo cual podría simbolizar, según
menciona Luna, la incomprensión del fenómeno de la guerra.
EL AFILADOR, 1808-
1812
Óleo sobre lienzo, 68 cm × 50,5 cm
Goya tuvo durante la Guerra de la Independencia una especial atención en la pintura de personajes
populares para uso o agrado propio. Las obras La aguadera y El afilador mostraban además de lo
popular un cierto carácter bélico. En la primera, la mujer aguadera puede tener el significado de la
heroína femenina portadora de agua y vino para los combatientes, hecho bastante normal en las
contiendas de la época. El afilador se toma como símbolo de resistencia, encargado de tener los
cuchillos preparados, esta arma blanca fue muy utilizada por el pueblo llano contra la lucha de las
tropas napoleónicas. La toma de un punto de vista bajo por parte de Goya para la realización de
estas pinturas, como solía hacerlo en la representación de figuras religiosas,, simboliza la
idealización de los personajes con un aspecto monumental que acrecienta la luz intensa con que
están resaltados.
En esta obra Goya, es precursor de un cierto realismo que, un poco más tarde, fue realizado en
Francia con la elaboración de una pintura que ensalzaba el trabajo de las clases populares. El
personaje está representado en pleno trabajo, con el cuchillo, sobre la rueda, sujetado por ambas
manos, la postura del cuerpo es un poco inclinada hacia adelante y la pierna derecha apoyada
sobre la carretilla. El fondo es de un colorido neutro y totalmente liso, resalta el color blanco de la
camisa abierta y remangada que deja al descubierto parte del pecho y los brazos hasta los codos,
el resto de colorido son ocres y ligeras pinceladas de rojo en la rueda de afilar para dar la
sensación de rotación. El afilador parece mirar al espectador como si hubiera sido sorprendido en
pleno trabajo
Según la crítica de arte Juliet Wilson Bareau, esta obra junto con La aguadora, fueron pensadas
para su colocación en sobrepuertas de la propia casa madrileña del pintor.
A la muerte de Josefa Bayeu, mujer de Goya, en 1812, se realizó un inventario con las pinturas en
propiedad del maestro de Fuendetodos. Aparece El afilador valorado en 300 reales y catalogado
con el número 13. Con el mismo número que fueron marcadas las obras La aguadora y Las mozas
del cántaro
MAJAS AL BALCÓN, CA.
1808 - 1812
Óleo sobre lienzo
En esta atractiva pintura, dos bellas mujeres están sentadas en un balcón, apoyadas en la barandilla
férrea. Llevan suntuosos vestidos de tonalidades negras, blancas y doradas. Se cubren la cabeza con
mantilla, negra y blanca, respectivamente. Las calidades de los bordados y del encaje están ejecutadas de
manera soberbia, y resulta especialmente agraciado el detalle de la mantilla negra que cubre la frente y los
ojos de la muchacha de la izquierda, dejando que se transparenten. Están cuchicheando entre ellas
mientras dirigen su mirada al mismo punto, al espectador. Detrás de sus hermosas figuras se disponen dos
hombres de amenazante presencia, cubiertos con capa y chambergo negros.
El tema de la obra, que claramente hace referencia a asuntos de género y costumbre tan preciados por
Goya, no está del todo claro, a falta de documentos que avalen una hipótesis u otra. Las majas bien
podrían ser prostitutas, acompañadas por sus proxenetas, que salen a provocar al balcón para atraer a la
clientela. Por otra parte, aunque el atuendo que llevan es más propio de las gentes populares, podría
tratarse de dos mujeres de clase alta camufladas en esos trajes de maja, pero bien protegidas por la altura
del balcón y los maromos, que se divierten contemplando al pueblo llano. El artista solía tratar estos
asuntos con sarcasmo, criticando la sociedad de su tiempo. Esto ya lo había hecho en Los Caprichos, por
eso resulta curioso que vuelva sobre lo mismo. Quizás quiso hacer notar que, a pesar de la guerra, algunos
aspectos de la vida seguían desarrollándose con normalidad.
Esta bella composición, para la que se ha sugerido que Goya se fijara en Dos mujeres en una ventana
(National Gallery of Art, Washington) de Murillo, inspiró a Manet para su obra de 1868-1869 El balcón.
Además, existe una segunda versión atribuida a Goya, aunque no aceptada por todos los estudiosos.
El cuadro aparece en el inventario de la repartición de bienes que a la muerte de Josefa Bayeu se hizo
entre Goya y su hijo Javier en 1812, bajo el apunte: Dos cuadros de unas jóvenes al balcón con el n.º
veinte y cuatro en 400 [reales], siendo el otro el de Maja y celestina. Perteneció a Javier Goya, y a él se la
adquirió en 1825 el barón Isidore-Justin-Séverin Taylor para el rey de Francia Louise Philippe I de Orleans.
Así, estuvo en la Galerie Espagnole de Paris hasta que el monarca fue destronado, y se vendió después en
Christie's de Londres en 1853, por 70 libras (lote nº 352). Estuvo en la Galería Colnaghi, siendo adquirida
por el Duque de Montpensier, que la guardó en el palacio de San Telmo de Sevilla. Pasó a ser propiedad
del príncipe Antonio de Orleans, hijo del anterior propietario, en Sanlúcar de Barrameda, y en 1911 a la
Colección de Durand Ruel, en París. Fue adquirido por un antepasado del actual propietario.
EL ENTIERRO DE LA
SARDINA, 1812-14
Óleo sobre tabla; 82 x 60 cm
Sobre una tabla de caoba de origen tropical, en este caso reaprovechada de la puerta de un
mueble, Goya pintó una de las más aclamadas composiciones de su entera trayectoria profesional,
por su atractivo colorido y su significado enigmático.
Aunque el título más extendido de este lienzo sea El entierro de la sardina, no parece exactamente
representar eso, ya que en esa fiesta era habitual vestirse de negro, de curas y de viudas que
lloraban la muerte de la sardina, señal del fin del carnaval. Esta fiesta pagana, que se había
intentado suprimir precisamente por ser anticristiana, estaba vinculada con el mundo de la locura y
se celebraba con máscaras, también objeto de prohibiciones varias.
En el centro de la composición dos bellas mujeres con vestidos blancos y bonitas máscaras están
danzando alegremente. La parte de atrás de sus cabezas se cubre con una segunda máscara,
como ya hiciera Goya en alguna otra ocasión para demostrar la doble intención de las mujeres, por
ejemplo en el Capricho nº 2, El sí pronuncian y la mano alargan al primero que llega. Están
acompañadas por dos hombres, uno vestido con lo que parece un atuendo eclesiástico y el otro
enfundado en un mono negro y con una máscara de calavera con cuernos. A la izquierda hay dos
figuras inquietantes que amenazan a una de las bailarinas. Un hombre vestido de picador con su
pica en la mano parece estar a punto de atentar contra ella en un momento de enajenación. Cesare
Ripa en su Iconología decía que la Locura se representa a través de un hombre que lleva un
molinillo de niño. Quizás Goya, basándose en esto, ha creado su propia versión a la española
sustituyendo el molinillo por la pica, que parece haber sido arrebatada al pequeño picador que se
ve tras él. La segunda figura de aspecto malévolo se cubre con una piel de bestia negra, sus
manos son garras y lleva una máscara feroz, como de oso. Ripa relacionaba este animal con la Ira.
La pose de su cuerpo es la que adopta cualquier bestia en el momento inmediatamente anterior al
ataque. La bailarina está de espaldas a ellos y su cara refleja la felicidad de la ignorancia, mientras
su compañera acaba de darse cuenta del peligro. Algunos de los asistentes también parecen
advertir el fatídico drama que se avecina, y entre risas enmascaradas también encontramos gestos
de espanto y preocupación, como el de la pareja sentada en primer plano, que levantan los brazos
nerviosos, o el de la mujer cubierta de blanco a la derecha, que aprieta las manos contra su pecho.
Presidiendo la fiesta se eleva sobre la muchedumbre un estandarte con el rostro irónico y burlón del
dios Momo, siempre vinculado con el carnaval. Su expresión indica que disfruta con el espectáculo
de la sociedad irracional, que no ha sabido distinguir entre la diversión y la locura, y esto les ha
llevado a la tragedia.
EL LAZARILLO DE
TORMES, 1808-1812
Óleo sobre lienzo, 80 x 65 cm
Tradicionalmente se había identificado esta obra como la Curación del garrotillo, nombre con
el que se conocía la difteria, y que se creía podía curarse cauterizando la garganta. Pero la
mención a la novela picaresca de anónimo autor del siglo XVI en el inventario de bienes de
Goya corrigió la interpretación de la escena.
En un interior oscuro, alumbrado por las llamas de un fuego, encontramos a un hombre de
aspecto descuidado y a un muchacho vestido con harapos y medio desnudo. El hombre, con
los ojos cerrados, ha atrapado al muchacho entre sus piernas y mientras le sujeta fuertemente
la cabeza con la mano introduce sus dedos en la garganta. El chico refleja en el gesto de ojos
entornados la incomodidad de la situación y el dolor que siente. La imagen se corresponde
con el episodio de la novela en que el pícaro lazarillo ha sustituido la longaniza que el ciego le
ha dado para cocinarla por un nabo, y está siendo olfateado por su cruel amo para comprobar
si se la ha comido él.
Los personajes están representados con realismo, detallando sus atuendos pobres. Pero el
tema también es propicio para incluir ciertas dosis de comicidad e ironía, y así, los rasgos de
los protagonistas están algo caricaturizados. El escenario en el que se encuentran no precisa
ambientación alguna para que la acción resulte inteligible, por eso Goya tan solo ha incluido el
fuego y alguna línea que sugieren profundidad.
Durante la Guerra de la Independencia Goya realizó algunas obras a título personal. Entre
ellas se encuentra este lienzo, además de Majas en el balcón, Maja y celestina y
probablemente El Tiempo o Las viejas.
La obra le correspondió a Javier Goya en herencia al morir su madre, según indican el
inventario de 1812 (El lazarillo de Tormes con el n.º veinte y cinco en 100 [reales]) y la
inscripción con la "X" de Xavier, seguida del número, que aparece en el lienzo. El barón Taylor
se la compró en 1836 para el rey de Francia, Louise Philippe I de Orleáns. Estuvo en la
Galerie Espagnole y salió de Francia cuando el rey fue destronado. Se vendió en Christie's de
Londres en 1853, por 11,10 libras (lote nº 171). Lo compró después el duque de Montpensier,
hijo de Louise Philippe I y casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, que lo
legó al abogado de la familia, Caumartin, y en su poder está registrado en 1867. En 1902
estaba en la Colección Maugeau. Se vendió en Burdeos en 1923, siendo adquirido por el
Marqués de Amurrio, quien lo legó al doctor Gregorio Marañón. Pasó por descendencia a sus
propietarios actuales.

LA
FABRICACIÓN
DE
BALAS,
1810
-
1814
NI POR
ESAS
1810 - 1814
Aguada, Aguafuerte, Buril, Punta seca sobre
papel avitelado, 162 x 213 mm
Goya dedicó un buen número de las estampas
de la primera parte de la serie a mostrar
escenas en las que la población se muestra
como víctima inocente de los excesos de los
militares, y en particular las mujeres,
convertidas en objetivos de los abusos
sexuales de los invasores.
Aunque Los Desastres no siguen un orden
estricto, existe una estructura en la que es
posible apreciar cómo Goya aborda los temas
de un modo secuencial, aun cuando en
ocasiones aparecen intercaladas estampas de
diferente asunto. Una posible interpretación de
las reiteraciones y alteraciones puede estar en
la intención del autor de mostrar lo aleatorio de
la guerra, donde no se sabe qué va a pasar. La
representación de la violencia sobre las
mujeres es uno de esos temas a los que Goya
recurre con frecuencia en la primera parte de la
serie y que en ocasiones enlaza mediante sus
títulos. En muchas escenas, como la que ahora
comentamos, se sirve de una serie de recursos
plásticos que le ayudan a expresar estos
conceptos y a dirigir nuestra mirada hacia las
víctimas. Destaca el protagonismo de las
figuras femeninas dejándolas en blanco, sin
apenas líneas de aguafuerte, enfrentándolas a
otras intensamente grabadas y recortándolas
sobre fondos oscuros, como si de un
escenógrafo se tratase
EL DUQUE DE
WELLINGTON, (1812)
Óleo sobre tabla; 64 x 52 cm
Se trata de un retrato de medio cuerpo en el que lo que más llama la atención son las
condecoraciones que le penden del cuello y lleva prendidas en la casaca de militar. La banda
rosa y la estrella superior que lleva sobre la pechera pertenecen a la Orden del Baño; la
banda azul y la estrella inferior izquierda pertenecen a la Orden de la Torre y Espada de
Portugal; la estrella inferior derecha pertenece a la Orden de San Fernando y el Toisón de
Oro. Cuelga de su cuello el distintivo de la Orden del Toisón de Oro, que le fue concedida en
España en agosto de 1812.
El rostro, que está pintado con gran precisión, mira al espectador con inteligencia a la vez
que transmite serenidad.
Se aprecian las diferencias entre las pinceladas empastadas y llenas de pintura dadas al
cuerpo y condecoraciones del modelo y las realizadas en el rostro que son mucho más
precisas, delicadas y compactas.
Este lienzo, que se realizó como retrato privado para el efigiado y pudo servir de modelo para
el gran retrato ecuestre, perteneció al propio duque de Wellington. Pasó luego a Louisa
Catherine Caton, esposa del VII Duque de Leeds, perteneciendo a la colección de este último
hasta 1878. Fue vendido en Sotheby's, y adquirido por la National Gallery en junio de 1961.
En agosto, de ese año, fue robado del museo y recuperado en mayo de 1965.
El efigiado, Arthur Wellesley (1769–1852), I Duque de Wellington, participó en la Guerra de,la
Independencia española (1808–1814), derrotando y expulsando de la península ibérica a las
tropas napoleónicas. Durante su estancia en España posó para el maestro de Fuendetodos,
que lo representó de busto, con el pecho inundado de condecoraciones militares (varias de
ellas españolas, concedidas por sus méritos contra los franceses).
Este retrato no es, ni de lejos, la mejor de las obras de Goya, pero desde luego su historia
nos es tremendamente útil para hablar de cómo el arte no debería usarse como objeto de
protesta social (sí como medio).

LA
PROCESIÓN
DE
LOS
FLAGELANTES
(1812-1814)
FERNANDO VII, 1814
Oleo sobre lienzo, 207 x 140 cm.
A pesar de ser Goya Pintor de Cámara del rey, Fernando nunca encargó ningún retrato al aragonés ya
que consideraba su arte obsoleto, gustando más del Neoclasicismo de Vicente López. No por eso dejó
de pagar a Goya su correspondiente sueldo hasta su fallecimiento. El monarca sólo posó en una
ocasión para Goya y eso ocurrió en 1808, con motivo de la realización de un retrato ecuestre al poco
de ser coronado rey.
En dos sesiones, durante hora y media, el maestro captó los rasgos básicos de su rostro y luego los
repetiría en cada uno de los retratos que le encargaban, por eso el rostro siempre tiene la misma
posición, dando la impresión de que el monarca está disfrazado. Este es el motivo por el que se ha
considerado que el pintor intentó ridiculizar al rey, destacando los rasgos menos atractivos de su figura;
pero hay que advertir que Fernando VII era ya de por sí caricaturesco, sin necesidad de remarcarlo por
parte del artista. Su Majestad viste uniforme castrense de gala y porta la banda de la Orden de Carlos
III y el Toisón de Oro. Contra lo habitual, que era colocar el fondo neutro, el maestro nos deja ver un
campamento militar a dos niveles: en el primero están los caballos y en el segundo las tiendas de
campaña. Esta zona del fondo está trabajada con mayor soltura y fluidez en las pinceladas, mientras
que en la figura del rey se esmera algo más para mostrar algún detalle. Quizá la ironía del cuadro esté
en situar a Fernando VII en un campamento militar, cuando durante la Guerra de la Independencia
estuvo en un castillo francés dedicándose a hacer calceta y a tejer junto a su hermano Carlos María
Isidro y su tío Antonio Pascual, en lugar de encabezar la resistencia española contra Napoleón. El
lienzo se inscribe dentro de un grupo de pinturas con el mismo motivo atribuido al pintor y fechado tras
acabar la Guerra de la Independencia en 1814. El conjunto no fue un encargo hecho directamente por
Fernando VII, sino que, con toda probabilidad, fue solicitado por los responsables de determinados
organismos públicos e instituciones provinciales para que la imagen del monarca presidiera sus
respectivas sedes.
El rey, en estas representaciones, de cuerpo entero o de busto, aparece siempre con el mismo gesto,
mirando de frente, con el rostro de tres cuartos variándose los fondos y la indumentaria. La similitud
entre el retrato de la Academia y algunas de estas pinturas ha llevado a pensar que tal vez se utilizó
para todos el mismo boceto, aunque, en alguna ocasión, también se ha mencionado, como fuente, un
dibujo conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid donde el rey mira hacia la izquierda y se le
representa más joven .

EL
2
DE
MAYO
DE
1808,
1814
LOS FUSILAMIENTOS
DEL TRES DE MAYO,
1814
Tras la revuelta popular contra el Ejército
francés del 2 de mayo, se sucedieron los
fusilamientos sumarios, al amanecer del
día 3, en la montaña de Príncipe Pio, a las
afueras de Madrid. Goya y su criado
Trucho se dirigieron a la proximidad del
Manzanares, donde el artista tomó
apuntes.
Hay una premeditada ejecución, una de
aquellas de que el invasor se servía para
amedrentar a los españoles.
Denuncia la crueldad, el horror y la
barbarie de la guerra, lejos del tratamiento
heroico y grandilocuente de la pintura de
historia de otras épocas; es como el
reportaje de un reportero fotográfico que
utiliza su objetivo. Para denunciar las
atrocidades de la guerra El centro lumínico
del cuadro está ocupado por uno de los
patriotas que, arrodillado desafía a la
muerte ofreciendo su pecho a las balas.
Su postura es la de Cristo en el Calvario,
una relación iconográfica que Goya se
encarga de resaltar provocando sombras
en sus manos de modo que paree tener
las llagas de Cristo en la cruz.
Frente a la actitud de los soldados
franceses, que tan rígidamente obedecen
la orden ( se dirían soldados de plomo),
vemos la actitud de protesta de las
victimas. No hay retórica en su conducta.
RETRATO DEL
GENERAL PALAFOX,
1814
Óleo sobre lienzo; 248 x 224 cm
José Rebolledo de Palafox y Melci nació en Zaragoza en 1776. Con diecisiete años
entró en el Real Cuerpo de Guardia de Corps. Llegó pronto a ocupar el cargo de
brigadier de los Reales Ejércitos. En 1808 fue nombrado Capitán General de
Zaragoza. Héroe de la guerra de la Independencia, defendió la ciudad de Zaragoza
frente al ataque francés.
Este lienzo, que se sabe que fue pintado después de la Guerra de la Independencia
gracias a la inscripción, fue realizado en el mismo año que otras dos obras
importantes dentro de la trayectoria del pintor, el Dos y el Tres de Mayo.
El Maestro de Fuendetodos, que siempre afirmaba que la realización de un retrato
ecuestre era de lo más difícil que se le podía pedir a un pintor, se apartó en este
caso de los modelos velazqueños que ya utilizó anteriormente para dotar de un
dinamismo y movimiento especial que no tenían por ejemplo los retratos ecuestres
de María Luisa o el de Carlos IV. En este lienzo da la sensación que el modelo no se
detiene para posar y que ha sido captado en el momento de dirigirse hacia el campo
de batalla, con gran ímpetu y valentía y sosteniendo el sable energéticamente con la
mano derecha.
Viste uniforme militar con casaca en la que Goya pintó las charreteras y
condecoraciones con una pincelada poco precisa y matizada.
Existe en una colección particular de Londres un retrato de busto de Palafox (76 x 52
cm) que se ha considerado preparatorio para el ecuestre.
Posiblemente este lienzo fue un encargo del general Palafox a Goya. En una carta
del pintor al general escrita el 4 de enero de 1815, Goya dice haber terminado
satisfactoriamente el retrato.
Sin embargo, parece ser que todavía en el año 1831, el cuadro se encontraba en
posesión de Javier Goya, hijo del pintor, quien ese año escribió una carta al general
ofreciéndole el lienzo. Finalmente, Palafox compró su retrato.
RETRATO DE MARIANO
GOYA, 1813-1815.
Óleo y Tabla; 59 centímetros x 47 centímetros
Durante su carrera, Goya pintó numerosas escenas religiosas y de género con figuras de niños
y querubines, así como una veintena de retratos infantiles. Estas obras se distinguen por la
calidad y la especial atención al detalle, así como por una expresión de ternura y sinceridad
Goya enfatizó la pureza y la inocencia de los niños, en contraste con el pintor barroco Murillo,
que se centraba en la picaresca Este retrato de Mariano es uno de los mejores retratos
infantiles realizados por el artista. Refleja la vitalidad de su amado nieto con gran naturalidad El
niño del retrato tiene entre siete y nueve años, por lo que el cuadro está fechado en 1813-1815
el periodo de posguerra en España. Para el pintor, fue una época de incertidumbre y temor a
represalias por sus supuestas simpatías y colaboraciones con los franceses
Es el segundo retrato de Mariano pintado por su abuelo. Goya lo presenta de medio cuerpo
sobre un fondo neutro gris, en la pose de un pequeño aristócrata Mariano está sentado en una
silla con una partitura abierta frente a él, lo que puede indicar un interés por la música. La mano
izquierda se apoya en la cintura en un gesto gracioso de autoconfianza, mientras que la mano
derecha sostiene un papel enrollado, que parece mover como una batuta al ritmo de la partitura
Está vestido con atuendo de adulto: lleva chaqueta negra, posiblemente de terciopelo, con el
cuello ancho de la camisa de encaje blancoEl sombrero negro de copa alta parece quedarle un
poco grande, enmarcando los rasgos dulces y vivaces del rostro, en el que destacan los ojos
oscuros
La composición es elegante y de carácter íntimo La luz que brilla desde la izquierda esculpe el
agraciado rostro del niño, haciendo que sus ojos inteligentes parezcan más negros de lo que
realmente son. Goya utiliza una pincelada rápida, saltando detalles, para concentrarse en la
figura del nieto. El delicado cuello de encaje fue pintado con la punta del pincel , y aplicó
empaste en la cara en algunos lugares . Los colores son frescos y limpios, y su efecto plástico.
En el reverso del cuadro, prueba del afecto y complicidad entre abuelo y nieto, el artista
escribió: "Goya a su nieto"
EL DUQUE DE SAN
CARLOS, 1815
237 x 153 cm, Óleo sobre lienzo
José Miguel de Carvajal, Vargas y Manrique (Lima, 1771 - París, 1828), Duque de San Carlos, Conde de
Castillejo y del Puerto, estuvo vinculado a Fernando VII cuando éste era aún Príncipe de Asturias. Fue entonces
su ayudante y estuvo a su lado en el motín de Aranjuez contra Godoy y en la conspiración del Escorial. Se
convirtió en Mayordomo de Palacio cuando Fernando VI tomó el poder, y secretario de Estado cuando regresaron
a España en 1814. Los favores del monarca lo convertirían además en Director Perpetuo del Banco de España y
Director de la Real Academia Española.
En el retrato de Goya aparece visto de cuerpo entero, con traje militar de color negro entorchado, medias
blancas, un vistoso fajín rojo a la cintura y numerosas condecoraciones pendiendo de la casaca: el Toisón de Oro,
la banda y la insignia de la Orden de Carlos III y otras medallas. Con su brazo derecho sostiene el sombrero y
una carta en la mano, mientras que la izquierda, más separada del cuerpo, se apoya sobre un bastón de mando,
que otorga a la pose del duque un aire distinguido.
Es el rostro la parte mejor conseguida de la obra, realizado a partir de un estudio del natural que se conserva en
una colección privada de Madrid. De hecho, son visibles en el lienzo, bajo la cabeza, las marcas de lápiz que
Goya realizó para dibujar la cuadrícula que empleó en el traslado del busto del estudio a la obra definitiva. El
gesto de los ojos algo contraídos, forzando la mirada como si estuviera enfocando para ver bien, hace referencia
a la cortedad de vista del duque. Su miopía incluso le provocó la pérdida de su puesto como Secretario de
Estado, o eso alegó su querido Fernando VII para incorporarlo después a cargos diplomáticos en el extranjero. El
rostro, visto de perfil, disimulaba este defecto y otros propios de su no muy agraciado físico, como la saliente
mandíbula inferior o la nariz aguileña, que Goya plasmó de forma atenuada dentro del dominante realismo. El
punto de vista bajo que monumentaliza la figura, la noble pose y el elegante acabado de los detalles del atuendo,
hacen de este retrato un claro agradecimiento por parte de Goya al modelo, que intercedió en su favor para
exonerarle de las sospechas inquisitoriales
Además, hizo alarde de un gran virtuosismo técnico en la recreación de los entorchados, de las condecoraciones
y de las calidades de las telas por medio de toques rápidos y luminosos, empastes y frotados que la vista del
espectador se encarga de fundir desde la distancia, en efectos pre-impresionistas..
AUTORRETRATO,
1815
Óleo sobre lienzo, 45,8 x 35,6 cm
Fechado en 1815, según aparece en la incisión de mano de Goya sobre la pintura aún fresca, es
retrato de medio cuerpo, de carácter oficial, en el que el artista viste una bata de terciopelo rojo
oscuro, similar a las de los pintores en varios autorretratos o retratos de ellos de fines del siglo
XVIII y principios del XIX, sobre la que contrasta la camisa blanquísima; ambas fueron pintadas
con toques más elaborados. Esa técnica, a la manera de la pintura veneciana, acentúa la piel
suave, algo flácida ya, del rostro, que necesita poca luz externa para destacar en el “aire
ambiente”, casi velazqueño. La firma de Goya en esta obra, presentándose como Pintor Aragonés,
podría indicar que se destinaba a una institución, como una de las academias de Bellas Artes, de
Madrid o de Zaragoza. En ese sentido, una variante de este retrato, que se fecha asimismo en
1815, fue regalada por Javier Goya en 1829 a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El
retrato del Prado es casi con seguridad el registrado con el número 25 (Retrato de Goya, firmado
1815, busto) en el inventario realizado por el pintor Antonio Brugada, redactado después de su
regreso a España en 1834, años después de la muerte de Goya, lo que invalidaría que el
mencionado en el inventario fuera el que ya se había entregado a la Academia en 1829.
Se evoca una ilusión tormentosa, romántica en ese espacio neutro, como orlando la cabeza y el
revuelto peinado del genio. Se pueden hacer analogías tanto con las figuras de pesadilla que
surgen de su figura del grabado número 43 de la serie de Los caprichos, el conocido «El sueño de
la razón produce monstruos» (sobre todo en sus dibujos preparatorios), o en el autorretrato a la
tinta china y aguada de hacia 1800, en que barba y patillas se unen con una media melena
revuelta.
La apostura de seguridad y la mirada firme que caracteriza a la mayor parte de los autorretratos
goyescos, se atenúan en esta obra tardía con un gesto de ternura, serena reflexión interior e
incluso aspecto de vulnerable humanidad. No hay ya los aditamentos habituales: parte de un
lienzo, la mirada a un eventual modelo, atuendo elegante o deseo de mostrar su personalidad y
capacidad como artista y quizá, como intelectual. Es solo un hombre, al final de su vida, y se
muestra tal cual es; como cualquier otro semejante.

CORRIDA
DE
TOROS,
C.
1814
-
1816
4.- CAPEAN OTRO
ENCERRADO,
1814 - 1816
Aguafuerte, aguatinta, punta
seca, buril y bruñidor, 246 x
354 mm
La estampa forma parte del
subgrupo, dentro del grupo de
escenas “históricas” de la
Tauromaquia (nº 1-11),
dedicado al toreo de los moros
(nº 3-8 y 17), aunque Goya
pudo inspirarse en corridas
celebradas en Madrid en
época de José Bonaparte en
las que participaron soldados
mamelucos (musulmanes
egipcios que formaban parte
de los ejércitos napoleónicos).
En esta ocasión, a diferencia
de las anteriores, la escena se
desarrolla en un recinto
cerrado por una barrera de
madera a modo de primitivo
ruedo al que se asoman
algunos espectadores
trabajados de manera
sumaria. El toro, de aspecto
enérgico y nervioso, se sitúa
en primer plano, de espaldas
al espectador, y los tres
hombres se disponen en
distintos planos y en diagonal.

EL
TRIBUNAL
DE
LA
INQUISICIÓN,
1812-1819

CASA
DE
LOCOS,
1812-1819
LA COMUNIÓN DE SAN
JOSE DE CALASANZ, 1819
Óleo sobre lienzo, 250x180 cms.
Pintado en 1819 para las Escuelas Pías de la Iglesia del Colegio de San Antonio Abad de Madrid,
con destino al altar de la anexa Iglesia de San Antón una de una de las capillas laterales.
Actualmente se encuentra en la Comunidad de la Residencia Calasanz que tienen los Padres
Escolapios en la calle de Gaztambide, en Madrid. Su actual titularidad es del Colegio Calasancio de
Madrid.
Al entregar el lienzo Goya devolvió 6.000 de los ocho mil reales que había recibido como adelanto
junto con otra obra titulada Cristo en el huerto de los olivos, acompañado de una nota en la que
decía hacerlo por hacer algo para «su paisano» José de Calasanz. Cabe mencionar que en las
Escuelas Pías fundadas por este pedagogo recibió Goya sus primeras letras.
El cuadro muestra a José de Calasanz comulgando por última vez a los noventa y un años en la
iglesia de San Pantaleón de Roma. El santo, con rostro de moribundo, recibe la sagrada forma
arrodillado sobre una almohada colorada, e iluminado por un rayo de luz divina, impregnando el
oscuro cuadro de una tensión piadosa y mística.
Diríase un cuadro del Siglo de Oro, tal es la sincera emoción, el recogimiento, favorecido por la
oscuridad de la escena, alumbrada por una luz bajada de lo alto. Asombra ver la versatilidad de un
Goya que había hecho de la naturaleza eje de su arte y que ha terminado por apartarse plenamente
de ella. Si bien los cambios desde la sociedad de los Austrias a la de los primeros años del siglo XIX
ha dado un giro radical, sobre todo tras la difusión de las ideas de la Revolución francesa.
La obra muestra un fervor real, pero la trascendencia religiosa que el arte tenía ya no es posible. Lo
humano es lo que ahora da sentido a la iconografía religiosa: la agonía del anciano fundador, la
actitud piadosa de las figuras que lo rodean, el recogimiento, la cercanía de la muerte.
El fondo negro y la paleta muy oscura (apenas zonas de rojo, amarillo y carnaciones) en contraste
con el hábito blanco del sacerdote, están en consonancia con las Pinturas negras que inició por
estas fechas.
Se conserva en el Museo Bonnat de Bayona (Francia) un boceto preparatorio de factura muy libre y
enérgica, bosquejo de cromatismo ocre, gris y negro, que dice algo de la paleta que el pintor prefería
por estas fechas.
LA FRAGUA,
1819
Pintura al óleo, 181,6 cm × 125 cm
La ausencia de encargos oficiales durante la Restauración absolutista en España,
permite que Goya desarrolle su ingenio pictórico como nunca. En este cuadro se ve
una pequeña metáfora, en la que los herreros son el pueblo español y el hierro el
ejército francés. Tiene ciertos ecos de Rembrandt y Velázquez
En esta escena de género vemos a tres hombres trabajando en la fragua. Están
agrupados en torno al fuego. Uno de ellos queda de espaldas al espectador, con los
brazos en alto blandiendo un martillo y dispuesto golpear la chapa candente sobre
el yunque. Un segundo está de frente, y el tercero, mayor que los otros dos, parece
realizar una labor que requiere menor esfuerzo físico. La pose de sus cuerpos en
tensión y los movimientos violentos otorgan a la escena un gran realismo. Es
probable que Goya tuviera la ocasión de observarla para poder captarla con ese
verismo. De hecho, existe un dibujo del Álbum F que repite la misma composición y
que podría haber sido realizado como un apunte del natural. Los atuendos de los
trabajadores contribuyen a aumentar el dramatismo dejando ver sus brazos
musculosos y el pecho al descubierto, señal del calor asfixiante que conlleva este
tipo de trabajo.
La paleta que Goya empleó en esta obra es bastante oscura. El uso del color negro
adelanta ya el período artístico de los últimos años de Goya.
Pintado posiblemente para la Quinta del Sordo. La obra perteneció a Javier Goya y
fue adquirida por el barón Taylor para la Galerie Espagnol de Louise Philippe I de
Orléans. Se vendió en Christie's de Londres en 1853 por 10 libras. Fue propiedad
de Henry Clay Frick, germen de la colección de la que hoy forma parte.
SATURNO DEVORANDO A
SU HIJO, 1819-1823
Óleo sobre revoco trasladado a lienzo; 146 cm × 83 cm
Saturno, el dios romano, quería gobernar solo. Había destronado a su padre y devorado a sus hijos para evitar sufrir
algún día su misma suerte. Aquí Saturno no devora a sus hijos, si no un frágil cuerpo femenino, probable evocación de
los apetitos sexuales del hombre. La figura era emblema alegórico del paso del tiempo,
Es una de las pinturas al óleo sobre revoco que formaron parte de la decoración de los muros de la casa que
Francisco de Goya adquirió en 1819, llamada la Quinta del Sordo. Por tanto, la obra pertenece a la serie de las
Pinturas negras de dicho artista.
Junto con el resto de ellas, fue copiada de revoco a lienzo a partir de 1874 por Salvador Martínez Cubells, como había
encargado el barón Émile d’Erlanger, un banquero francés de origen alemán, que tenía intención de venderlas en la
Exposición Universal de París de 1878. En 1881, d’Erlanger las cedió al Estado español, que las destinó al Museo del
Prado, donde se expusieron desde 1889.
El tema de Saturno está relacionado, según Freud, con la melancolía y la destrucción, y estos rasgos están presentes
en las Pinturas negras. Con expresión terrible, Goya nos sitúa ante el horror caníbal de las fauces abiertas, el gigante
avejentado y la masa informe del cuerpo sanguinolento del supuesto hijo.
El cuadro no solo alude al titán Crono, que inmutable gobierna el curso del tiempo, sino que también era el rector del
séptimo cielo y patrón de los septuagenarios, como lo era ya Goya.
El acto de comerse a un hijo se ha visto, desde el punto de vista del psicoanálisis, como una figuración de la
impotencia sexual, sobre todo si lo ponemos en relación con otra pintura mural que decoraba la estancia, Judit
matando a Holofernes, tema bíblico en el que la bella viuda judía Judit invita a un banquete libidinoso al viejo general
asirio Holofernes, entonces en guerra contra Israel y, tras emborracharlo, lo decapita.
La hija devorada, el segundo de los hijos que devora según la mitología, con un cuerpo ya adulto, ocupa el centro de la
composición Al igual que en la pintura de Judit y Holofernes, uno de los temas centrales es el del cuerpo humano
mutilado. No solo lo está el cuerpo atroz de la joven, sino también, mediante el encuadre escogido y la iluminación de
claroscuro extraordinariamente contrastada, las piernas del dios, sumidas a partir de la rodilla en la negrura, en un
vacío sentimental. [cita requerida] También podemos observar que la luz cae directamente sobre Saturno y su hija,
dejando totalmente en segundo plano al fondo que los rodea y resaltándose ellos mismos
Saturno ocupaba un lugar a la izquierda de la ventana, en el muro del lado este, opuesto a la entrada del comedor del
piso bajo de la Quinta del Sordo.

DUELO A GARROTAZOS, 1819-1823

DOS
VIEJOS
COMIENDO
SOPA,
1823
LA LECHERA DE
BURDEOS, H. 1827.
Óleo sobre lienzo, 68 cm × 74 cm.
Representa a una mujer, en una postura que parece indicar que va sentada en un
asno o una mula; abajo a la izquierda aparece un cántaro, sobre cuya panza aparece
incisa la firma de Goya. Todo ello ha hecho suponer que se trata de la
representación o recreación de una vendedora o repartidora de leche (según algunos
expertos, siguiendo una moda de recuperación de la pintura de género italiana del
siglo XVII).
Anuncia de modo inequívoco lo que sería el Impresionismo: los trazos sueltos, el
tratamiento de loa luz.
Por otra parte, el predominio de los tonos azulados romper también con el
academicismo.
La figura se ha considerado tradicionalmente como una lechera, subida a lomos de
una mula y transportando un cántaro rebosante de leche, seguía la tradición de las
figuras de oficios y profesiones, que se inició en el arte europeo con los primeros
ejemplos italianos de principios del siglo XVII. La primera mención del cuadro
aparece en una carta de Leocadia Zorrilla, compañera o ama de llaves de Goya en
Burdeos, que dirige en 1830 a Juan Bautista de Muguiro, banquero y comerciante
conocido del artista, ofreciéndole esta obra. Según decía Leocadia, Goya mismo le
había dicho que "no la tenía que dar menos de una onza" (Carta de L. Zorrilla a J. B.
Muguiro, 9.12.1829). No se sabe cómo el cuadro quedó en posesión de Leocadia y
su hija, ya que todas las pinturas, miniaturas, dibujos, estampas y otras pertenencias
de Goya fueron recogidas de inmediato por su hijo y único heredero Javier, que sólo
dejó a la madre y la hija "una cédula de 1000 francos y le queda a Ud. las ropas y
muebles“
La mujer representada en esta escena de género que bien podría tratarse de un
retrato, no ha sido identificada.. Lleva un pañuelo blanco en la cabeza cubriéndole
parte del cabello castaño, un chal de tonos azulados y pinceladas amarillas y
blancas cruzado en el pecho y una falda negra. Su figura se recorta sobre un cielo
de color azul verdoso con toques blancos. A su lado encontramos un cántaro
rebosante de blanca leche

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  • 2. INTRODUCCION Fue un pintor y grabador español. Es la figura culminante del arte español del siglo XVII. La suya no es una evolución estilística convencional; supero el tardo barroco y el rococó de su juventud pero no se incorporó de lleno al neoclasicismo imperante en Europa y España en las últimas décadas del siglo XVIII y comienzos del XIX, de hecho representa el polo opuesto del neoclasicismo academicista. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. Su estilo evolucionó desde el rococó, pasando por el neoclasicismo, hasta el prerromanticismo, siempre interpretados de una forma personal y original, y siempre con un rasgo subyacente de naturalismo, del reflejo de la realidad sin una visión idealista que la edulcore ni desvirtúe, donde es igualmente importante el mensaje ético. Para Goya la pintura es un vehículo de instrucción moral, no un simple objeto estético. No hubo género que Goya no tocará, algunos rehuidos por los pintores españoles, como la mitología. Ni técnicas, como el grabado, en sus diversas modalidades, pero preferentemente aguafuerte y litografía. E infatigable dibujante, cosa excepcional en España. Precoz, fecundo y tenaz, ya que se extingue sin conocer la pausa. Fiel a la época en cuanto representa a la sociedad como es, y a la vez contestatario, pues flagela sin piedad lo que no le gusta. En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo. Goya fue por delante de su tiempo creando obras llenas de personalidad, tanto en la pintura como el gravado, sin someterse a lo convencional. Abrió las puertas a una serie de movimientos que se desarrollarían en el Arte a lo largo del siglo XIX y comienzos del siglo XX; el arte goyesco supone, el comienzo de la pintura contemporánea y se considera precursor de las vanguardias del siglo XX: Es el precursor de la pintura Romántica por convertir a la masa anónima en protagonista del cuadro, por introducir el retrato psicológico, por el apasionamiento y exaltación de alguno de sus temas…, por el individualismo. Precursor de la pintura Impresionista por la técnica empleada, pincelada suelta y vibrante, en su segunda época. Precursor del Expresionismo por la caracterología de sus figuras en su segunda época, Pinturas Negras, en que se expresa el mundo interior. Se despreocupa de la forma para conseguir más expresividad. Precursor del Surrealismo por el reflejo del mundo del subconsciente (Pinturas Negras, Caprichos y Disparates). Precursor del Realismo por su exacerbado reflejo de la realidad en las escenas de sangre y dolor Goya como persona destaca por su talante liberal y patriota, su amor al pueblo y un cierto desprecio crítico hacia la aristocracia y la Corona. La crítica social supone para él una reflexión y punto de partida para construir una sociedad mejor, más justa y racional. Su obra pretende suscitar emociones y retratar la realidad más allá dela evidencia, lo que consiguió a través de la libertad total y del dominio absoluto de la materia. Utilizaba tanto el óleo como el fresco. La litografía, el dibujo o el aguafuerte.
  • 3. Tras el caos político y militar vivido en el siglo XVII, el siglo XVIII, no carente de conflictos, verá un notable desarrol lo en las artes y en las ciencias europeas de la mano de la Ilustración, un movimiento cultural caracterizado por la reafirmación del poder de la razón humana frente a la fe y la supers tición. Las antiguas estructuras sociales, basadas en el feudalismo y el vasallaje, sarán cuestionadas y acabarán por colapsar, al tiempo que, sobre todo en Inglaterra, se inicia la Revolución industrial y el despegue económico de Europa. Durante dicho siglo, la civilización europea occidental afianzará su predominio en el mundo, y extenderá su influenci a por todo el orbe. La sociedad española de la época estaba dividida en: A. Privilegiados: La nobleza conoció a lo largo de la época una evolución negativa, hasta el punto de que en los años finiseculares se pueden apreciar síntomas inequívocos de una inmediata decadencia. Esta evolución no fue producto de ataques exteriores al estamento, sino que derivó de causas intern as entre las que sobresalieron su propio descenso biológico y la concentración de riqueza y dignidades en un número reducido de linajes. Dentro de la nobleza existían grandes desigualdades que daban lugar a una auténtica jerarquía nobiliaria. B. No privilegiados: a) El ámbito rural: En la mayor parte del agro español imperaba el descontento ante situaciones insostenibles. Las causas eran distintas de unas regiones a otras. Ahora bien era en La Mancha, en Extremadura y, sobre todo, en Andalucía donde el modo de vida de los habitantes del campo presentaba las situaciones de injusticia y desigualdad más hirientes. b) El ámbito urbano: los comerciantes y artesanos eran a fin de siglo mas de 25.000 y entre ellos se distinguía una gran burguesía constituida por los comerciantes al por mayor, organizados en Consulados de Comercio, y una pequeña burguesía formada los mercaderes dedicados al comercio al por menor, con los Cuerpos Generales de Comercio como organismos vertebradores. Por último en las ciudades encontramos los marginados, pobres, vagos y delincuentes, de límites muy difusos entre ellos, que con frecuencia se confundían con los dedicados a actividades vergonzantes. Pero fue más que un pintor. Sus pinturas son un documento inapreciable de la historia del pueblo español. Pintó en mundo en q ue vivió. Su visión de ese mundo se formó con los dramáticos acontecimientos que se desarrollaban a escala mundial: la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas, la feroz lucha por la independencia nacional y el movimiento por la reforma liberal que siguió, un movimiento que fue burdamente aplastado por las fuerzas de la reacción. Para poner de m anifiesto su compromiso con el tiempo que le tocó vivir. Una sociedad inculta y atrasada tiene tendencia al oscurantismo, a abrazar la religión de manera excluyente y fanática y a cr eer cosas acientíficas, sin darse cuenta de la manipulación y opresión de las que es víctima.Tal era el caso de la España goyesca. La Inquisició aún estaba activa, incluso el propio pintor fue molestado por esta siniestra institución a causa de su Maja desnuda. CONTEXTO HISTÓRICO
  • 4. Goya es no sólo la figura culminante de la escuela española de su tiempo, la única de primera magnitud, sino un artista excep cional que abre las puertas de todo el arte moderno. Recoge la herencia de los grandes maestros naturalistas de la centuria anterior –Velázquez y Rembrant- y rompe con el academicismo y los influjos extranjeros que había en esta época en España. Estilo: cambia al compás de sus vivencias y pasa por etapas completamente distintas. Su formación es del barroco y pintó en e stilo Rococó y Neoclásico de la época, se expresa utilizando capas de pasta gruesas o finas y telas con tonos profundos enérgicos, superficies finas y nacradas; busca crear la magia, suscitar emociones y retratar la realidad Técnica: evoluciona desde una pincelada minuciosa y cuidada a la decidida y suelta, Frescos, gravados y dibujos. Temas: variados y abundantes, cartones para tapices, retratos, religiosos e históricos. Contrapuestos: festivos y alegres, tr ágicos, satíricos y burlescos. Realistas y objetivos y fantasías alucinantes. Captación psicológica: Profundo escrutador del trasfondo humano. Se enfrenta contra los vicios y pasiones de sus contemporáne os, con un fin moralizador o con implacable intención satírica. Su obra refleja el convulso período histórico en que vive. En sus obras de tema social, Goya ataca sistemáticamente los problemas económicos, sociales y políticos de España: los vicios del clero, la incultura de gran parte de la nobleza, la estúpida y bárbara represión inquisitorial, los excesos de la guerra y la violencia, la prostitución y la explotación de l a mujer, el oscurantismo y la superstición. En estos trabajos Goya se muestra como un hombre ilustrado, amante de las libertades y auténtico humanista. Méritos que permiten alzarlo hoy al puesto de honor de la fecunda Ilustración española, ganado con su pincel y con su incisiva pluma, a través de su obra plástica y de los acertados títulos y rótulos con que bautizó a sus creaciones gráficas. Su vida se desarrolló entre dos grandes épocas históricas: el Antiguo Régimen y el Régimen Liberal. Su obra es un documento f undamental de toda esa época crucial de la Historia de España: nos presenta el mundo feliz de Carlos III, la monarquía decadente de Carlos IV, la Guerra de la Independencia, la gran tragedia nacional española y su profunda división en dos mundos. Desde un punto de vista filosófico y moral, supone toda una crítica pesimista y dura del ser humano, sus ambiciones , su crue ldad y sus supersticiones. Este profundo carácter de su pintura ha hecho de ella una obra de significado universal. Su pintura pretende suscitar emociones y retratar la realidad más allá de la evidencia, lo que consiguió a través de la liber tad total y el absoluto dominio de la materia. Pese al paso de los años, la sensibilidad de Goya se mantiene muy próxima a la de nuestra época. Sus ideas y sus planteamient os artísticos continúan despertando interés. Por este motivo, no resulta extraño que ciertos aspectos de la vida del pintor hayan sido recreados en algunas propuestas artísti cas. . SU OBRA
  • 5. De los cuadros al óleo de Goya, casi la mitad están dedicados al retrato. Esto da idea del amplio abanico de relaciones del p intor, ya que casi todas las clases sociales de algún poder económico están representadas. Abarca desde los niños hasta los ancianos. El mismo se autorretrata con prodigalidad, y además da entrada a su familia. En cuanto al formato, el retrato de cuerpo entero es abundante, pero predomina el busto. Para su estudio de la sociedad española este capí tulo del retrato goyesco resulta importantísimo. El pintor atiende por encima de todo al sujeto, buscando el parecido físico y moral. A veces la representación espiritual del pe rsonaje se hace con particular crudeza, y no deja de sorprender esto cuanto se trata de la clase real. Pero eso indica la supremacía del pintor sobre el modelo. La comparación co n David alecciona en el sentido de la libertad del artista, cuando David se entregaba vanidosamente al halago. La realeza cuenta con un elevado número de lienzos. Piénsese en l a necesidad de que la imagen del gobernante se hallara en los principales lugares del país, comenzando por los de Carlos III. De el hijo de éste, Carlos IV, hay buena canti dad de retratos de las formas más variadas; Goya ve con simpatía a su rey, pese a su simpleza, pero agradecía su amor por las bellas artes. También menudea la figura de la reina Mar ía Luisa, a la fealdad de su rostro hay que añadir un cierto gesto de ordinariedad; pero hay retratos de auténtica majeza. Hay retratos individuales del otros miembros de la Familia Real. De Fernando VII exi ste menos provisión, ya que Goya abandonó voluntariamente su oficio de pintor de cámara; los hay de diversos tipos, de aquel ingrato personaje, cruel e insensato, ha dejado testimonios en que parece claro que Goya llegó hasta el intento de ridiculizar el modelo. Sigue en rango Don Manuel Godoy, primer ministro de la Corona . También retrato intelectuales y ministros, nobles, artistas contemporáneos (arquitectos, pintores, grabadores), militares, ilustres hombres públicos, eclesiásticos, tipos popul ares, actores y actrices, toreros. Destacan por su penetración psicológica, traspasa la apariencia para explorar el alma y mostrar simpatía o antipatía por el p ersonaje representado (subjetivismo) y lo que representa socialmente. Realista consumado, como prueba el retrato y la misma naturaleza muerta, el bodegón; y liberado por la imaginación, como los Caprichos y las Pinturas Negras. Partícipe de la ideología de su tiempo, monárquico en cuanto acepta la legalidad vigente pero librepensador como alimentado por las nuevas id eas emanadas desde Francia. Y por encima de todo, consecuente con su hado, con su espontaneidad y su espíritu de servicio, que le llevará fuera de España los últimos año s, porque así cree que podrá seguir siendo libre su pintura. EL RETRATO
  • 6. Si el arte es siempre un documento histórico, en el caso de Goya se potencia debido al afán premeditado de reflejar situacion es. La misma indumentaria de los personajes contribuye a ello. En la primera época se visten éstos conforme a la moda rococó. Llevan trajes lujosos y multicolores, muy c eñidos. Las damas lucen el tontillo o miriñaque y los hombres casacas y se cubren con pelucas postizas. Llegará liberadora la moda neoclásica, con sus trajes sueltos, sus descotes , el cabello suelto. Y los hombres lucirán pantalón largo, chaleco, levita con cola y sombrero de copa: el frac. Así se viste Europa entera. Pero a la vez hay un resurgir de la s tradiciones hispánicas, y al igual que los toros y los sainetes, la moda adopta formas castizas. Ellas llevarán peineta y mantilla, chaquetilla con hombreras y faja en la cintura. Son las majas. Como los majos se sujetarán el pelo con redecilla, exhibirán chaleco con alamares y hombreras, y una gran faja. De la mano de Goya asistiremos a las fiestas de la época ilustrada. El pueblo se divierte gozoso, en concertados bailes, jueg os, labores. Recoge el ambiente de las corridas de toros, las escenas de caza, los espectáculos religiosos. Todo esto aparece en sus cartones para tapices. Realmente es lo que pide la sociedad que gobierna (la misma Corte) y probablemente él mismo no ve de momento las cosas de otra manera. Pero el clarinazo de la Revolución Francesa le hace reflexi onar. Sus ideas filosóficas y políticas basculan a favor de los nuevos tiempos. Su misma enfermedad le inclina hacia un criticismo que sólo se fija en los defectos. Su costumbr ismo desde el último decenio del siglo XVIII abandona este conformismo, para buscar una mayor realidad en el dolor y la protesta. La misma multitud se pierde en el tumulto y la promiscuidad, y el pueblo se pudre en hospitales y manicomios. El arte de Goya toma partido por el desvalido; hay una intencionalidad político -social, mayormente valorable porque no responde a un encargo de intención. Este arte abre el camino a la caricatura social, difundida por la prensa. Como ejemplo humano, Goya ofrece el arquetipo de artista que sabe apurar sus posibilidades. No desdeña la realeza, la burgues ía, ni los placeres. Por eso su pintura traspira deliquios y exquisiteces. Pero su curiosidad anhelante le lleva a adentrarse en los manicomios, los hospitales de apestados, los juicios de la Inquisición, los cementerios. No ahorró ninguna experiencia, ni en el campo del placer ni en el del sufrimiento. Fue un hombre total y un artista completo. Solidario con su época. La fascinación de Goya por las distintas manifestaciones de la cultura popular es el precedente de una forma de realismo soci al que se reveló muy fecunda durante los siglos XIX y XX. El tono satírico y la voluntad documental de muchos de sus grabados reaparecen en las obras que realizó, a mediados del s iglo XIX, Honoré Daumier: este artista francés heredó de Goya tanto la fortaleza del dibujo (que, a menudo, rayaba lo caricaturesco) como el compromiso social. La obra de D aumier dio continuidad a una tendencia artística que desembocó, ya en el siglo XX, en el realismo crítico de los pintores alemanes Otto Dix y George Grosz y en la caricatura moderna. COSTUMBRISMO
  • 7. REINADOS DE CARLOS III Y CARLOS IV El reinado de Carlos III es la época del triunfo y la felicidad del artista. En ella dominan los temas amables, festivos y alegres de la vida popular madrileña; predominan los colores puros, rojos y grises; la factura acabada, el dibujo preciso y continuo. Goya nació en el pueblo aragonés de Fuendetodos, el 30 de marzo de 1746, Zaragoza. Hijo de un maestro dorador de retablos, los años iniciales transcurren en Zaragoza; recibió su formación en las Escuelas Pías de Zaragoza e inició con catorce años su formación artística, se formó en el taller de José Luzán. Tras un lento aprendizaje en su tierra natal, y en Madrid, en el ámbito estilístico del barroco tardío y las estampas devotas, viaja a Italia en 1770, donde estudio el barroco italiano y traba contacto con el incipiente neoclasicismo. Su formación pictórica se hizo dentro de la pintura tardo barroca y rococó, como ponen de manifiesto sus obras de juventud. En 1771 se haya en Zaragoza, interviniendo en la decoración de las bóvedas de El Pilar. Se casa en 1773 con Josefa Bayeu, hermana de los Bayeu (Francisco y Ramón), pintores de Carlos III lo que le abre las puertas de la Corte. Esto despierta en Goya el deseo de trabajar para esta, donde bajo la dirección de Mengs comienza a pintar cartones para la Real Fábrica de tapices. En 1775 recibe encargos de retratos. En 1780 desea entrar en la Academia de San Fernando, eligiéndosele por unanimidad.. Vuelve al Pilar, para pintar en las bóvedas con Ramón Bayeu. Como intentará corregirle Francisco Bayeu, rompe con éste y vuelve a Madrid. Empieza a concentrarse en el retrato, como vehículo para alcanzar el nombramiento de pintor de cámara. En 1786 es ya pintor del Rey. Es entonces cuando va a pintar obras llenas de optimismo. Se restablece su amistad con Francisco Bayeu. Las emociones falsas y la importancia, que los nobles dan a las apariencias son temas que Goya comenzó a tocar ahora y tocaría el resto de su vida. A partir de 1789 se inicia un giro político. A Carlos III le sucedió su hijo Carlos IV, su reinado estuvo mediatizado por la Revolución Francesa. Para evitar la entrada de las ideas revolucionarias en España, destituyó a sus ministros ilustrados y nombro primer ministro a Godoy, en política exterior apoyó a Napoleón. En 1792 Goya contrae una extraña enfermedad y se encontró totalmente sordo. Se opera un cambio profundo en su vida personal, se hace más observador y crítico, introvertido y malhumorado; el sufrimiento, una visión patética de la vida se instalan en su obra, la alegría desapareció lentamente de sus pinturas, que gana en profundidad, realismo, creatividad y originalidad. Los colores se tornaron más oscuros, con una creciente presencia del negro, la factura a base de manchas, el dibujo roto, los temas dramáticos o de una fantasía sombría, menos amables que los modelos que había pintado para la decoración de los palacios reales y su modo de pintar más libre y expresivo. Continuó su trabajo como artista en la Corte pero buscó inspiración en otras partes para hacer observaciones que las obras comisionas no permiten expresar la fantasía e invención sin límite. Rompió con el academicismo y trabajó con libertad e imaginación. Se inician sus relaciones amorosas con la Duquesa de Alba, que se hacen evidentes tras el fallecimiento, en 1796 del duque. Pero de otro lado en 1799 es nombrado pintor del rey, gozaba de la plena confianza de los monarcas. Inicia grandes retratos en los que se da una pincelada suelta, preocupación por la luz y un tratamiento espacial en los ropajes. La figura se recorta nítidamente sobre un fondo neutro, que puede ser la pared o un paisaje, y que es en verdad pura atmósfera, imposible de fijar anecdóticamente, salvo excepciones, donde el volumen viene dado por la transparencia de las ropas. En el retrato la pincelada suelta que sólo tímidamente aparecía en los cuadros primerizos es ahora el factor determinante y, sobre todo, su preocupación por la luz, preocupación quizá heredada de Velázquez, de quien tanto aprendió y al que consideraba su verdadero maestro. Su pintura libre se da en frescos y gravados. Comienzan sus visiones oníricas. A partir de su sordera se vuelca en el gravado, que le ofrece la ocasión de contactar con el público al poder multiplicar indefinidamente las copias de una estampa o lámina. Son una acusación contra la bestialidad y la maldad de los hombres; una crítica política y social donde condena los horrores de la guerra. Su plástica nos traslada a un mundo inverisímil, oculto en lo más recóndito de la mente humana. Son creaciones totalmente libres, donde rompe formalmente con los ideales neoclásicos de belleza. Como ilustrado hurga en las llagas más purulentas de la sociedad de su época, a la que critica ferozmente.
  • 8. ANIBAL CONTEMPLANDO ITALIA, 1770 Goya marchó a Italia, sufragándose el viaje por sus propios medios, en 1770 con el objeto de aprender de los grandes maestros italianos. En una de sus estancias en Parma, decide presentarse a un concurso cuyo tema era obligatorio y consistía en representar en un cuadro a «Annibale vincitore, che rimiro la prima volta dalle Alpi l'Italia» (Aníbal vencedor contemplando por primera vez Italia desde los Alpes). En efecto, el cuadro muestra a Aníbal erguido en actitud dinámica, girado el cuerpo hacia un ángel (o genio).
  • 9. SACRIFICIO A VESTA, 1771 Óleo sobre lienzo, 33 x 24 cm Sacrificio a Vesta tiene acentos de tipo rococó en el colorido, pero su composición es más bien clasicista. Encontramos la figura de un sacerdote celebrando el rito del fuego para invocar a Vesta, la diosa protectora de la familia y el calor del hogar. Le acompañan tres vestales, doncellas sacerdotisas encargadas de mantener el fuego en los templos dedicados a la diosa. La de la izquierda, vestida de blanco, está siendo iniciada y deberá permanecer virgen durante treinta años, renunciando así a una vida fecunda. Las figuras se encuentran al aire libre y están respaldadas por la presencia de una pirámide al fondo, que recuerda a la de Cayo Cestio. Se han encontrado similitudes en la composición de obras de otros autores y la que nos ocupa, como la terracota del escultor francés Alexis Loir, que pudo tomar como fuente de inspiración un dibujo de Jean Barbault (hoy en Albertina, Viena). Lo mismo sucede con el Sacrificio a Polixena de Domenico Corvi o el Sacrificio a Diana de Taddeus Kuntz, artista polaco que acogió en su casa de Roma a Goya. Este tipo de obras de pequeño tamaño estaban destinadas a la venta rápida. Seguramente Goya las realizaba para pagarse el sustento en Italia ya que no era beneficiario de ninguna beca de estudios. Por lo general respondían al gusto de la clientela que las adquiría, e incluso eran directamente encargadas por ellos. Aúnan rasgos que son el resultado de distintas corrientes encontradas en Roma al mismo tiempo. En el momento en que Goya visitaba la Ciudad Eterna también lo hacían los estudiantes franceses pensionados por la Académie de France (de ahí el influjo rococó). Estas cualidades foráneas han hecho dudar a algunos autores de la paternidad goyesca en esta obra y su supuesto "pendant", siendo ignoradas en algunas publicaciones cuando se abordaba el período italiano del maestro aragonés. A pesar de eso, la mayoría de los autores las han tenido en cuenta, sobre todo por la dificultad que habría supuesto falsificar una firma como la que aparece en el altar. Una manera de firmar que encaja perfectamente con las preferencias del maestro, quien supo introducir su firma de maneras insólitas en varias de sus obras, como dice Milicua. Estamos pues ante una obra y su supuesta pareja, que constituyen dos rarezas en la trayectoria de Goya, y al mismo tiempo suscitan un innegable interés.  Óleo sobre lienzo
  • 10. EL DESCENDIMIENTO DE CRISTO, 1772 Óleo sobre muro trasladado a lienzo, 155 x 112 cm. En la escena, que se sitúa a la entrada de una cueva, aparecen dos ángeles que han descendido a Cristo de la cruz y lo mantienen sobre el sudario. En la parte inferior izquierda se ve como María Magdalena, arrodillada, unge sus pies. En segundo plano, la Virgen, que apesumbrada apoya su cabeza en la mano, y San Juan que dirige sus plegarias hacia el cielo. En el ángulo inferior derecho se sitúa un cesto con un paño, y junto a él la cartela de la cruz y los clavos. El hecho de que sean unos ángeles, y no José de Arimatea y Nicodemo, los que entierren el cuerpo de Cristo, tiene antecedentes en la pintura italiana del siglo XVI. La composición copia con variantes un original del pintor francés Simón Vouet (1590-1649) ejecutado para Dominique Seguiré, limosnero mayor del rey y obispo de Meaux, con el fin de decorar la capilla de su palacio episcopal, a partir de una estampa de Pierre Daret de 1641. La exposición "Goya y Zaragoza (1746-1775). Sus raíces aragonesas" (Museo Goya. Colección Ibercaja, 2015) ha sugerido una modificación en la atribución de las pinturas del oratorio de los Condes de Sobradiel, excluyéndolas de la producción juvenil de Goya y proponiendo que su autoría se deba al pintor Diego Gutiérrez (Barbastro, Huesca, ca. 1740 - ¿Zaragoza, 1808?), tal y como se explica en los ensayos del catálogo de dicha exposición. Convertida en cuadro de caballete, fue adquirida por José Lázaro Galdiano en ese mismo año y ya consta en un inventario del Museo Lázaro Galdiano realizado en 1949-1950 por Emilio Camps Cazorla.
  • 12. SANTA BÁRBARA, H.1772 Óleo sobre lienzo, 97,2 x 78,5 cm La santa es una mártir cristiana del siglo III muy venerada en España y principalmente en Aragón. Este cuadro se realizó poco después de la llegada de Goya de su viaje a Italia, donde se inspiró en el arte grecorromano para emprender esta obra. Algunos detalles de la cabeza y del cuerpo fueron preparados por dibujos del Cuaderno italiano, puesto que Goya escribió en la página siguiente del cuaderno: 15 de septiembre de 1773, día de su enlace con Josefa Bayeu. Por lo que se deduce que sería realizada en torno a esa fecha, además de por su coincidencia estilística con Aula Dei (ca. 1774). Siendo el cuadro de fecha más temprana del artista en el Museo del Prado. La iconografía tradicional de la joven está integrada en la composición: su corona de princesa, así como la palma del martirio, la torre del fondo a la derecha donde fue encerrada por su padre, Dióscoro, para hacerla abjurar de su cristianismo y en la que ella abrió tres ventanas como símbolo de su firme creencia en la Trinidad, y su muerte, degollada por aquél, alcanzado a continuación por el rayo que terminó con su vida. Ha sido desde antiguo patrona de los militares, especialmente de los artilleros, y abogada contra las tormentas y los rayos, así como la santa que, invocada en la hora de la muerte, llegaba prestamente con la comunión. Las influencias evidentes se remontan a la estatuaria clásica y a la pintura del clasicismo romano del siglo XVII. Goya representa a la santa como una bellísima mujer de elevada posición social, como lo delatan sus ropas. En la mano derecha porta la Santa Custodia y en la izquierda la palma de su martirio. Al fondo aparece la torre de su cautividad y un rayo. A la izquierda el Ejército Real, del que la santa era patrona. Goya recorre el cuerpo de la santa creando un interesante ritmo acentuado por un gran foco de luz. La forma del lienzo es ovalada. Los rasgos de la santa se asemejan al estilo clasicista de las pinturas de la cartuja de Aula Dei (Zaragoza), así como a las de la bóveda del coreto del Pilar de Zaragoza. Claramente se evidencian las relaciones entre nuestra santa y la escultura clásica Juno Cesi, admirada por Miguel Ángel como la más bella obra de toda Roma, que Goya pudo ver en su viaje a Italia. De hecho, dibujó dicha cabeza en su Cuaderno italiano, donde también dibujó a la sanguina la misma figura de Santa Bárbara, lo que confirma la paternidad de Goya del óleo. La datación se avala por esa misma fuente.
  • 13. LA MUERTE DE SAN FRANCISCO JAVIER, CA. 1771 - 1774 Óleo sobre lienzo; 56 x 42 cm En esta dramática escena claramente dividida en dos partes, superior e inferior, asistimos a la muerte de San Francisco Javier en la isla china de Sancián en 1552, abandonado por los portugueses que solían ir allí para comerciar con los chinos. Al fondo se divisa su embarcación mientras el santo se aferra al crucifijo lígneo y expira bajo un improvisado refugio de palmas custodiado por dos querubines, protagonistas de la parte superior del lienzo. La obra está ejecutada con una pincelada rápida y ondulante; destacan el rostro y las manos por aparecer iluminados. Las superposiciones de claro sobre oscuro dan profundidad a la obra. El cuadro ingresó en el Museo de Zaragoza bajo el título Invención del cuerpo de Santiago, identificación errónea debido a la confusión que produce la capa de peregrino que lleva y a la concha que cuelga de su hombro. Sin embargo viste debajo el hábito de los jesuitas confirmando que pertenece a esta orden. En el Cuaderno italiano se encuentra un dibujo preparatorio para esta pintura, lo que avala su adjudicación a Goya, si bien el pintor hizo modificaciones a la idea primitiva. Por su procedencia común, sus idénticas medidas y por el parecido de los querubines esta obra forma pareja con Virgen del Pilar. La composición está resuelta a base de amplias manchas de color dentro de una equilibrada combinación cromática. Destaca el volumen del cuerpo trazado de forma muy esquemática, lo que contrasta con el tratamiento que reciben el rostro, las manos e incluso los pies del santo. Una luz cenital, desde lo alto, le ilumina la cabeza y las manos. Sobre esa luz, que parece irradiar de él mismo, se recorta el crucifijo perfilado por un levísimo trazo blanco que define el lado iluminado y que deja la cara posterior, la que nosotros vemos, en sombra. Toda la fuerza expresiva se logra gracias a un detallado modelado que se centra en las manos aferradas al crucifijo y en el rostro, demacrado por la enfermedad pero sereno y expectante. La devoción familiar al santo jesuita viene sin duda alguna refrendada por la onomástica que se recoge en la secuencia genealógica familiar de Goya. El nombre de Francisco y Francisca es habitual en la rama de los Lucientes. Se conoce la existencia de una tía materna del pintor con este nombre así como un Francisco Lucientes; ambos ingresan en 1764 en la Casa de Locos dependiente del Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. La tradición se mantiene con el propio Goya, que recibe los nombres de Francisco José por su madrina de bautismo, Francisca de Grasa, y por su padre José Goya respectivamente; y con su hijo menor, y el único que le sobrevivió, Francisco Javier Goya Bayeu.
  • 14. LA VIRGEN DEL PILAR, H. 1771-1774 Óleo sobre lienzo; 56 cm × 42 cm Junto a Triple generación y Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago es uno de los cuadros más valorados y apreciados entre los primeros cuadros de Goya. Ello no obsta para que, en torno a La Virgen del Pilar se hayan generado dudas sobre su fecha de realización. Con seguridad fue pintada en la etapa juvenil del pintor, hacia 1772-75, tras regresar de su viaje a Italia (1771) y poco antes de ir a Madrid (1775). La cronología apuntada se afirma por el dibujo a lápiz negro que se conserva en la página 134 del “Cuaderno italiano” (conservado en el Museo del Prado) realizado en su estancia en Italia que contiene una serie de dibujos, anotaciones y datos biográficos que el pintor realizó en su viaje a Italia. Junto a La muerte de San Francisco Javier fue adquirido por el Museo de Zaragoza en 1926, por 6.000 pesetas, pagadas en doce tandas de 500 pesetas; la persona que lo vendió al Museo era descendiente directo del tío del pintor. La compra fue aprobada en sesión del 11 de noviembre de 1925 por el presidente del organismo, Mariano Pano. Así se esperaba conmemorar el primer centenario de la muerte de Goya, que ocurrió en 1928, para lo que se organizó la exposición Obras de Goya y de obgetos [sic] que recuerdan las manufacturas artísticas de su época. Es un cuadro muy luminoso, casi eco de las obras de Bartolomé Esteban Murillo. Los ángeles que rodean a la Virgen poseen paños de colores azul y rojo, y llevan en sus manos palmas de martirio, característico tratamiento de Goya a los ángeles. La Virgen está rodeada de un haz de luz, y en sus brazos lleva al Niño, que muestra una actitud muy realista. Guarda gran similitud con las obras de la Cartuja del Aula Dei y las del Coreto del Pilar, así como un antecedente de la Regina Martirum. La obra es de gran sencillez, ya que en realidad es una pintura de devoción realizada para su familia materna El pintor tenía gran devoción a la Virgen, algo común en Aragón, por lo que esta pintura está hecha casi para veneración personal, aunque en su tiempo tuvo gran trascendencia. Estamos ante una obra muy abocetada y de vivo colorido, en cuyo centro de la composición se encuentra la Virgen sobre el sagrado pilar, rodeada de una corte de querubines, y sosteniendo al Niño en su brazo izquierdo. Los rasgos de los angelitos están realizados a punta de pincel, destacando también la fina encarnación de los mismos.
  • 15. BAILE A ORILLAS DEL MANZANARES, 1777 Óleo sobre lienzo, 272 x 295 cm Cartón para tapiz con la representación de una escena popular de majos y majas bailando unas seguidillas, baile popular de la región de Castilla la Nueva y de Madrid, menos movido que el famoso fandango. La vista de las orillas del río Manzanares refleja con fidelidad, en el primer término, la zona del puente de los Pontones, y según Goya "a lo lexos se ve un poco de Madrid por San Francisco". Se conservan dibujos de las orillas del Manzanares en el Cuaderno italiano de Goya, y un dibujo del natural para el majo batiendo palmas . La composición se asemeja a la de La merienda, cartón cuyo tapiz hacía pareja con éste, ya que sus medidas son muy semejantes. Se trata de un paisaje estructurado a base de desniveles del terreno, donde se distribuyen los personajes. El río Manzanares actúa como eje horizontal que separa dos planos. En el más cercano dos majos y dos majas bailan una seguidilla, mientras otras personas tocan instrumentos o acompañan el compás con sus manos. El tapiz resultante de este cartón estaba destinado a colgar en uno de los paños de los muros laterales del comedor de los príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el Palacio de El Pardo en Madrid. La serie de la que forma parte se componía de diez tapices de asuntos "campestres“, siendo su composición ya en estos años de invención del propio Goya, como consta en los documentos relativos al encargo. Cartón realizado por la propia invención de Goya, aspecto que él mismo subraya en repetidas ocasiones en las facturas de esta primera serie de cartones realizada de manera independiente, para desmarcarse de la influencia de Francisco Bayeu. En la manera de pintar se advierte una pincelada más fluida y el colorido es más brillante; Goya va encontrando su estilo personal.
  • 16. EL QUITASOL, O PARASOL, 1776-1778 Óleo sobre lienzo, 104 x 152 cm. Cartón para tapiz cuyo motivo principal es una elegante joven, a la que un majo protege del sol con una sombrilla o quitasol. Pudo tener como modelo una obra del pintor francés Jean Ranc, Vertumno y Pomona, ahora en el Musée Fabre, de Montpellier, aunque Goya transformó el asunto mitológico en una escena de la vida moderna. La vista en perspectiva de abajo arriba, y su formato, indican que estaba destinado a decorar una sobreventana. El tapiz resultante de este cartón colgaba en el comedor de los príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el Palacio de El Pardo en Madrid. La serie de la que forma parte se componía de diez tapices de asuntos "campestres"
  • 17. EL CACHARRERO, 1779 Óleo sobre lienzo, 259 x 220 cm El tema entra dentro del pintoresquismo, tradicional en los tapices, que pretende captar la realidad cotidiana. Preocupación, muy propia de la Ilustración, por las costumbres y fiestas populares. El cacharrero es una escena compleja, que presenta la vida en la ciudad, de apariencia callejera y cotidiana. Un cacharrero valenciano, por su atuendo característico, ha distribuido su mercancía en el suelo, que vende a dos jóvenes y una vieja. Al fondo, una carroza pasa rápida, con una elegante dama en su interior, a la que miran dos caballeros sentados de espaldas. Bajo el aspecto de una bulliciosa escena de mercado se esconde otra de deseos insatisfechos: las jóvenes ante el vendedor ansían sus bellos cacharros de loza, símbolo de la fragilidad femenina, mientras que los caballeros sentados sobre la paja, símbolo de la vanidad de las cosas, dirigen su mirada a la aristocrática dama que pasa veloz en su carroza. El mundo noble se materializa en el retrato de la dama que dirige su mirada melancólica al exterior desde su adornado carruaje, mientras ella es observada por dos caballeros desde fuera. La mujer está ejecutada con una técnica pictórica más suelta, y por estar enmarcada en la ventana, siendo objeto de admiración de los petimetres. Se ha querido ver en ella la misma persona que aparece en el cuadro del vendedor de viejo que el connaisseur analiza en su cartón compañero, La feria de Madrid. Cabe destacar la habilidad de Goya en los bodegones, tal y como se aprecia en los cacharros que están sobre el suelo y los que manipulan las mujeres, entre los que se ha identificado cerámica de Alcora, codiciada entonces como objeto de lujo.
  • 18. BAUTISMO DE CRISTO, 1775-1780 Óleo sobre lienzo, 45 x 39 cm En la pintura se representa al santo que le daba el nombre de pila al supuesto mecenas de la obra. La imagen respira un misticismo que se aleja de los toques rococó de sus obras anteriores, para beber del estilo italianizante que Goya aprendió en su viaje, evidente en el tratamiento escultórico de ambas figuras que les confiere una potencia plástica muy acentuada. Los dos hombres se cubren con paños empastados y se colocan sobre el fondo negro tan solo iluminado por el haz de luz que emana del Espíritu Santo. A sus pies se intuye el azul del agua del Jordán. La radiografía revela que Cristo aparecía arrodillado en el suelo y sus manos quedaban más abajo de lo que están ahora. Además se ha descubierto una mano en la parte superior y una cabeza invertida de tipo giaquintesco en el ángulo inferior izquierdo. La pintura ha generado diferentes opiniones con respecto a su cronología. Gudiol, Gassier, Wilson y Salas la datan hacia 1775-1780, seguramente movidos por los ecos italianizantes. Arnaiz, sin embargo, opina que no parece razonable llevar esta obra más allá de 1771- 1775, entre el regreso de Italia y el traslado a Madrid. La hipótesis más extendida es que se trata de un cuadro de devoción realizado para el banquero Juan Martín de Goicoechea y Galarza. Por herencia pasó a manos de María Pilar Alcíbar-Jáuregui y Lasauca, segunda esposa de uno de los condes de Sobradiel, en cuyo inventario de 1867 aparece. Su influencia iconográfica italiana queda claramente demostrada con la estricta semejanza entre la postura de Cristo y el Adán que vemos en el dibujo de la Expulsión del Paraíso - brutalmente repasado a tinta- que figura entre los contenidos en el llamado Cuaderno italiano, recientemente adquirido y en el que Goya dejó numerosos datos y recuerdos de su viaje por Italia (Madrid 1994), entre ellos una serie de dibujos de tema bíblico -entre ellos el citado- de una delicadeza y precisión técnica que hace pensar que o bien se deban a otra mano que la de Goya o que sean de época mucho más tardía, ya que de otra forma obligarían a revisar la catalogación y datación de los dibujos del maestro.
  • 19. BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA DEL PILAR, 1780 Después del resultado de la pintura del coreto y bajo la recomendación de su cuñado Bayeu, que llevaba más de un año trabajando en una cúpula, el Cabildo encarga a D. Francisco de Goya la decoración de una nueva cúpula con otra de las advocaciones del Rosario, la Reina de los Mártires o "Regina Martirum" Era el año de 1781. Pero aquí Goya se pondrá a innovar. El genial pintor tiene en cuenta que su obra sólo podrá contemplarse a casi 50 metros de altura, y crea unas figuras prácticamente desdibujadas, pintadas con brozachos largos y a veces únicos, pinceladas gruesas, etc. aunque en una composición muy bella y colorista. Visto a distancia, el resultado es perfecto, pero desde el andamio se descubre otra cosa. Lo que era realmente una genialidad, que iba a marcar un antes y un después en el genio de Fuendetodos y cuya técnica iba a influir definitivamente en el paso hacia el impresionismo, se convirtió en labios de los Bayeu y del Cabildo en una acusación furibunda. Esas pinturas, terminadas en algo menos de dos meses, eran para ellos inacabadas, se veían como una burla hacia el encargo del Cabildo, con un intento de estafa puesto que no estaban ni siquiera dibujadas. De hecho, a Goya se le habían encargado dos cúpulas pero ya no llegó a pintar la segunda. Goya se enfadó mucho y se vio humillado por el trato recibido.
  • 20. CRISTO CRUCIFICADO, 1780 Óleo sobre lienzo. 255x153 Realizada como prueba para entrar en la Academia de San Fernando. Se atiene al modelo del Crucifijo de Velázquez. No en vano había confesado que éste, Rembrandt y la Naturaleza eran sus maestros. Esta obra, pulida en extremo, viene a ser una excelente academia, como pedían las circunstancias. Se trata de un Cristo de estilo neoclásico, si bien está arraigado en la tradicional iconografía española y relacionado con el de Velázquez y el de Anton Raphael Mengs, aunque sin el fondo de paisaje de este último, sustituido por un negro neutro, como en el del modelo del maestro sevillano. Con fondo negro y cuatro clavos, como mandaban los cánones del barroco español, crucificado de cuatro clavos con los pies sobre el supedáneo y un letrero sobre la cruz que contiene la inscripción IESUS NAZARENUS REX IUDEORUM en tres lenguas, como pedía el modelo iconográfico en España desde Francisco Pacheco, Goya quita énfasis a los factores devocionales (dramatismo, presencia de la sangre, etc.) para subrayar el suave modelado, pues su destino era agradar a los académicos regidos por el neoclasicismo de Mengs. La cabeza, trabajada con pincelada suelta y vibrante, está inclinada a su izquierda y levantada, como su mirada, hacia las alturas y refleja dramatismo; incluso parece representar un gesto de éxtasis al reflejar el instante en que Jesús alza la cabeza y, con la boca abierta, parece pronunciar las palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», en el momento antes de su muerte (de expirar), pero la serenidad de todo el conjunto evita la sensación patética. Con esta obra ofrece a la estimación de los académicos uno de los más difíciles y clásicos motivos que era posible ejecutar: un desnudo donde mostrar el dominio de la anatomía, justificado por su presencia en un cuadro religioso, un Cristo en agonía, de conformidad con la tradición española. En él, Goya resuelve con hábil técnica la dificultad del suave modelado en sfumato, así como la incidencia de la luz, que parece provenir artificialmente del pecho del crucificado, y su transición hacia las zonas oscuras, que hacen disimular la silueta del dibujo. Transparencias, veladuras y gradaciones son tratadas con delicadeza, en tonos grises perla y suaves verdes azulados, y toques de intenso blanco para realzar los destellos de la luz. Las líneas de composición conforman la clásica suave S alejada de los efectos violentos del barroco. La pierna derecha adelantada, que procede del Cristo de Mengs, la cadera ligeramente sesgada y la inclinación de la cabeza dotan a la obra del ajustado dinamismo que demandaban los cánones clásicos para evitar la rigidez. Quizá tanto respeto a los gustos académicos han hecho que esta obra, muy valorada por sus contemporáneos, no fuera demasiado representativa de los gustos de la crítica del siglo XX, que prefirió ver en Goya a un romántico poco o nada piadoso y que no prestó demasiada atención a su pintura religiosa y académica. Sin embargo, el postmodernismo valora un Goya total, en todas sus facetas, y tiene en cuenta que es esta una obra en la que Goya aún pretende alcanzar honores y prestigio profesional, y ese objetivo se cumple sobradamente en el Cristo crucificado.
  • 21. AUTORRETRATO, 1783 Óleo sobre lienzo, 83 x 54 cm En este autorretrato Goya aparece casi de cuerpo entero delante de un lienzo, dispuesto a pintar con el pincel que sujeta con la mano derecha. Mira al espectador en actitud concentrada. La figura se encuentra sobre fondo liso y neutro donde el único elemento que observamos es el borde del lienzo. El cuerpo de Goya es recio y corpulento, de rostro carnoso y voluminoso con abundante cabello que lleva recogido en una coleta. Va vestido con chaqueta oscura, que se confunde con el fondo, y camisa blanca que, junto a su rostro, son los únicos elementos que destacan en el cuadro. Reproduce el mismo rostro que el del autorretrato plasmado en la Predicación de San Bernardino de Siena. Según Gudiol, este autorretrato debe ser juzgado en el género como obra de clara transición ante el estilo neoclásico y el romanticismo del siglo XIX. Posiblemente se corresponde con un autorretrato que figura en el inventario que hizo Brugada en 1828 de los cuadros que había en la Quinta del Sordo a la muerte del pintor. Perteneció al pintor Federico de Madrazo quien lo dejó en herencia a Mariano Fortuny y Madrazo, que lo conservó en su palacio de Venecia. Más tarde pasó al conde de Chaudordy, que lo legó al Museo de Agen en 1901, donde hoy se expone.
  • 22. LA FAMILIA DEL INFANTE DON LUIS, 1783 Óleo sobre lienzo, Óleo sobre lienzo. Este lienzo fue pintado durante la segunda estancia de Goya, acompañado de su esposa Josefa Bayeu, en Arenas de San Pedro (Ávila), entre junio y octubre de 1784. Una carta del pintor a su gran amigo Martín Zapater fechada el 20 de septiembre de 1783 deja constancia de su primera estancia allí y de su buena relación con Luis de Borbón. Se trata de la primera gran composición a la que se enfrentó Goya, un gran retrato colectivo que realizó diecisiete años antes que el de la familia de Carlos IV. María Teresa de Vallabriga se encuentra sentada en el centro de la composición, con un llamativo peinador blanco, mirando directamente al espectador mientras es peinada por su peluquero Santos Gracia. Tiene delante una mesa en la que su marido, el infante don Luis de Borbón, de riguroso perfil, juega a las cartas. A la izquierda de la composición se encuentran los dos hijos de la pareja, el infante don Luis y doña María Teresa, futura condesa de Chinchón. Detrás de los niños dos camareras, Antonia de Vanderbrocht y Petronila de Valdearenas, aparecen en la escena llevando entre sus manos un tocado para el peinado y una caja de esencias. En el ángulo inferior izquierdo, agachado y en penumbra,
  • 23. EL CONDE DE FLORIDABLANCA, 1783 Óleo sobre lienzo, 196 x 116,5 cm Don José Moñino y Redondo, hijo de un hombre de leyes, nació en Murcia en 1728 y estudió leyes en la universidad de su ciudad natal y más tarde en Orihuela, doctorándose en derecho por la Universidad de Salamanca. En 1766 fue nombrado fiscal supremo de lo Criminal del Consejo de Castilla. Destinado como embajador español en Roma, en 1772, gestionó desde allí la disolución de la Compañía de Jesús, colaborando con el conde de Aranda y con Campomanes, lo que le valió el título de conde de Floridablanca en 1773. En 1777, fue nombrado primer secretario de Estado y del Despacho. El retrato le presenta aquí en los inicios de su importante carrera como primer secretario, cargo que ocupó durante dieciséis años. Sus muchas reformas abarcaron todos los campos políticos y sociales. Sostiene aquí en su mano derecha la Memoria para la creación del Banco de San Carlos, como consta en la inscripción sobre el papel: "memoria para la formación del banco nacional de San Carlos", y en la izquierda otro documento. La creación del Banco de San Carlos fue una de las iniciativas más modernas de su mandato, impulsada por el ministro de Hacienda, Francisco de Cabarrús. La entrega a Carlos III de la Memoria tuvo lugar en octubre de 1781, aunque el rey firmó la cédula de la creación del Banco en junio de 1782. Floridablanca ostenta aquí la banda y la gran cruz de la orden de Carlos III, que recibió en 1773. Goya, para uno de sus primeros grandes retratos de personalidades prestigiosas, se aplica particularmente sobre la representación de sedas y encajes para resaltar la calidad de la persona representada y así atraerse los favores de los nobles madrileños, que rápidamente comenzarán a encargarle retratos. No obstante, como en todos los retratos del pintor, la personalidad del modelo es trabajada particularmente y se puede apreciar una influencia de Diego Velázquez, que el joven Goya admiraba. Muestra por otra parte una relación entre el pintor y el comitente muy particular, con el ministro en la luz y el pintor en la sombra y pareciendo más pequeño por un efecto de perspectiva con el fin de poner de manifiesto la condición social de los personajes. El conde de Floridablanca es representado de pie, distante y señalando con la diestra con que sujeta unos anteojos al pintor que le presenta un cuadro. Detrás de él, otro personaje, tal vez el arquitecto Ventura Rodríguez realizando los planes del Canal de Aragón, el gran proyecto de Floridablanca, papeles, libros y cuentas por el suelo, simbolizando el trabajo burocrático como un nuevo valor de la clase dirigente, se mantiene detrás de una mesa con un tapete verde sobre la que se encuentra un elegante reloj dorado que marca las diez y media mientras en la pared cuelga un cuadro oval de Carlos III.
  • 24. MARÍA TERESA DE VALLABRIGA, 1783 Óleo sobre lienzo, 48 x 39,6 cm María Teresa de Vallabriga y Rozas, Español y Drumond de Melfort (1759-1820) nació en Zaragoza pero tras la muerte de sus padres se trasladó a vivir a Madrid, donde a los 17 años de edad contrajo matrimonio morganático con el infante don Luis de Borbón (1727- 1785), hermano de Carlos III y uno de los mecenas más importantes en la carrera artística de Goya. De este enlace nacieron María Teresa de Borbón y Vallabriga, futura condesa de Chinchón, Luis María de Borbón y Vallabriga, que se convertiría en cardenal-arzobispo de Toledo, y María Luisa de Borbón y Vallabriga. A la muerte de su esposo volvió a su ciudad natal, donde vivió en un palacio renacentista llamado casa Zaporta, conocido desde entonces como Casa de la Infanta. Al igual que el retrato de su esposo, con el que hace pareja, fue realizado por Goya en el verano de 1783, en el primero de los viajes que Goya realizó a Arenas de San Pedro (Ávila), lugar habitual de residencia de la familia, y ambos son estudios preparatorios para el gran lienzo deLa Familia del Infante don Luis conservado en la Fundación Magnani- Rocca de Corte de Mamiano (Parma, Italia). Se trata de un retrato bastante sobrio donde María Teresa aparece recortada sobre un fondo negro, de busto y de perfil, al modo de las monedas y medallas de la Antigüedad o de los retratos nobiliarios del Renacimiento, con la melena trenzada recogida con un lazo de seda azul oscuro en un moño bajo. Su semblante se muestra sereno y radiante de juventud y lozanía, con las mejillas sonrosadas. La presencia del peinador blanco revela que se trata de un estudio para el retrato colectivo ya citado, donde la infanta es atendida por su peluquero. La pincelada rápida y suelta hace plausible que Goya ejecutara esta obra en muy poco tiempo, tal como figura en la inscripción. Existen otros retratos de la infanta pintados por Goya, Goya fue uno de los pintores favorecidos por el infante Don Luís, pintando para él en los veranos de 1783 y 1784 varios importantes retratos familiares. Este de María Teresa, pareja de otro del infante (colección privada, Madrid), es de los retratos más tempranos de Goya, que inició con sus nuevos mecenas su carrera de retratista áulico.
  • 25. MARÍA JOSEFA DE LA SOLEDAD, CONDESA DE BENAVENTE, DUQUESA DE OSUNA, 1785 Óleo y Lienzo, 104 x 80 centímetros. Encargado a Goya junto con el retrato con el que hace pareja, Pedro Téllez Girón, IX Duque de Osuna, en 1785. Creado como pendant o sea pareja del de su esposo con uniforme de la Guardia de Corps. La duquesa tenía entonces 33 años y luce un vestido azul de paseo al estilo inglés, con la falda, corpiño, escote y puños adornados con encaje, y mangas ceñidas cortas hasta el codo. El escote en uve es cubierto con un fino pañuelo de gasa. Su atuendo y peinado siguen el estilo parisino de María Antonieta, es elegante pero no frívolo. El pecho queda resaltado con un lazo de seda rosa, a juego con los que también adornan el sombrero junto a pequeñas flores, plumas de avestruz y garza. Los guantes largos blancos están hechos de cuero fino. La duquesa sostiene un abanico en una mano y descansa sobre el mango del paraguas cerrado la otra; su actitud muestra autocontrol y confianza en sí misma. Una peluca gris con rizos intrincadamente dispuestos rodea su rostro amable, atrayendo la atención hacia la mirada inteligente y vivaz. Goya no corrige los defectos de su belleza: nariz demasiado larga y boca estrecha. El pintor enfatizó los detalles con ligeras pinceladas y obtuvo suaves transiciones de tonalidades mediante veladuras. La peluca grisácea sirve de aureola para destacar el simpático e inteligente rostro de la dama, destacando el brillo de sus despiertos ojos. Doña María Josefa se convirtió en una de las primeras comitentes de Goya encargándole varios lienzos entre los que destacaría el retrato de su familia, éste que contemplamos y el de su marido, el noveno duque de Osuna. Cabe destacar en el rostro de esta mujer la inteligencia y seguridad que transmite a través de su viva mirada. Fue una de las damas más conspicuas de la nobleza española, dedicándose toda su vida a la protección de las artes, interés heredado desde niña por el ambiente cultural que en su casa respiró. Llegó incluso a ser admitida en la Real Sociedad Económica Madrileña y encabezó la Junta de Damas Goya conjuga la minuciosidad en los detalles de los vestidos y adornos con la expresión y el carácter de su modelo, resultando obras de enorme belleza. El artista recibió por este lienzo 4.800 reales, siendo éste el inicio de una serie de encargos entre los que destacan el retrato familiar realizado en 1788 y las obras de gabinete, el Aquelarre y Escena de brujas, para el Capricho, su palacete a las afueras de Madrid. Falleció doña María Josefa a los 82 años en 1834.prestando diferentes servicios siempre en beneficio de la mujer.
  • 26. CONDESA DE PONTEJOS, 1786 Óleo y Lienzo, 210.3 centímetros x 127 centímetros Goya se convertiría ese mismo año de 1786 en pintor de cámara de Carlos III y luego de Carlos IV. Utiliza colores rococó, suaves y fríos, muy similares a los de sus tapicerías de la época, como El pelele. Convertido en retratista de moda, realizaría una serie de cuadros en el mismo estilo, como La familia del duque de Osuna (1789, Museo del Prado, Madrid). Doña María Ana de Pontejos Sandoval, marquesa de Pontejos, nacida en 1762 y muerta el 18 de julio de 1834 era mecenas de Francisco de Goya. En 1786, a los veinticuatro años, se casó con el hermano del Conde de Floridablanca, ministro de Carlos III, y entonces embajador de España en Portugal. El retrato probablemente fue realizado para conmemorar el enlace. El cuadro muestra a la joven en un jardín, con un paisaje como fondo. Ocupa el centro del cuadro, permitiendo que la mirada se fije de inmediato sobre la figura. Luce un elegante vestido gris con una cinta rosa al talle y una sobrefalda recogida, adornada con cintas verticales blancas que sostienen manojos de rosas frescas, flores que también adornan el corpiño en torno al escote de gasa plisada. La sobrefalda es de gasa tan fina, que deja adivinar la enagua y las pantorrillas de la marquesa. Es un modelo fantasioso, de pastora cortesana, puesto de moda para los paseos al aire libre entre la nobleza por la reina María Antonieta, que se hizo construir en Versalles una pequeña aldea idealizada donde con amigos y cortesanos buscaba experimentar la vida campesina de manera bucólica. La marquesa sujeta en su mano un clavel rosa, emblema popular del amor en el siglo XVIII pero también símbolo de la esposa casada. El rostro permanece inmóvil, como una máscara de actor y está enmarcado por un peinado alto y empolvado, semirrecogido, a la moda dieciochesca, coronado por un sombrero redondo cuyas plumas se funden con el cielo como nubes. El vestido "de pastora", el peinado y el sombrero siguen claramente la moda francesa. Demuestra que pinta con un estilo elegante. Los tonos grises, rosas, verdes y blancos crean una elegante paleta cromática, mientras el paisaje aporta frescura y perspectiva. Es obvia la influencia del retrato inglés en la obra goyesca del periodo, especialmente Thomas Gainsborough. Mientras la joven permanece inmóvil, el perrito, símbolo de fidelidad, se muestra activo, caminando atento hacia el espectador. El pequeño carlino lleva un lazo rosa y cascabeles.
  • 27. CARLOS III, CAZADOR, H. 1786 Óleo sobre lienzo, 207 x 126 cm Retrato del rey Carlos III (1716-1788), hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, poco antes de su muerte, ocurrida en Madrid el 14 de diciembre de 1788. La composición se conoce asimismo por la versión de la colección de los duques de Fernán Núñez, existiendo varias réplicas de inferior calidad (Madrid, Argentaria; Madrid, Ayuntamiento; Reino Unido, colección Lord Margadale). En la línea de la Ilustración realizó importantes reformas con ayuda de ministros y colaboradores ilustrados como Aranda, Campomanes y Floridablanca. A su muerte, en 1788, terminó la historia del reformismo ilustrado llegando un período mucho más conservador de la mano de su hijo y sucesor Carlos IV. La composición sitúa al monarca vestido de cazador, luciendo las bandas de la Orden de Carlos III, de San Jenaro y del Santo Espíritu, así como el Toisón de Oro, en las tierras de caza de los reyes, bien en los alrededores de El Escorial o entre el Palacio de El Pardo y la sierra madrileña. Acompañado de un perro, que duerme plácidamente a sus pies, figurando en su collar la inscripción REY N.o S.r sigue la tipología de los retratos de Velázquez del rey Felipe IV cazador, de su hermano el infante don Fernando y de su hijo, el príncipe Baltasar Carlos que Goya había copiado al aguafuerte en 1778. Junto a ellos se pudo colgar el de Carlos III, tal vez en el Palacio Nuevo o en alguno de los Sitios Reales, aunque no se tienen noticias del encargo ni de su destino primero, antes de su llegada al Museo en 1847, procedente de la Colección Real, figurando como copia de Goya en el catálogo de 1889. La caza era una verdadera pasión para Carlos III, que le dedicaba varias horas casi todos los días. Creía que tal actividad física le salvaría de la locura en la que habían caído tanto su padre Felipe V como su hermano mayor Fernando VI Goya lo presentó como un hombre bondadoso, con la piel tostada y arrugada por el sol y el trabajo. Su rostro, lleno de bondad e inteligencia, es el elemento central de la composición, por lo que Goya lo acerca al espectador como si no fuera un monarca La certeza con la que el rey sostiene la escopeta es una metáfora de la estabilidad del gobierno, la perdurabilidad de la monarquía. El perro que duerme a los pies del rey simboliza la paz y la lealtad del pueblo bajo el reinado de casi 30 años de Carlos III El ambiente y el atuendo del rey recuerdan a personajes de los diseños de tapices pintados por Goya durante muchos años para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara
  • 28. LA VENDIMIA o el otoño, 1786 Óleo sobre lienzo, 267,5 x 190,5 cm El Otoño, estación del dios Baco, se transforma aquí en una vendimia moderna, en que un joven majo, sentado sobre un murete de piedra y vestido de amarillo, color que simboliza el otoño, ofrece a una dama un racimo de uvas negras. El elegante niño, intenta alcanzar las uvas, reservadas, sin embargo, a los adultos. Tras ellos, una campesina lleva sobre su cabeza, con dignidad y apostura clásicas, una cesta llena de uvas, que trae de los campos del fondo. En ellos, los campesinos se afanan en la recogida del fruto, inclinados sobre las viñas, mientras uno se yergue mirando a sus señores. El fértil valle se cierra al fondo por altas montañas, que recuerdan la sierra de Gredos, cerca de Arenas de San Pedro en Ávila, tierra de viñedos. El tapiz resultante de este cartón formaba parte de los que iban a decorar el comedor de los Príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El Pardo, encargo de 1786-1787. Por su formato, hubiera debido situarse en uno de los muros laterales, pareja sin duda de La primavera. La serie iba a consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones y otras escenas campestres, descritas como "Pinturas de asuntos jocosos y agradables". Los tapices no llegaron a colgarse en su destino por la muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de 1788. Utiliza el recurso del esquema piramidal, muy común y apreciado en el Neoclasicismo. El paisaje parece sacado de los campos de La Rioja (España) en que se suceden escenas de recolección como esta, aunque probablemente el lugar donde lo pintó y del que se inspiró realmente fue de la localidad de Piedrahíta (Ávila). El acontecimiento principal se detiene en los personajes que están en primer plano, que, cosa rara en Goya, no son gente del pueblo.
  • 29. LA NEVADA O EL INVIERNO, 1786 Óleo sobre lienzo, 275 x 293 cm El Invierno se describe, dejando a un lado la tradición mitológica, como un paisaje contemporáneo invernal, donde, además, una fuerte ventisca dificulta la marcha de los protagonistas. Tres hombres, a la derecha, dos vestidos genéricamente con ropas humildes de la zona castellana, y otro, al fondo, con un atuendo de valenciano, marchan resguardados bajo mantas zamoranas. Un perro, en primer término, se detiene temeroso, con el rabo entre la patas, ante el encuentro de sus amos con los dos personajes vestidos con casacas y abrigos de mejor calidad, como de mayordomos de una casa rica. Uno de ellos, al frente, va armado con una escopeta, mientras el otro tira de la mula cargada con un cerdo, abierto ya en canal. Trazos de carbón, debidos seguramente a la intervención de los oficiales de la tapicería, subrayan algunos elementos, como es el perfil de la montaña y algunas ramas de los árboles, haciéndolos más visibles, seguramente para facilitar el traspaso de la escena al tapiz tejido. El tapiz resultante de este cartón, que formaba parte de la decoración del comedor ºde los Príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El Pardo, de 1786-1787, estaría pensado, por su tamaño, para colgar en uno de los muros principales de la estancia. La serie iba a consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones y otras escenas campestres, descritas como “Pinturas de asuntos jocosos y agradables”. No llegaron nunca a colgarse en su destino por la muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de 1788.
  • 30. LAS FLORERAS O LA PRIMAVERA , 1786-1787 Óleo sobre lienzo, 277 cm × 192 cm Pertenece a la serie destinada al comedor del príncipe de Asturias, del palacio de El Pardo en Madrid junto con La nevada, La vendimia y La era. El cuadro muestra una escena campestre en la que una florera arrodillada bajo un rosal ofrece una flor a una mujer. Tras ellas, un hombre muestra un conejo y pide silencio. Una niña con un ramo de flores tira de la mano de la mujer. Al fondo a la izquierda, inmersa en un paisaje montañoso, se ve una iglesia. La Primavera, representada tradicionalmente como una escena relativa a la diosa Flora, se transforma aquí en una ofrenda de flores contemporánea, que tiene lugar en un soleado paisaje primaveral. Una joven, vestida con el atuendo de las majas, entrega flores a la señora que pasea con su niña, mientras un campesino a su espalda pretende sorprenderla con un conejo, símbolo también de la primavera. Las altas montañas del fondo recuerdan a la sierra de Gredos, cerca de Arenas de San Pedro en Ávila, donde Goya había pasado dos veranos trabajando para el infante Don Luis, o a la de Guadarrama, en las cercanías de Madrid. El tapiz resultante de este cartón formaba parte de los que iban a decorar el comedor de los Príncipes de Asturias (el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma) en el palacio de El Pardo, encargo de 1786-1787. Por su formato, hubiera debido situarse en uno de los muros laterales, pareja sin duda del Otoño o La vendimia. La serie iba a consistir en trece tapices con el tema de las Cuatro Estaciones y otras escenas campestres, descritas como "Pinturas de asuntos jocosos y agradables". Los tapices no llegaron a colgarse en su destino por la muerte de Carlos III, ocurrida en diciembre de 1788. El Museo del Prado conserva los once cartones y uno de los seis bocetos preparatorios conocidos. Desde un punto de vista compositivo, se advierte una cita de Las Meninas en la joven arrodillada e inclinada hacia la mujer, actitud que puede hacer referencia al tema de la ofrenda a Flora, tratada por el pintor del siglo XVII Juan van der Hamen en un cuadro ya entonces en las colecciones reales y hoy en el Prado, en el cual un niño arrodillado se vuelve hacia Flora entregándole un ramillete de rosas. La superficie del cuadro está pespunteada de notas coloristas destacadas y brillantes: rojos, verdes, azules, rosas, blancos que no se funden en una tonalidad dominante sino que cantan de forma singular en el aire terso y como deslavado. Es preimpresionista la vista urbana del fondo, abocetada en dos únicos colores, un rosa cálido para las luces y un gris plomo para las sombras.
  • 31.  LA ERA O EL VERANO, 1786-1787
  • 32. EL ALBAÑIL HERIDO, 1786- 1787 Lienzo. 2,68 x 1,10 Goya realiza una de las obras más conocidas de este período. De formato muy estrecho y alto, condición impuesta por razones decorativas, representa a dos albañiles que trasladan a un compañero lastimado probablemente tras la caída de un andamio. La obra El albañil herido es un cartón destinado a servir de modelo a un tapiz que iba a decorar la Pieza de Comer del Palacio de El Pardo junto con la serie de las cuatro estaciones. Sin embargo el tono e incluso el estilo es novedoso. El cuadro, de formato muy vertical, presenta a dos hombres que, entristecidos, transportan en brazos a un colega que, presumiblemente, se ha caído del andamio que se aprecia en último término. La obra difunde iconográficamente un edicto de Carlos III que regulaba la construcción de andamios y que fomentaba las medidas de seguridad en la construcción y solicitaba indemnizaciones a los maestros de obras por los accidentes laborales producto de las deficiencias en los andamios. El edicto fue publicado en 1788 pero tuvo varias reediciones, la más cercana a este cartón, de 1784. Por consiguiente, Goya coopera con esta pintura en una nueva política de fomento y dignificación del trabajo, sintonizando así con el sentir más progresista de su época. Al pintar este patético tapiz se hizo eco de un grave y habitual problema social. Se ha destacado unánimemente la aparición del tema decididamente social en esta obra de Goya. Además, las figuras y paisaje denotan un novedoso verismo. Los rostros reflejan seriedad y preocupación por el compañero y las figuras están dignificadas mediante el recurso a la presentación de estas desde un punto de vista bajo. El cromatismo es pardo y gris, alejado de las escenas pintorescas de otras cartones. Todo ello supone un precedente del realismo social típico del Prerromanticismo. Es curioso, sin embargo, observar cómo, al repetir la composición años más tarde para el gabinete de la duquesa de Osuna, cambió el dramatismo por la ironía, al sustituir el herido por un borracho de cara abotargada y risa mecánica. Indudablemente, la temática de la versión La herida sangrante del personaje no es tan visible y sus compañeros ya no se dirigen la mirada ni sonríen, aparecen con el semblante serio, con el ceño fruncido, como si estuviesen reflexionando sobre lo que ha sucedido. Aunque sigue tratándose de gente pobre, su vestimenta y calzado están en mejor estado que en el boceto. Inicial no era adecuada para el boudoir de la duquesa. La herida sangrante del personaje no es tan visible y sus compañeros ya no se dirigen la mirada ni sonríen, aparecen con el semblante serio, con el ceño fruncido, como si estuviesen reflexionando sobre lo que ha sucedido. Aunque sigue tratándose de gente pobre, su vestimenta y calzado están en mejor estado que en el boceto.
  • 33. ASALTO AL COCHE, 1786-1787 Oleo sobre lienzo; 169 x 127 cm. Resulta algo extraño este lienzo en la serie destinada al palacio de El Capricho que Goya pintó en 1787 por encargo de la Duquesa de Osuna. Sus compañeros nos presentan asuntos populares con cierto aspecto festivo, véase La cucaña o El columpio mientras que en éste la violencia es la protagonista. Bien es cierto que los bandidos estaban a la orden del día en la España de los siglos XVIII y XIX incluso los bandidos llegaron a convertirse en héroes gracias a las leyendas populares que los ensalzaban por robar solamente a los ricos, pero resulta cuando menos sorprendente que sea el tema elegido por una dama de la alta nobleza para decorar el salón de su palacete de recreo. Podría significar la relación de la Duquesa con el mundo de su tiempo. Unos bandidos han asesinado a los caleseros y a un oficial y se disponen a atar a los ricos pasajeros que piden clemencia. Los gestos de bandidos y asaltados son dignos de destacar, poniendo de manifiesto la facilidad de Goya para expresar los sentimientos de sus personajes. El paisaje del fondo se relaciona con los cartones para tapiz realizados por estas fechas, en los que la luz se convierte en una protagonista más del asunto. Goya representa este asalto con un toque teatral, incluso cómico, sin hacer de la escena un acto heroico por parte de nadie. Los bandidos no han mostrado piedad ninguna, pues yacen dos cuerpos sin vida y ensangrentados en el camino, mientras que un tercero está siendo acuchillado. Muertos los caleseros, la mujer y el hombre propietarios del carruaje tratan de explicarse en vano, arrodillados en el suelo con sus trajes de majos. La frondosa naturaleza que enmarca la escena de pillaje cobra importancia, como viene haciéndolo en toda la serie, con su imponente presencia y su intenso verdor. La descripción de Goya en su factura reza: "2.º...unos ladrones que han asaltado á un coche y después de haberse apoderado y muerto á los caleseros, y á un oficial de guerra, que se hicieron fuertes, están en ademan de atar á una mujer y á un hombre, con su país correspondiente". El tema del asalto a un coche fue tratado por Goya en varias ocasiones. Yriarte menciona un hecho real en relación a esta escena, acaecido en las inmediaciones de las ventas del Espíritu Santo, lugar próximo a la Alameda de Osuna.
  • 34.  LA PRADERA DE SAN ISIDRO (1788)
  • 35. FRANCISCO JAVIER DE LARRUMBE, 1787 Óleo sobre lienzo; Óleo sobre lienzo El retrato de don José de Toro fue el primero de la serie de efigies de los directores del Banco de San Carlos encargada a Goya por la institución a través de su amigo Ceán Bermúdez. Más tarde vendrán los del Conde de Cabarrús, el Marqués de Tolosa o éste que contemplamos, protagonizado por don Francisco Javier de Larrumbe, comisario de guerra y director honorario de la Dirección de Giro del Banco de San Carlos. El personaje de más de medio cuerpo, aparece girado en tres cuartos a su izquierda. Lleva peluca blanca y va vestido con casaca negra bordada, chaleco rojo con bordados dorados y camisa blanca con chorreras en el cuello y las mangas con puños de encaje. Su mano derecha la esconde en la chupa y la izquierda la apoya en un bastón con puño de oro. . Sobre el pecho observamos la cruz de la Orden de Carlos III y bajo su brazo izquierdo sujeta un tricornio. La expresividad del rostro de don Francisco Javier es realmente atrayente, con su mirada impactando en el espectador y su gesto casi despectivo, resultando uno de los retratos más impactantes de la serie. Goya cobró por él 2.200 reales. Francisco Javier de Larrumbe (o Larumbe) fue comisario de guerra y director honorario de la Dirección de Giro del Banco de San Carlos además de El fondo es de tinta casi plana, con muy leves efectos lumínicos para dar sensación de profundidad. El rostro, ligeramente sonrosado, nos contempla con enigmática mirada, fría y calculadora. Consta en el archivo del Banco de San Carlos el pago realizado el día 15 de octubre de 1787: R.on [reales de vellón] 2.200 pagados al Pintor Fran.co Goya como sigue: R.on [reales de vellón] 2.000 por el retrato que ha sacado de D. Fran.co Xabier de Larumbe Director honorario que fue de la Dirección de Giro del Banco Nacional, 200 que ha pagado el dorado del Marco para el mismo retrato según recibo de este día.
  • 36. RETRATO DEL CONDE DE ALTAMIRA, 1787 Óleo sobre lienzo; 177 x 108 cm Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzman nació en 1756. Era una de las personas más ricas de su época, proveniente de una noble familia gallega. Fue uno de los primeros directores del Banco de San Carlos, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ostentaba el título de Marqués de Astorga y fue Alférez Mayor de Castilla y de la Villa de Madrid. Poseía una importante colección de arte solo comparable con la propia colección real. El conde aparece sentado en una silla de tapicería amarilla a juego con la tela de la mesa. Resulta ésta extrañamente alta, pero en verdad él era hombre de muy baja estatura según se conoce por testimonios de la época. Viste chaleco rojo con bordados dorados, casaca negra, peluca, medias blancas y zapatos negros con grandes hebillas. Sobre la mesa encontramos una escribanía minuciosamente descrita. Su rostro serio y luminoso resalta sobre el fondo neutro. El conde debió de quedarse bastante satisfecho con este lienzo pues más adelante encargó a Goya la realización de los retratos de su familia: el de su esposa María Ignacia Álvarez de Toledo con su hija Maria Antonia en sus brazos y los de sus hijos Vicente Osorio y Manuel Osorio. El retrato que Goya hizo del Conde de Altamira supone una de las obras más interesantes de ese período tan singular del ascenso del artista en la década de 1780. Es un cuadro muy distinto de los pintados anteriormente, como el de Gausa o el del propio rey, e incluso de los que en 1784 había hecho de la familia del Infante don Luis. La técnica y el amplio sentido del espacio habían evolucionado con rapidez, así como la elegancia de la figura y la sencillez grandiosa del mobiliario. La única comparación se puede establecer con algunos de los cartones de tapices pintados ese año, especialmente El otoño o La vendimia, de la serie de Las cuatro estaciones (Museo del Prado, Madrid), ya que, además del espacio, Goya había cambiado radicalmente el sentido del color, ahora más refinado. En el retrato se centra en tres tonos: el rojo y el azul que destacan contra el amarillo brillante y nítido del sillón y del tapete de la mesa. El artista no ocultó la estatura física de Altamira, pero la disimuló con maestría en un retrato que no tiene antecedentes en la pintura anterior. Resulta evidente la huella de Velázquez en el espacio vacío y amplio, en penumbra, que rodea al protagonista y en la luz del primer término, llena de matices y contrastes, que impacta contra la figura y subraya la personalidad del pequeño conde, seguro de sí mismo, con el perfecto distanciamiento y orgullo de su clase social, acostumbrado al mando y al respeto absoluto de quienes lo rodeaban. Vestido con uniforme de corte, como mayordomo del rey que era, Altamira luce la banda y la insignia de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, concedida en 1780; el aro de oro que asoma del bolsillo de su casaca revela su condición de gentilhombre de cámara del rey que llevaba las llaves del monarca. Goya ha empezado con Altamira una nueva forma de pintar al conseguir los efectos de los detalles con menos materia pictórica, más abstractos, pero en los que resuelve con mágica perfección y menos minuciosidad los detalles de la escribanía de plata, de las plumas en el tintero, o de los importantes documentos sobre la mesa.
  • 37. EL CONDE DE CABARRÚS, (1788) Óleo sobre lienzo, 210 x 127 cm El retrato presenta al gran financiero y comerciante de pie y dueño, como en la vida misma, del espacio a su alrededor, que inquieta por la penumbra velazqueña del fondo en la que Goya, tal vez, quiso expresar la envidia y los enemigos del brillante financiero. El artista hizo destacar magistralmente la impresionante figura de Cabarrús gracias al extraordinario y luminoso atuendo de seda verde y los reflejos dorados que ciñe apretadamente su voluminoso cuerpo. Con ese color, que desde antiguo fue símbolo del dinero y de la riqueza, indudablemente alude a las aptitudes del futuro conde para acrecentar su fortuna personal y engrandecer la economía de la Corona, según el pensamiento moderno que entroncaba con sus ideas francesas progresistas, las cuales le procuraron algunos enemigos poderosos. Goya supo, por otra parte, renovar en el retrato de Cabarrús el concepto de la imagen del poderoso, que hasta entonces, en España sobre todo, había estado destinada únicamente a la aristocracia. Una nueva clase social, la burguesía, se abría camino en todos los frentes y para ella, que llegaba llena de empuje, conocimientos y decisión frente a los representantes del Antiguo Régimen, las libertades de Goya en esta obra debieron de constituir una sorpresa por su novedad. El estudio técnico del cuadro reveló que Cabarrús, en una primera idea del mismo, se apoyaba sobre el bastón de los directores del Banco con su mano derecha, único distintivo de poder a la antigua; Goya, o su modelo, decidieron suprimirlo, dejando al personaje sin condecoraciones ni símbolos y ajustándose estrictamente a la composición que Velázquez había destinado para su Pablo de Valladolid. En aquella, el bufón de la corte y también actor abría con su mano derecha la escena con un gesto propio del teatro del siglo XVII, lo que Goya utilizó aquí para subrayar el temple de su personaje. La mano izquierda de Cabarrús se introduce en la casaca, según una convención de los retratos de la época que definen así al intelectual; y él había escrito ya numerosos informes, memoriales y elogios, y expresado sus ideas en una abundante correspondencia. El financiero no tenía un pasado ilustre y parece salir aquí de la oscuridad de la historia; pero él solo se mantiene con fuerza y peso, proyectando en el suelo una sombra definitiva con la que Goya sugiere también el avance de la figura gracias al movimiento de la casaca y su pierna adelantada, como si su estampa estuviera impulsada por una fuerza centrífuga, hacia adelante, hacia un nuevo proyecto. Como siempre, Goya es capaz aquí de revelar bajo el traje la anatomía poderosa de Cabarrús, su porte y su talla, igual que se evidencia la estructura de la cabeza y hasta el peso de sus huesos. Unos huesos que tuvieron un destino deshonroso después de su muerte en Sevilla en 1810: fue enterrado primeramente en la capilla de la Concepción de su catedral, en un panteón cercano al del conde de Floridablanca, pero al finalizar la guerra en 1814, el decreto de la Junta Central de 1809 lo declaraba reo de alta traición por haber aceptado del rey José I el Ministerio de Hacienda y se exhumaron sus huesos, que fueron a parar a la fosa común del Patio de los Naranjos, destinada a los restos de los condenados a muerte.
  • 38. LA FAMILIA DEL DUQUE DE OSUNA, 1788 Oleo sobre lienzo. 2,25 x 1,74 Retrato de la familia del IX Duque de Osuna, don Pedro Téllez-Girón (1755-1807) y de su mujer la Condesa-duquesa de Benavente y Duquesa de Osuna, doña Josefa Alonso de Pimentel (1752- 1834). El duque viste el uniforme de brigadier de su regimiento, de alivio luto por el fallecimiento de su padre; la duquesa un vestido a la moda francesa con botones de porcelana decorados con paisajes. Están acompañados de sus cuatro hijos nacidos hasta el año 1788, ya que doña Manuela Isidra, la última, y futura Duquesa de Abrantes nacería en 1794. Don Francisco de Borja (1785- 1820), futuro X Duque de Osuna, monta a caballo, como un juego infantil, en el bastón de mando de su padre, ya que habría de heredar los regimientos de su padre; don Pedro de Alcántara (1786- 1851), futuro Príncipe de Anglona y primer director del Museo del Prado, aún museo real, sentado en un cojín a los pies de su madre, tirando de una carroza de juguete; doña Josefa Manuela (1783- 1817), futura Marquesa de Camarasa, jugando con un perrito, y doña Joaquina (1784-1851), futura Marquesa de Santa Cruz, apoyada en el regazo de su madre. Los Duques de Osuna se cuentan entre los primeros mecenas de Goya, para los que trabajó en estos años pintando retratos Goya se caracteriza por la penetración psicológica. El retratado nos mira: haga una señal o permanezca impasible, es suficiente para revelar su carácter. Su capacidad de análisis del modelo, su penetración psicológica y su maestría técnica, que resuelve la hondura con una portentosa facilidad, hacen de él uno de los más grandes retratistas de la historia de la pintura. De los más crueles también, pues su implacable mirada penetradora no perdona recoveco de la conciencia, y nos deja, de las personas que posan ante él, verdaderos retratos morales, radiografías del pensamiento, en las que expresa, junto a toda la apariencia exterior del personaje, el contenido de su alma y el juicio, tantas veces amargo, que le merece. Por eso son doblemente gratos aquellos retratos en los cuales se advierte que el artista se ha aproximado a su modelo con agrado o simpatía. Así ocurre en Los Duques de Osuna y sus hijos. Los duques, protectores de Goya, le abren las puertas de su intimidad y Goya, en 1790, los retrata con evidente afecto que se extrema sobre todo en los niños, de los más verdaderamente infantiles, incluso en su ensoñadora melancolía, de cuantos pintó Goya, que guardó siempre una honda ternura hacia la infancia. La gama de color, refinadísima y acordada en grises plateados, es de una delicadeza magistral. El cuadro fue regalado al Prado en 1897 por los descendientes de los retratados.
  • 39. TADEA ARIAS, 1790 Óleo sobre lienzo, 190 x 106 cm Fruto de la gran amistad entre su primer marido, Tomás de León, y los Duques de Osuna, pudo surgir el encargo a Goya de este retrato . Habiéndose identificado la pareja de escudos de la parte inferior con los correspondientes a las casas de Arias y León, es factible que el retrato se realizara con motivo de los primeros esponsales de la retratada en 1789. Según Viñaza Goya recibió 10.000 reales de vellón por este trabajo. El lienzo fue heredado por el hijo de la retratada en 1855, de quien pasó en 1876 a sus sobrinos que fueron quienes lo donaron al Museo Nacional del Prado en julio de 1896. Retrato de cuerpo entero de Tadea Arias de Enríquez (1770-1855), que sigue literalmente modelos de retratos ingleses conocidos por estampas. La retratada nació en Castromocho (Palencia) en 1770 y casó en 1789 en primeras nupcias con Tomás de León, capitán retirado del regimiento de América, levantado por el IX Duque de Osuna, que era coronel del mismo. El hermano de Tomás de León, Eugenio, era administrador general de las fincas de la condes-duques de Benavente, título familiar de la duquesa de Osuna, en Jabalquinto, y Castromocho pertenecía, además, al señorío de los Condes-duques de Benavente y lugar de nacimiento de Tadea. La boda sería posiblemente la razón del retrato, figurando en la parte baja las armas de la familia Arias y León. Tadea enviudó en 1793, casándose entonces con Pedro Antonio Enríquez y Bravo, capitán de la compañía de Infantería de la Costa y regidor perpetuo de Vélez-Málaga. Viuda de nuevo, contrajo matrimonio con Fernando Villanueva y Pardos, muriendo en 1855. La dependencia de ambos cónyuges de la Casa de Osuna y de la de Benavente determinó sin duda el encargo, que no está documentado. En el testamento de Tadea de 1855 figuraba sin nombre de autor y valorado sólo en 400 reales. Los retratos femeninos ejecutados por Goya en la década de 1790 tienen marcadas influencias de la retratística inglesa al situar a las figuras al aire libre, preferentemente en un jardín. Así surgen bellísimas estampas como la Marquesa de Pontejos, Tadea Arias Enríquez o la Duquesa de Alba. Este retrato de doña Tadea fue presumiblemente realizado con motivo de su primer matrimonio. Su primer marido mantenía una excelente relación con el Duque de Osuna, uno de los benefactores de Goya, por lo que sería razonable pensar que gracias a ese contacto surgiera la ejecución de este excelente retrato. La figura de la dama aparece de cuerpo entero, vistiendo un elegante y transparente traje de gasa blanca de manga larga. Cubre sus brazos con guantes del mismo color y sus piernas con medias de seda, mostrándonos sus chapines con adornos de plata. Un amplio lazo de color negro en la cintura en el que observamos un camafeo resalta aun más la estilizada figura de la señora. Su atractivo rostro se enmarca en la oscura peluca, para resaltar sus bellos rasgos. Quizá la escasa relación de Goya con doña Tadea provocaría que no se muestre en exceso la personalidad de la modelo como suele ser frecuente en los retratos del pintor, resultando un conjunto bello y elegante pero escaso de fuerza expresiva.
  • 40. LA TIRANA, 1790-1792 Pintura al óleo; 206 cm × 130 cm La Tirana es un óleo de Francisco de Goya, según Gudiol y Pita pintado entre 1790–1792. Anteriormente se ha fechado 1799 en base a una inscripción a lápiz apócrifa. Representa a la actriz teatral María del Rosario Fernández, elogiada por la intelectualidad ilustrada de la época, como el dramaturgo Leandro Fernández Moratín, que escribió sobre ella sentidos versos y sutiles críticas. Es el segundo cuadro de Goya que entró en la Academia, en 1816, regalado por Teresa Ramos, sobrina de la actriz. También se trata del primer retrato de la actriz encargado a Goya, el segundo fue pintado en 1794 (y no ha quedado noticia de que el pintor hiciera otros de la Tirana, llamada así por ser esposa del actor Francisco Castellanos, apodado el Tirano al que le daban todos los papeles de malo). Rosario luce un "vestido blanco con franja de oro, zapatos ceñidos, con tacón alto, de raso blanco, como las medias, y cruza el cuerpo del vestido, que es de escote redondo y manga corta, un chal de color de rosa fuerte, con flecos de oro". La luz lo es todo: compone no sólo la transparencia de los vestidos femeninos, sino también los tonos de la piel, el volumen de las mejillas, las manos gordezuelas de La Tirana. Nos brinda uno de las mejores muestras de la retratística goyesca. La Tirana posa al aire libre, observándose al fondo una verja de hierro y una fuente, relacionándose con los retratos ingleses del Neoclasicismo. La figura está plenamente iluminada, vistiendo un escotado traje de gasa blanca adornado con una estola rojiza con flecos dorados, igual que el vestido. El rostro de doña María del Rosario Fernández es el principal centro de atención por su gesto de fuerza. La luz resbala por el vestido de manera magistral, apreciándose la rapidez de la factura del artista, en un claro precedente de la pintura impresionista. La postura algo forzada del brazo derecho es muy típica en los retratos de Goya ya que incrementaba el precio de sus obras al pintar las manos y de esta manera las disimulaba. Protegida por la Duquesa de Alba, la Tirana estaba en su máximo momento de esplendor en las "tablas" madrileñas.
  • 41. EL PELELE, 1792 Óleo sobre lienzo, 267 x 160 cm Esta pintura forma parte de la última serie de cartones para tapices realizada por Goya y destinada a decorar el despacho del rey Carlos IV. El encargo se le encomendó en febrero de 1789 y lo apartó de la preparación de los cartones para el dormitorio de los infantes que le había pedido Carlos III, trabajo interrumpido a la muerte de éste por el nuevo rey, quien el 20 de abril precisaba que los temas para sus tapices habían de ser "campestres y alegres". Se percibe de inmediato una cierta estupidez en la manera de hacer el encargo, con una prepotencia muy alejada del clima de entendimiento que se había establecido entre el pintor y Carlos III; de hecho, Goya seguirá con su tarea dos años más y hasta mayo de 1791 no empezará con estas obras, mientras que las cuentas a ellas referidas no serán presentadas por el pintor antes del 26 de junio de 1792. Cuatro jóvenes vestidas de majas mantean un pelele en un entorno de paisaje frondoso, atravesado por un río, con la presencia de un edificio de piedra al fondo. El juego, practicado durante algunas fiestas populares y rito de despedida de la soltería, simboliza aquí el poder de la mujer sobre el hombre, asunto general de este conjunto y repetido en la obra de Goya, con ejemplos en las series de grabados de los Caprichos y de los Disparates, así como en sus álbumes de dibujos. Es un cuadro de ejecución rápida. Los colores son luminosos. En general, el estilo es elegante y ligero, propio del siglo XVIII. Existen varias interpretaciones sobre El pelele. Por una lado completa el significado de las obras con las que compartiría pared: La boda y Las mozas del cántaro, simbolizando la caída de los hombres en manos de la mujer. Una nueva versión de este tema la encontramos en la estampa Disparate femenino. Víctor Chan, sin embargo, encuentra un claro paralelismo en esta obra con la inestabilidad política del momento. Cree que las mujeres formando un círculo representarían las estaciones del año que dan vueltas a la rueda de la fortuna. Cabarrús, Jovellanos, Campomanes, Floridablanca y Aranda tuvieron que abandonar su puesto, y este hecho pudo llevar a Goya a reflexionar sobre el tiempo y la fortuna. Tomlinson apoya esta hipótesis y señala que en esta serie son varias las obras que representan inestabilidad, El pelele empleó uno de los dos bastidores de medidas iguales citados en la factura del carpintero Alejandro Cittadini. El otro era para su pareja Las mozas del cántaro El Pelele, que estaba destinado a ser colocado en el despacho del rey Carlos IV en el Palacio de El Escorial, esconde algunos misterios: ¿se trata de una representación de Carlos IV, caricaturizado como un muñeco en manos de Mª Luisa de Parma? ¿es acaso una alusión al cambio constante de ministros en una época donde imperaba la inestabilidad política? ¿se trata de una mera aproximación con valor decorativo a ciertos ritos populares? Si pensamos en dónde iría situada la obra, no podemos dejar de sonreír al pensar en el atrevimiento de Goya..
  • 43. AUTORRETRATO EN EL TALLER, H. 1790-1795 Óleo sobre lienzo, 42 x 28 cm Uno de los autorretratos goyescos más enigmáticos, esta pequeña tela muestra al pintor trabajando, vestido con gran elegancia y un punto de excentricidad, como por lo demás era prerrogativa de la categoría desde las indicaciones de Leonardo. Goya lleva calzón de color marrón con rayas azules horizontales, chaqueta de terciopelo con vueltas rojas, chaleco rayado y los cabellos sueltos sobre la espalda, al uso francés postrevolucionario. El retrato, está ejecutado al contraluz, teniendo como fondo un vitral que permite al pintor disponer de toda la luz necesaria para su trabajo, aunque sabemos que pintaba también de noche ayudándose de aquel extraño sombrero con que se nos presenta. Se trata en realidad de un soporte en el que Goya colocaba las velas porque, como sabemos por un escrito de su hijo Javier, "los últimos toques para el mejor efecto de un cuadro los daba de noche, con luz artificial". Y aquí está quizá el secreto de esos fragmentos impalpables, llenos de sombra, en los cuales los pliegues y reflejos de los ropajes de sus retratos parecen desaparecer y reaparecer continuamente, como bajo el efecto de un resplandor cambiante y movible.
  • 44. BANDERILLAS EN EL CAMPO, 1793 Óleo sobre hojalata; 43 x 32 cm La escena transcurre en un tentadero delimitado por un muro desde el que un grupo de majos ataviados con capa y sombrero observa la suerte de banderillas que está teniendo lugar en el centro de la composición. Allí cuatro toreros vestidos con trajes de luces ilustran con sus posturas las cuatro fases consecutivas de la suerte de banderillas. El aragonés ha captado con mayor detalle a los toreros en primer término mientras que las figuras que observan la escena están menos definidas. Ha empleado tonalidades terrosas en las que emerge con fuerza el rojo encendido de la capa de uno de los personajes del fondo. En el cielo azul ha pintado nubes para las que ha empleado una gama cromática que va del blanco al gris. En el fondo del cuadro se advierte la presencia de un edificio blanco que podría ser un cortijo andaluz, uno de los muchos que Goya tuvo ocasión de ver durante su permanencia en tierras andaluzas. Este cuadro fue pintado durante la estancia de Goya en Cádiz y en enero de 1794 entregado a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Cuando Goya presentó su serie de escenas taurinas a la Academia de San Fernando fueron recibidas con sumo cariño por sus compañeros. En ella trataba de mostrar diferentes suertes del mundo del toreo ya sea en el campo o en la plaza. En esta bella imagen encontramos a cuatro hombres que nos exhiben los diferentes tiempos de la suerte de banderillas, desde el que cita al toro hasta el momento de hincarlas en el bicho. Al fondo encontramos las tablas del tentadero donde contemplamos majos y embozados que siguen la faena. Una especie de cortijo entre árboles cierra la composición. Las luces del atardecer presiden el espectáculo, creando un atractivo ambiente. Al tratarse de escenas realizadas para el mismo pintor, no existe excesivo esmero a la hora de detallar los trajes de los toreros, interesándose más por la narración y el efecto ambiental. La muerte del picador o Toros en el arroyo forman parte también de esta serie taurina. Antes de encontrarse en su ubicación actual pasó por diferentes colecciones: Ángela Suplice Chopinot en Madrid; Juan Agustín Ceán Bermúdez en Madrid y colección Marqués de la Torrecilla en Madrid.
  • 45. APARTADO DE TOROS, 1793 Óleo sobre lienzo, 165 x 285 cm Este cuadro se describía así en la factura de Goya: "1.º ...un apartado de toros, con varias figuras, de á caballo, y de á pie, y los toros para formar su composición, con su pais correspondiente". En una disposición fundamentalmente horizontal encontramos a los protagonistas de este gran lienzo, respaldados por el edificio que asoma a la derecha, donde también encontramos algunas personas montadas sobre caballos que se dirigen hacia los toros, agrupados en el centro del cuadro. También a la derecha, sentados sobre un murete de piedra, un grupo de personas conversan animadamente frente a los animales. Al fondo se intuye la forma de un cerro visto en la ejanía.
  • 46. CORRAL DE LOCOS, 1794 Óleo sobre hojalata; 43 x 32 cm. En un patio abierto, que podría ser el departamento de dementes del hospital de Nuestra Señora Gracia de Zaragoza, Goya ha pintado un grupo de enfermos mentales. En el centro de la composición dos de ellos pelean desnudos, como si fueran dos luchadores grecorromanos que parecen sacados de una obra clásica, mientras el cuidador les azota con una fusta. Otros, vestidos con unas maltrechas túnicas blancas que Goya en su carta denomina "sacos" les jalean. El personaje que se encuentra a la izquierda de pie con los brazos cruzados mira directamente al espectador con gesto de horror mientras el que está sentado a la derecha con un sombrero hace una mueca sarcástica. A la derecha, de cara a la pared, un personaje en pie viste una librea, uniforme de color verde y marrón que llevaban los pacientes menos conflictivos. La luz que ilumina la parte alta de la escena y la que entra por la ventana con rejas que se encuentra al fondo del cuadro desdibuja los contornos, produce una visión unitaria del espacio y elimina el ángulo en que se unen los dos muros del patio. Este espacio tenebroso e indefinido en el que se encuentran los enfermos mentales parece una alusión a la condición en que éstos se hallan, a las tinieblas de su escasa capacidad para comprender o razonar. Goya testimonia, gracias a su propia experiencia personal, ya que indica que ha visto la escena, la lamentable situación en que se encontraban los enfermos mentales. . Además indaga sobre el tema de la locura y de la irracionalidad, cuestiones que podría haberse planteado a raíz de la sordera y que seguirán siendo objeto de interés para los pintores románticos, tal y como demuestra La loca El cuadro fue identificado en 1967 gracias a su descripción en una carta que Goya mandó a Bernardo de Iriarte del 7 de enero de 1794: "(...) un corral de locos, y dos que están luchando desnudos con el que los cuida cascándoles, y otros con los sacos (es asunto que he presenciado en Zaragoza)". Se trataría de una de las obras que Goya pintó durante su estancia en Cádiz en casa de su amigo el ilustrado Sebastián Martínez,
  • 47. LA CONDESA DE LA SOLANA, H. 1794 - 1795 Lienzo. 1,81 x 1,22. La luz aparece ante todo en el tratamiento espacial y los ropajes. La figura se denota nítidamente sobre un fondo neutro añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más. El retrato representa a María Rita Barrenechea y Morante, casada en 1775 con el conde del Carpio, que adquirió el título de Marqués de la Solana poco tiempo antes de la muerte de su mujer, en 1795. La tela, tan misteriosamente sencilla, evoca quizás el presentimiento de la proximidad de la muerte en una mujer sensible y cultivada; en todo caso, parece proponer la superación de la realidad, hacia el arte o hacia el espíritu, que puede encontrarse en otras obras del "periodo gris" inmediatamente anterior a la crisis de 1792 y a la sordera de Goya; o, si se prefiere, anterior a 1794, año en el cual el pintor reemprendió su actividad. El genio tan variado de Goya destaca particularmente en el género del retrato, a menudo tratado con una sorprendente crueldad satírica. Sin embargo esta obra, legada en 1942 por Carlos de Beistegui, añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más. Su retrato la muestra de cuerpo entero grisáceo, con la delgada figura de pie, vestida con traje negro y una mantilla blanca sobre los hombros y parte de la cabeza. Cruza sus manos, una de ellas sujetando un abanico, a la altura de la cintura, y su rostro enfermizo y reservado mira al espectador. La sobriedad cromática del retrato queda únicamente animada por el gran lazo rosa del pelo y los chapines dorados de punta fina. El genio tan variado de Goya destaca particularmente en el género del retrato, a menudo tratado con una sorprendente crueldad satírica. Sin embargo esta obra, legada en 1942 por Carlos de Beistegui, añade a la distinción del modelo una armonía de color, con tonos grises, negros y blancos, rosas y lilas, que la refuerza aún más.
  • 48. EL PINTOR FRANCISCO BAYEU, 1795 Óleo sobre lienzo. 1,12 x 0,84. Francisco Bayeu y Subías, nacido en Zaragoza en 1734, fue colaborador de Anton Raphael Mengs en los proyectos de la decoración del Palacio Nuevo y una de las figuras capitales del arte de la segunda mitad del siglo XVIII, alcanzando el cargo de Pintor de Cámara (1767), director de Pintura de la Fábrica de Tapices de Santa Bárbara (1783), director de Pintura de la Real Academia de San Fernando, siendo nombrado director general de la misma en junio de 1795, dos meses antes de morir, en agosto de ese año. Francisco Bayeu era hermano del pintor Ramón Bayeu (1746-1793) y del cartujo, y también pintor, fray Manuel Bayeu (1740-hacia 1809), así como cuñado de Goya, que había casado con su hermana Josefa Bayeu el 25 de julio de 1773. Pintado en 1795 para ser expuesto en la Academia de San Fernando en ocasión de la sesión de homenaje póstumo al retratado, Goya ha dejado aquí uno de sus retratos más hermosos, sobrios y expresivos. Francisco Bayeu, su cuñado, le era bien conocido. En 1786 le había retratado ya en un soberbio lienzo del Museo de Valencia, pintado en una gama diferente, más oscura y densa. En este retrato parece que se ciñó fielmente a un autorretrato del propio Bayeu, y extremó en la casaca gris perla y en el fondo luminoso su maestría excepcional en el manejo de la gama fría y plateada. El personaje aparece sentado en un sillón, con un rostro algo demacrado. En la mano derecha sostiene un pincel y elimina los detalles accesorios como el lienzo y la paleta que figuran en el autorretrato utilizado como modelo. Los colores empleados son muy limitados, grises y verdes, que se pueden apreciar en la casaca, el chaleco y en el fajín, jugando a la vez con el brillo de las telas, dotando de gran elegancia al retratado. El carácter duro y poco simpático del autoritario aragonés se traduce con evidencia en la versión de Goya, largos años disgustado con él por motivos familiares y económicos. El cuadro fue adquirido en 1866 para el Museo de la Trinidad, de donde pasó al Museo del Prado. El retrato, póstumo, fue encargo de Feliciana Bayeu, hija del pintor Goya se basó en un Autorretrato de Bayeu (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), al que hizo modificaciones fundamentales, alcanzando magistralmente la nobleza y dignidad exigidas en su tiempo para la profesión de pintor.
  • 49. JOSÉ ÁLVAREZ DE TOLEDO, DUQUE DE ALBA, 1795 195 x 126 cm, Óleo sobre lienzo José Alvarez de Toledo y Gonzaga (Madrid, 1756 - Sevilla, 1796) fue XIII Duque de Alba al contraer matrimonio con María Pilar Teresa Cayetana de Silva, Duquesa de Alba. Obtuvo el Toisón de Oro, la Gran Cruz de la Orden de Carlos III y fue nombrado, en 1791, Inquisidor General de Sevilla. Se trasladó a vivir a su palacio sevillano, donde ejerció su cargo. Era un hombre muy aficionado a la música de cámara sintiendo gran admiración por Joseph Haydn del que precisamente sujeta una partitura en este retrato llamada Cuatro canciones con acompañamiento de fortepiano, a quien el noble había encargado varias composiciones. Esta cantidad de detalles, lejos de ser superfluos, fueron sutilmente introducidos por Goya para resaltar las virtudes del retratado, virtuoso de la música, ya que tocaba varios instrumentos musicales, aunque no por ello dejaba de entregarse a las aficiones viriles propias de la aristocracia montando a caballo. Uno de los retratos más bellos de Goya, resalta tanto por su magistral técnica pictórica como por la perfecta construcción del espacio, cuya perspectiva se acentúa por la posición del mueble. Goya retrata al duque de cuerpo entero vestido con una casaca en tono anaranjado apoyado en una mesa donde descansan un violín y un sombrero. Su rostro, algo melancólico, muestra su sensibilidad hacia las artes. En esta ocasión Goya no utilizó el fondo oscuro habitual en sus retratos sino que sitúa al retratado en una estancia palaciega y delante de una pared de la que surge una luz que ilumina la habitación dando al conjunto mayor profundidad, característica nada habitual en las pinturas de Goya. La elegante y distendida actitud refleja las descripciones contemporáneas de su persona, que refieren su serenidad y temple, mientras que su rostro, de mirada viva e inteligente, se dirige al espectador con simpatía y afecto. Actualmente se cuestiona la creencia de que el cuadro formara pareja con el retrato de su mujer, la duquesa de Alba. Esta pintura procede de las colecciones de la Condesa de Niebla, marquesa viuda de los Vélez, marqués de Villafranca y duque de Medina Sidonia. Fue aceptado el 6 de marzo de 1926 por el Patronato del Museo del Prado, donde ingresó el 25 de mayo de 1926.
  • 50. LA DUQUESA DE ALBA, 1795 Óleo sobre lienzo, 194 x 130 cm Una de las musas que inspiro a Goya para realizar varios de cuadros La luz alcanza su máxima expresión en el vestido de la Duquesa de Alba. Goya retrata por primera vez a la duquesa inmóvil sobre un fondo de paisaje sobrio bajo un cielo plomizo que parece a punto de dejar caer una tormenta de verano sobre la tierra requemada. La espesa melena suelta de cabello negro y rizado solo se adorna con un gran lazo rojo, a juego con otro lazo prendido en el pecho, una amplia faja de seda roja ciñendo el talle y un elegante collar de cuentas de coral rojo. Destacan sobre el sencillo vestido a lunares blanco de gasa. La sencillez compositiva y colorido limitado contrastan con la rigidez de la postura y el gesto imperioso de la mano, señalando hacia la arena, donde se lee: "A la duquesa de Alba. De Goya 1795". Delante de ella, mirando al espectador, perfectamente complementado un bichón blanco con un lacito rojo atado en una pata. Más que la fidelidad de la dama, probablemente representa la lealtad del propio pintor a la mujer que le fascinaba. En el transcurso del año 1795, el pintor, ya famoso retratista y director de pintura de la Real Academia de San Fernando, entra en relación con José Álvarez de Toledo, Marqués de Villafranca y Duque de Alba, que acapara sus servicios y le encarga su retrato y el de su esposa, con la cual tal vez a partir de ahora iniciaría el artista una relación clandestina. El verano siguiente, a la muerte del duque, Goya se reúne con la duquesa en la finca de Sanlúcar para, pasar allí algunos meses: la relación entre ambos, que no se trasluce nunca de manera explícita ni en la correspondencia de Goya ni en ningún otro documento, es no obstante confirmada por un álbum de dibujos (el denominado "Álbum A") que ejecuta durante su estancia en Sanlúcar y en cuyas hojas aparece la duquesa en actitud inequívoca. La célebre modelo, nacida en 1762 y casada en 1775 con el Marqués de Villafranca, tenía treinta y tres años cuando Goya la retrató en este lienzo de aire inaccesible en el que la mujer se yergue como la propia imagen de España. En el fondo de pendientes peladas y caliginosas, la figura de la duquesa se recorta arrogante. Lleva un vestido blanco de línea escueta, casi minimal para el gusto de la época; en un brazo, pulseras de oro, mientras que el otro se extiende en un gesto imperioso que armoniza con la altiva severidad del rostro. Un temperamento con el cual precisamente Goya podía medirse.
  • 51. MARÍA ANTONIA GONZAGA CARACCIOLO, MARQUESA DE VILLAFRANCA, C.A. 1795 87 x 72 cm, Óleo sobre lienzo Doña María Antonia Gonzaga y Caracciolo (Madrid 1735 - 1801) era hija de don Francisco Gonzaga, príncipe del Sacro Romano Imperio, y de doña Julia de Caracciolo. Casó con don Antonio Álvarez de Toledo, X Marqués de Villafranca y nieto de los XII Duques de Medina Sidonia, quedando desde 1773 viuda Fue una mujer de gran temperamento que se dedicó a administrar los bienes de su hijo, el XIII Duque de Alba, y su nuera. Aparece de medio cuerpo, sentada, y viste un traje oscuro adornado con una pañoleta de gasa blanca decorada con una rosa y un lazo de color azul, atuendo que le confiere una elegancia notable. Lleva una impresionante peluca de color gris con rizos adornada con un lazo azul oscuro. Sus manos, dotadas de una honda precisión y fuerza según Gudiol, portan un abanico con el que parece jugar. El rostro, propio de una mujer de sesenta años, edad que tenía cuando Goya la retrató, denota la inteligencia y astucia de la retratada para la buena administración de sus bienes. Como en la mayoría de los retratos de Goya, la figura se encuentra en un espacio neutro, sin ninguna referencia espacial. Del lado izquierdo surge un haz de luz que ilumina la figura haciendo destacar la pañoleta que cubre sus hombros y el rostro de piel fina y sonrosada. Obra de mediados de la década de 1790. Debe situarse en fecha próxima al retrato de su hijo, el Marqués de Villafranca, de 1795, cuando Goya realizó varias obras por encargo suyo, entre otras su retrato (hoy en el Prado) y el de su esposa, "La Duquesa de Alba de blanco" de la Colección Alba. Goya supo sugerir tanto el cuerpo menudo y delicado de la dama como la firmeza de su carácter, que la hizo llevar férreamente la casa familiar tras la muerte prematura de su hijo. No se tienen noticias del primer destino del cuadro, que pudo colgar en el palacio de la retratada o en el de sus hijos, en la calle del Barquillo (Madrid). A la muerte de su hijo en 1796, la marquesa heredó los bienes de éste, entre los que pudo encontrarse este retrato.
  • 52. LA DUQUESA DE ALBA Y LA BEATA, 1795 Óleo sobre lienzo, 33 x 27,7 cm. Goya pintó este lienzo cuando contaba con cincuenta años, poco después de haber sufrido una enfermedad que le dejó sordo. Durante la convalecencia de esta enfermedad Goya realizó la serie de cuadros de gabinete que suponían la posibilidad de expresarse libremente en un ámbito artístico apartado del arte oficial. Una vez de vuelta al trabajo el pintor aragonés llevó a cabo obras en las que siguió la tónica de aquellos cuadros tan personales que ejecutó durante su retiro. Precisamente esa libertad expresiva se percibe en los retratos que durante este periodo realizó de la aristocracia madrileña entre los que se encuentra esta obra y su pareja, "La Beata" con Luis de Berganza y María de la Luz . La estrecha relación entre Goya y la duquesa de Alba, a la que retrató en varias ocasiones, sirvió al pintor aragonés para acceder a la intimidad del palacio de la aristócrata ubicado en la calle del Barquillo de Madrid. Este óleo, que fue realizado cuando la duquesa tenía treinta y tres años, recoge el momento en que ésta asusta con un objeto rojo a su anciana criada, Rafaela Luisa Velázquez, quien sujeta en su mano una cruz. La criada era conocida como "la Beata" por su afición a los rezos motivo por el que, al parecer, era centro de las bromas en el palacio. En definitiva lo que Goya hace en esta obra es un peculiar retrato íntimo de la duquesa de Alba que describe su carácter un tanto irreverente. Este lienzo puede considerarse, en cuanto a estilo y temática, el preámbulo del Álbum A llamado de Sanlúcar que Goya pintó en 1796 durante su estancia en la localidad gaditana. La duquesa de Alba y "la Beata" anticipan algunas de las características estilísticas de aquellos dibujos así como la importancia concedida a la figura humana y la ausencia de cualquier descripción espacial. Luis Berganza, hijo de Tomás Berganza, administrador de la duquesa de Alba y heredero en su testamento, se convirtió en propietario de este lienzo y de su pareja, "La Beata" con Luis de Berganza y María de la Luz. La obra permaneció en manos de los descendientes de esta familia hasta que fue vendida en Sotheby's en 1985. El comprador fue el Estado, que la adquirió por derecho de tanteo para el Museo Nacional del Prado.
  • 53. AUTORRETRATO, (1795- 1797) Óleo sobre lienzo, 18 x 12,2 cm Procedente de la colección de la duquesa de Alba, este pequeño autorretrato tiene todo el aire de haber sido hecho por el pintor para su amante. Por este motivo se tiende a considerarlo obra relacionada con el período de la estancia en Sanlúcar, si bien algunos estudiosos ven en él, por la expresión intensa y casi obsesiva, un alusión a la sordera que lo afligió en 1793 y prefieren por tanto situarlo en el momento de la convalecencia de la larga y peligrosa, enfermedad que lo había privado del oído. La extraordinaria intensidad de la imagen y su palpitante pictoricismo otorgan al pequeño lienzo un aspecto monumental: Goya fija con extrema concentración el espejo en el que se retrata y extrae de él un icono romántico del genio, que hace pensar en los célebres retratos de Beethoven. En efecto, hasta el modo de vestir, con la chaqueta oscura de cuello alto, la camisa abullonada blanca con rayas azules y el pañuelo blanco y rojo anudado al cuello confieren al pintor un aspecto bastante más "moderno" y decimonónico en comparación con los personajes que suelen posar para sus retratos. Por no hablar de los cabellos descuidados, partidos por la mitad, ondulados y furibundos, que sombrean los grandes ojos felinos. La pincelada es deshecha, distribuida en nudos, y la camisa está pintada con rápidos toques de luz y sombra siguiendo los pliegues del tejido. El tamaño reducido de este Autorretrato indica su destino privado e íntimo, como regalo para alguien del interés de Goya. La procedencia del cuadro, que viene de los herederos de Tomás de Berganza, mayordomo de los Duques de Alba, que continuó al servicio de la duquesa después de la muerte del duque, determinó que, siguiendo la leyenda que desde mediados del siglo XIX fomentó la idea romántica de la relación entre el artista y la aristócrata, se pensara que había sido regalado por el artista a la duquesa. No existen, sin embargo, más pruebas de que el pequeño retrato perteneciera originalmente a María Teresa de Silva que la tradición oral en la familia Berganza, que lo estimaba como donado por la duquesa a su mayordomo junto con otras dos obras de Goya: La duquesa de Alba y la Beata y La Beata y los niños, Luis de Berganza y María de la Luz (Colección particular), fechadas hacia 1795. Debió de ser entonces o poco después cuando pintó el pequeño Autorretrato, que evidencia la moda que viste el artista y la disposición de su cabello, corto, suelto y sin empolvar. Goya está ante un fondo de color grisáceo verdoso, cuya luminosidad aumenta significativamente en torno a si figura, como si de ella irradiara la luz que es propia del trabajo del pintor y especialmente interesante en su caso, ya que la utilizó como metáfora de sus ideas sobre el conocimiento y el progreso a tono con las de su siglo, el Siglo de las Luces. El artista viste con elegancia y está sentado en un discreto y refinado sillón de terciopelo rojo armadura dorada, que aparece también en los retratos realizados en este período. Goya tiene ante sí el lienzo colocado en un caballete que queda fuera de la composición, sobre el que pinta sin duda el retrato de un modelo sentado ante él, al que el artista le dirige la mirada característica del pintor, directa y profunda, que capta la realidad externa del exterior y el interior psicológico del retratado.
  • 54. JUAN MELÉNDEZ VALDÉS, 1797 Óleo sobre lienzo, 73,3 x 57,1cm Juan Antonio Meléndez Valdés nació en Ribera del Fresno (Badajoz) en 1754. Fue catedrático de Humanidades en la Universidad de Salamanca dedicándose también a la magistratura. Pero sobre todo destacó como poeta. Falleció en el destierro en Francia en 1817. Aparece retratado de medio cuerpo con una casaca oscura y camisa blanca con lazo atado al cuello. Un foco de luz incide directamente en su cabeza, en su rostro que nos muestra a una persona inteligente y preocupada ante los acontecimientos vividos en la política española de aquella época. Como la mayoría de los retratos de Goya se encuentra realizado sobre fondo oscuro para resaltar la volumetría del personaje.
  • 55. EL CONVIDADO DE PIEDRA, (1797) Óleo sobre lienzo, 43 x 32 cm Goya ha pintado en este cuadro la escena del Acto III de la comedia de Antonio de Zamora (Madrid, 1665-Ocaña, 1727), No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, y Convidado de piedra que, con gran éxito, fue representada anualmente en Madrid entre 1784 y 1804. Moratín, que conocía esta versión de la leyenda de Don Juan de Zamora, se la pudo recomendar a Goya para la realización del cuadro. También es posible que el pintor aragonés, aficionado al teatro, la hubiese visto y hubiese decidido pintar un lienzo sobre esta parte de la obra. El protagonista de la comedia, Don Juan, después de matar al Comendador, Gonzalo de Ulloa, reta a su estatua y la invita a cenar a su casa. A su vez, la estatua responde a don Juan con una invitación para asistir al panteón de los Ulloa, el lugar donde se desarrolla la escena de este cuadro. Al fondo de la composición Goya ha pintado un arco que podría aludir a la capilla de los Ulloa y bajo el cual aparece la figura de piedra del Comendador. Se trata de una figura fantasmagórica que se acerca a don Juan sentado con las manos en jarras y en actitud desafiante. Don Juan, que no se arrepiente de sus actos, sufrirá el castigo del infierno, representado en este lienzo mediante llamas y fuego. Este es el cuadro que más se aleja desde un punto de vista temático del resto de las obras de la serie de pinturas de los Duques de Osuna. En él no aborda el contraste de la realidad con la imaginación para criticar la superstición, sino que se muestran las consecuencias morales del pecado. Frank Irving cree que El convidado de piedra fue pintado por Goya para cerrar esta serie. Esta obra se pudo ver por última vez en el año 1896 en una subasta de los bienes de los Osuna. Se encuentra actualmente en paradero desconocido y se conoce através de una fotografía de Laurent, según la cual su estado de conservación parece delicado.
  • 56. EL AQUELARRE, 1797- 1798 Óleo sobre lienzo, 44 x 31 cm El lienzo muestra un ritual de aquelarre, presidido por el Gran macho cabrío, una de las formas que toma el demonio, en el centro de la composición. A su alrededor aparecen brujas ancianas y jóvenes que le dan niños con los que, según la superstición de la época, se alimentaba. En el cielo, de noche, brilla la luna y se ven animales nocturnos volando (que podrían ser murciélagos). En la serie de la que forma parte se encuentran también otros cinco cuadros de similar temática y dimensiones, que son: Vuelo de brujas (Museo del Prado), El conjuro (Museo Lázaro Galdiano), La cocina de los brujos (colección privada, México), El hechizado por la fuerza (National Gallery de Londres) y El convidado de piedra (hoy en paradero desconocido). La escena pertenece a la estética de «lo sublime terrible», caracterizada por la preceptiva artística de la época también en el prerromanticismo literario y musical y que tiene su paralelo en el Sturm und Drang alemán. Se trataba de provocar un desasosiego en el espectador con el carácter de pesadilla. En este cuadro y en la serie a la que pertenece se acentúan los tonos oscuros, y es por ello que la ambientación se sitúa en un paisaje nocturno. En el momento de la ejecución de esta serie, Goya se encuentra trabajando en Los caprichos con los cuales guarda una estrecha relación. El tema de la brujería estaba de actualidad entre los ilustrados españoles amigos del pintor, especialmente inclinado a él estaba Leandro Fernández de Moratín. La figura femenina recostada de espaldas al espectador en el primer término, que esconde bajo su manto la cabeza de un niño del que únicamente podemos ver sus piernas, tiene mucho que ver con el dibujo de la página 6r del Cuaderno italiano (1771-1793, Museo Nacional del Prado, Madrid). Forma parte de una serie de ocho telas para el despacho de la Duquesa de Osuna en la propiedad suburbana de la Alameda, ciclo al que se alude habitualmente como los "asuntos de brujas" para la Alameda. Goya presentó la factura el 27 de junio de 1798. Remitimos al estudio introductorio para la compleja situación cultural en la que se insertaba este tipo de pintura; aquí nos limitaremos a recordar que los temas elegidos, aparentemente extravagantes, estaban de moda entre la aristocracia intelectual frecuentada por el pintor y que algunos de ellos tienen su origen en obras teatrales de la época.
  • 57. EL EXORCISMO (EL CONJURO), 1797-1798 Óleo sobre lienzo, 45 x 32 cm. Como el anterior, forma parte de la serie de "asuntos de brujas" para la Alameda y tiene la misma carga terrorífica y al mismo tiempo irónica: el espantado protagonista, al que han sacado de la cama, está arrodillado rezando en pleno campo y de noche, víctima del rito que le imponen unos sospechosos sacerdotes con hábito y deformes cubrecabezas, por encima de los cuales resoplan demonios volantes. Estas figuras se podrían interpretar de otro modo como las alucinaciones que amenazan al endemoniado, inútilmente postrado en oración, en un intento de liberarse. Como en el caso anterior, es sugestiva la atmósfera lumínica, tomada del natural por Goya: con la noche tenebrosa en lo alto del cielo mientras una neblinosa luz corre rasante por el perfil del horizonte evocando la impresión de unas lejanías perdidas y desoladas, azotadas por el viento. Dentro de la serie, esta obra se relaciona con El aquelarre, Brujos por el aire y La cocina de las brujas por representar conciliábulos y rituales nocturnos de espíritus demoníacos extraídos de las creencias populares; por su contenido se apartan de Don Juan y El convidado de piedra y La lámpara del diablo, que hacen referencia a dramas teatrales del escritor Antonio Zamora y tienen por tanto un origen más docto y a modo de cita concreta. Un grupo de viejas brujas practican magia en plena noche a un hombre aterrorizado que viste un camisón blanco. Mientras una bruja entona cantos a la luz de una vela, otra lleva un cesto con niños y una lechuza se le posa en la cabeza. Al otro lado, otra bruja clava una aguja a un muñeco de cera, mientras dos murciélagos se agarran en su manto. En el centro del cuadro una anciana con túnica amarilla se acerca a tientas a la mujer agazapada en camisón. En la parte superior, sin terminar de pintar, vemos una figura que, con huesos en las manos, observa la escena siendo identificada por algunos como el diablo o como la reina del aquelarre. A su lado vuelan murciélagos y búhos. La composición de este cuadro está formada por dos triángulos equiláteros entrelazados con un círculo en la parte central creado por las figuras principales. Esta composición, la misma que Goya emplea en Berganza y Cañizares o Cocina de brujas, rememora el Sello de Salomón, un signo mágico habitualmente utilizado en brujería tanto para invocar al diablo como para hechizar a un enemigo. Según Marina Cano, el efecto dramático de esta composición se incrementa gracias a la manera en que Goya ha empleado el color: a partir de una capa de pintura negra, que cubre la totalidad del lienzo, aplica los colores para ir consiguiendo las zonas de luz reservando el negro del fondo.
  • 58. LA LÁMPARA DEL DIABLO, 1797-1798 Óleo sobre lienzo, 42 x 32 cm Se trata también en este caso de uno de los "asuntos de brujas" para la Alameda. El tema está tomado de un drama de Antonio Zamora muy popular en la época de Goya y titulado El hechizado por fuerza. Don Claudio, sacerdote supersticioso, cree ser víctima de un maleficio y para seguir viviendo tiene que mantener siempre encendida la lámpara del diablo. En el fragmento de página visible en primerísimo plano se lee "LAM/DESCO" , que es el inicio del primer verso de la fórmula recitada por el cura: "Lámpara descomunal/cuyo reflejo civil/me va a moco de candil/chupando el óleo vital [...] " . El humor negro y la sátira de Goya contra las supersticiones populares serían sin duda especialmente del agrado de la duquesa de Osuna, para cuyo despacho se realizaron estas obras. La residencia de la Alameda era de hecho conocida por el sobrenombre de "El Capricho", y los asuntos de brujas darían tema a las cultas conversaciones de los literatos y nobles que fuesen a visitar a los Osuna, evidentemente capaces de entender las citas teatrales y los dobles sentidos ocultos en los cuadros. Goya no era un visionario impulsivo, sino que en la construcción de un código figurativo demoníaco y ultraterreno contaba con la guía e instrucción_de refinados pensadores de la Ilustración tardía. El aterrorizado protagonista de la escena es el sacerdote de negra sotana, que aventura el paso y se estira para verter el aceite en la lámpara, presentada con prontitud por el demonio con una obsequiosa inclinación, animalesca y servil, mientras en el fondo se dejan ver unos asnos gigantescos que bailan derechos sobre las patas traseras. Contribuyen a acentuar la sensación inquietante el espacio incierto, la luz titilante y el lomo del libro en primerísimo plano, inclinada como una lápida torcida. En el fondo de la composición, tres burros, pintados con pinceladas sueltas, bailan sobre sus cuartos traseros. Éstos son la representación del momento de la obra en que don Claudio dice mientras camina por la habitación: "Una danza aquí se alcanza/ a ver, aunque no muy bien,/ De borricos; yo sé quien/ Pudiera entrar en la danza". Con esta obra Goya critica que una mente perturbada pueda llegar a convertir la realidad en fantasía aproximándose, de esta manera, al contenido de su serie de grabados Los Caprichos.
  • 59. JOVELLANOS, 1798 Óleo sobre lienzo, 205 x 133 cm Gaspar Melchor de Jovellanos fue uno de los más ilustres representantes de la Ilustración española, como hombre de letras, escritor y poeta, así como político de ideas avanzadas. Nacido en Gijón en 1744, se doctoró en Derecho en Salamanca. Interesado en el arte, fue admirador de Goya desde fecha temprana, habiéndose hecho retratar por el artista en los años en que acababa de ser nombrado miembro de la Real Academia de San Fernando. En 1767, Jovellanos había sido nombrado alcalde de la Sala del Crimen en la Audiencia de Sevilla y, en 1778, alcalde de Casa y Corte. Se trasladó a Madrid en 1780, para ascender al Consejo del Real de las Órdenes. Sin embargo, por su defensa de las reformas agrarias y de la libertad económica, en los años coincidentes con la Revolución Francesa, fue desterrado a Gijón, donde fundó, en 1794, el Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía y redactó su Informe sobre la Ley Agraria. Regresó a Madrid en noviembre de 1797, a la caída de Godoy, al ser nombrado ministro de Gracia y Justicia. Sus reformas jansenistas de la política religiosa provocaron su caída en agosto de 1798 y su encarcelamiento en Mallorca desde 1801 hasta marzo de 1808. Rechazó el cargo de ministro del Interior bajo José Bonaparte y se trasladó a Cádiz, como representante del Principado de Asturias en la Suprema Junta Central. Murió, mientras se dirigía a Gijón, huyendo de los franceses, el 27 de noviembre de 1811. El retrato, pintado seguramente en Aranjuez en abril de 1798, presenta a Jovellanos en su calidad de Ministro de Gracia y Justicia, el cargo que ocupaba entonces, ante su mesa de trabajo, con numerosos documentos y una escribanía de plata. Sobrio y elegante, no luce ninguna de las medallas o bandas de las órdenes recibidas, sino que se acentúa aquí el carácter íntimo del personaje, su actitud pensativa, con la cabeza apoyada en su mano, posición tradicional, desde el siglo XV, para la representación de la Melancolía, que afectaba a los artistas y era símbolo de genialidad creativa. Jovino, "El melancólico" fue el apodo que recibió Jovellanos de sus compañeros, en un poema de Juan Meléndez Valdés, como poeta arcádico, y así le representó Goya. En la decoración de la mesa labrada y dorada aparecen los bucráneos, atributos de la Melancolía y símbolos de la vanidad del hombre, que sólo en la muerte alcanza la sabiduría divina. Se acentúa aquí, además, su carácter intelectual con la escultura en bronce de Minerva, diosa de la sabiduría y de las artes, que protege con su gesto a Jovellanos. En el escudo de la diosa figuran las armas del Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, promovido por Jovellanos y una de las iniciativas de las que se sintió más orgulloso. La posición de Jovellanos, sentado a la mesa de trabajo, apoyando la cabeza en su mano se ha relacionado con la actitud del artista, considerado como su autorretrato, en el contemporáneoLa espléndida efigie del escritor, político, jurista, cuyas ideas tanto influyeron en Goya, resulta merced a una sutilísima gama cromática, revela una profunda preocupación y describe la hondura psicológica con que el genial artista solía presentar sus modelos.
  • 60. FRESCOS DE SAN ANTONIO DE LA FLORIDA, 1798 Su cargo como Pintor de Cámara le procuró a Goya el encargo que sus amigos Jovellanos y Saavedra, entonces ministros, le hicieron para que realizara la decoración pictórica de la iglesia que se consagró a San Antonio de Padua, y se convertiría a finales del siglo XIX en un popular centro de romería cada trece de junio. Romería que se sigue celebrando en la actualidad. Ayudado por Asensio Juliá entre agosto y diciembre de 1798, Goya nos dejó en la cúpula de la ermita la narración del milagro medieval trasladado al Madrid de su época. El tumulto popular que se organizó en el cementerio lisboeta lo transfiere el genio de Fuentetodos alrededor de una barandilla, procedimiento utilizado anteriormente por Mantegna, Correggio o Tiépolo, tras la que aparece una nutrida representación de personajes humildes del pueblo de Madrid. El tema y el lugar nos obligan a pensar en una pintura religiosa, pero Goya da un giro al encargo y convierte esta obra en mucho más. De esta forma Goya nos invita a un tour en el que los pobres del pueblo de Madrid asisten maravillados, atónitos o melancólicos al milagro franciscano y a un hito en la Historia del Arte. Goya rompe la tradición representando en lo más alto de la iglesia a las gentes humildes que rodean al santo y coloca en el resto de paramentos a la corte celestial. Hay en los rasgos de éstas imágenes un eco inconfundible de Los Caprichos, que Goya había realizado un año antes de crear estos frescos. Las majas de la imagen siguiente serán la inspiración que llevará a tantas mozas melancólicas, sensuales, inspiradoras y hermosas a los pinceles del mismo Goya o del francés Manet, entre otros muchos. Estos personajes forman parte de un universo que lejos de adaptarse a las normas académicas, a las que su creador estaba atado oficialmente, son un impulso de libertad creadora que el aragonés practicaba fuera de los círculos oficiales, y comienza a mostrar públicamente en esta pequeña ermita. Ellos son los primeros testimonios de ese universo goyesco que abre la puerta de la modernidad, a pesar de ser un encargo para la Casa Real. .
  • 61. Oleo sobre lienzo, 73 x 56 cm En ese contexto de amistad profunda hay que situar la realización de este soberbio retrato en el verano de 1799. De entre los que Goya hizo de sus amigos en la década de 1790 éste de Moratín es el más sencillo de concepción y el más directo. En un retrato ya romántico. Sobre un fondo oscuro se destaca en magistral claroscuro, de ecos rembrandtianos, la figura de Moratín, que tenía entonces 39 años. En posición de tres cuartos, dirige su mirada hacia el espectador. Es el retrato psicológico de un hombre reservado, inteligente y atrevido. Físicamente, Moratín era de ojos vivaces, nariz prominente, cuyo exceso disimuló Goya colocándola casi en perpendicular, labios carnosos y barbilla redondeada. Su vestimenta es de una gran sobriedad, no exenta de elegancia. Lleva el pelo natural suelto, a la moda impuesta por los revolucionarios franceses, y la casaca a la última moda, con corbatín negro romántico. La factura es rápida y empastada, matizando mucho los rasgos faciales y los brillos de la casaca marrón. En su Diario escribió Moratín el día 16 de julio de 1799: "A casa de Goya: retrato". Esa anotación documenta y fecha la realización de este magnífico retrato del poeta, comediógrafo y traductor Leandro Fernández de Moratín, gran amigo del pintor. Aunque el conocimiento entre ambos se remontaba a la década anterior, cuando se conocieron por medio de su amigo común Jovellanos, la relación entre Goya y Moratín se hizo muy estrecha a partir de finales de 1796, al regreso del escritor de un largo periplo viajero, iniciado en 1792. Con una misión oficial y secreta, Moratín había viajado por Francia, donde había vivido en París con estremecimiento algunos de los acontecimientos trascendentales de la Revolución Francesa, como el asalto a las Tullerías el 10 de agosto de 1792 y la formación de la Comuna de París, y después por Inglaterra, Países Bajos, Alemania, Suiza e Italia. A su regreso, Moratín fue nombrado secretario de interpretación de lenguas del Despacho del Consejo del Rey, y las visitas al estudio de Goya, así como sus contactos, fueron frecuentes, como quedan reflejadas en su Diario. El 21 de mayo de 1798 Moratín, buen conocedor de la pintura y hábil dibujante, acompañó a Goya a ver las pinturas de la iglesia y convento de las benedictinas de San Plácido. Seguramente, ya le habían encargado a Goya las pinturas para San Antonio de la Florida, lo que explicaría esa visita para contemplar las pinturas decorativas de Francisco Rizzi, Cabezalero y Coello. RETRATO DE FENÁNDEZ MORATÍN, 1799
  • 62. MARIANA WALDSTEIN, NINTH MARQUESA DE SANTA CRUZ, 1797-1800 142 x 97 cms., Óleo sobre lienzo. María Ana Waldstein (1763-1808) nació en Viena y procedía de una noble familia austriaca. Casó con dieciocho años en Madrid con el Marqués de Santa Cruz, hombre cercano a Goya que ocupó un cargo importante en la corte madrileña. Fue una gran aficionada a las artes, cultivando el óleo, el dibujo y el pastel y convirtiéndose en miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Viajó mucho a Italia y vivió en París donde hizo amistad con el todavía Primer Cónsul Napoleón. Goya pinta a la protagonista de pie y cuerpo entero, ante un fondo de paisaje arbolado y montañoso. Lleva una falda negra de talle alto con encajes que hace juego con la mantilla que le cubre los hombros y que deja ver la indumentaria de color rosa del brazo que coincide con el color del lazo que decora su peinado. En la mano izquierda sostiene un abanico. Calza chapines de color blanco decorado con detalles dorados. El rostro agraciado, desinhibido y juvenil de la marquesa tiene una tonalidad rosada que le da un aspecto muy saludable. Destacan en la obra los contrastes entre negros y rosados, armonía cromática muy utilizada por el artista. En 1865 Louis Guillemardet donó al Museo del Louvre una copia antigua de pequeño tamaño (52 x 34 cm) y autor anónimo que en el pasado algunos autores atribuyeron a Goya.
  • 63. RETRATO DEL CARDENAL LUIS DE BORBÓN, (1798- 1800) Óleo sobre lienzo, 200 x 106 cm Goya ya había retratado a este personaje cuando era niño en Arenas de San Pedro (Ávila) y de nuevo le representó, en dos ocasiones, tras su nombramiento como cardenal. Se trata por tanto de un retrato conmemorativo, de tono solemne, en el que presenta al protagonista de pie y cuerpo entero, con solideo y los hábitos cardenalicios de color rojo púrpura, portando un misal abierto en la mano izquierda. De su cuello cuelga la banda de la Orden de Carlos III y la cruz del Saint Esprit, condecoraciones que le fueron concedidas por el rey Carlos IV. La figura se recorta, iluminada desde un lateral, sobre el fondo negro. Existe una réplica con algunas variantes en el Museo del Prado y una copia atribuida a Agustín Esteve en la colección del Marqués de Casa-Torres. La obra procede de Boadilla del Monte (Madrid) y perteneció a los descendientes de la retratada, los Condes de Chinchón, de donde pasó por herencia familiar a los Duques de Sueca. Viajó a Brasil y fue donada al museo por Orozimbo Roxo Loureiro.
  • 64. BANDIDO DESNUDANDO A UNA MUJER, 1798-1800 Óleo sobre lienzo, 40 x 32 cm. Tres de los ocho cuadros de la serie se pueden relacionar entre sí: Bandido desnudando a una mujer, Bandido asesinando a una mujer y Bandidos fusilando a sus prisioneros. Tras el asesinato de los hombres en Bandidos fusilando a sus prisioneros, las mujeres del mismo grupo han sido trasladadas por los bandidos a un cueva en la que presenciamos una terrible escena. En el centro de la composición, una mujer está siendo despojada de sus ropas por un viejo, mientras que ella gira la cabeza y se tapa la cara con la mano como no queriendo ver lo que está a punto de suceder. En el lado izquierdo del lienzo, un hombre más joven, está violando a la otra mujer que se encuentra totalmente desnuda. Ambos están tumbados en el suelo y el joven mira a su próxima víctima con una expresión burlesca. A la entrada de la cueva un hombre vigila. La tensión y el terror del momento son perfectamente interpretados por Goya a través de esas pinceladas empastadas y del color empleado. Goya se manifiesta como un excelente cronista ya sea de escenas alegres y divertidas como los cartones o impactantes y dramáticas como las que forman esta serie. La luz, que entra por la cueva, ha sido realizada con gruesas pinceladas. Las diferentes gradaciones de colores terrosos y grises junto con algún toque rojizo dan forma a esta composición, que según Gudiol, es una de las más refinadas de la serie, La serie completa de los ocho cuadros fueron adquiridos a Goya por el coleccionista mallorquín don Juan de Salas, antepasado del Marqués de la.Romana.
  • 65. CUEVA DE GITANOS, 1798-1800 Al igual que en las escenas de los bandidos asesinos, Goya sitúa la presente en el interior de una cueva, a cuya gran pared se adhiere la luz difusa y fría que entra desde el paisaje abierto. En el interior han encontrado cobijo no solamente un grupo de asnos , sino también mujeres y hombres, probablemente gitanos, como podemos deducir por su pintoresca ropa . Tan peculiar pacífica asamblea , formada por humanos y animales , ha pasado la noche al lado de un fuego todavía encendido . Que esto es así, lo podemos deducir de sus actitudes y sus mantas, con las que se tapan y que aparecen repartidas por el suelo .En el primer plano aparecen boca arriba un gitano todavía profundamente dormido, tapado ligeramente por su capa azul y objeto de observación por parte de la mujer del segundo plano . Justo al lado de la entrada disfrutan otros zíngaros de su charla matinal , al igual que la pareja de fondo , situada cerca del fuego.
  • 66. HOSPITAL DE APESTADOS, 1798-1800 Por sus medidas y por el uso de una preparación anaranjada en el lienzo, esta obra se puede vincular con Cueva de gitanos y Fusilamiento en un campo militar. En la habitación de un hospital guarecida por amplias arcuaciones, se desarrolla esta escena en la que un grupo de personas sufren los estragos de una epidemia. La luz dorada ilumina el espacio y descubre una situación angustiosa en la que algunos enfermos intentan socorrer a los que están más graves, incluso moribundos, dándoles de beber medicinas. Lo hacen a pesar del ambiente pestilente que, en algunos casos, les obliga a taparse la nariz con los dedos. Esta actitud es la misma que la de la figura que está en pie y atraviesa un macabro paisaje de cadáveres en el grabado nº 62 Las camas de la muerte de Los desastres de la guerra. Las figuras están pintadas con finas y rápidas pinceladas y los rostros se abordan superficialmente adquiriendo, en muchos casos, un aspecto fantasmagórico que preconiza la muerte.
  • 67. FUSILAMIENTO EN UN CAMPO MILITAR, 1798-1800 Óleo sobre lienzo, 33 x 57 cm Por sus medidas y por el uso de una preparación anaranjada en el lienzo, esta obra se puede vincular con Cueva de gitanos e Hospital de apestados. Esta escena tiene lugar de noche en un campamento militar. A la izquierda se sitúa una tienda de campaña roja engalanada con estandartes y banderas. En el suelo hay cadáveres de militares vestidos con casacas azules con bocamangas rojas y blancas y pantalones de color ocre que señalan su pertenencia a uno de los regimientos españoles de la Guerra de la Independencia. Hacia ellos corre un grupo de civiles, gente del pueblo modestamente vestida. Dos de ellos transportan a un herido y algo atrás una mujer vestida de amarillo, que se convierte en el centro de la composición, se aferra a su hijo desnudo.
  • 68. Aguafuerte, Aguatinta sobre papel verjurado, 306 x 201 mm La fantasía, abandonada de la razón, produce monstruos imposibles; unida con ella es la madre de las artes y origen de las maravillas. El autor soñando. Su intento solo es desterrar vulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de caprichos el testimonio sólido de la verdad, escribió Goya dos años antes (1797). Pensó poner la estampa al frente de la edición. En esta estampa, Capricho 43, comienza una serie de composiciones destinadas principalmente a flagelar la ignorancia del pueblo, los vicios de los monjes y la estupidez de los grandes. Las creencias en la superstición, todavía extendidas entre el pueblo durante aquellos años, y alimentada por los monjes, nutrió al pintor de una gran parte de sus temas. La estampa ofrece un mundo de pesadilla; Goya no convierte a la razón en verdad, no juzga los monstruos, sólo los expone; presenta así el mundo de la noche, que caracteriza la totalidad de los Caprichos: una inversión del día. El autor Alcalá Flecha (1988: 444-453) recoge tres interpretaciones. Una primera que trata de la firme convicción del artista en los poderes de la razón, como conjuradora de las tinieblas y el oscurantismo. Revelando la confianza ilustrada en el poder inmarcesible de la razón, capaz de desterrar los errores y vicios humanos, de conjurar las tinieblas de la ignorancia y el error, de extender y propagar la luz de la verdad. La segunda interpretación estaría basada en la expresión de un principio estético propio de la crítica artística neoclásica, que consideraba la razón y la fantasía como principios antitéticos que el artista había de saber combinar, es decir que el artista debía utilizar la razón para moderar los excesos de la fantasía, por cuanto que sin la guía de la primera ésta sólo produce monstruos imposibles. Y por último una tercera interpretación que se basa en la expresión de la amargura por el fracaso irremediable de la razón en ese mundo ilustrado que tanto la encumbrara. En la contienda entre luces y sombras han vencido estas últimas; el mundo ordenado por la razón ha sucumbido y sus ámbitos son a hora poblados por animales demoníacos que se enseñorean de las tinieblas. El año de 1799 es uno de los momentos clave en la vida y la obra de Francisco de Goya. Además de ser nombrado primer pintor de cámara, gozar de un creciente prestigio como retratista y de inaugurarse la ermita de San Antonio de la Florida que él había decorado, el 6 de febrero se publicó en el Diario de Madrid el anuncio de la puesta a la venta de las ochenta estampas que forman la serie de los Caprichos. Ésta marca la culminación de un intenso periodo en la vida del pintor, que se había iniciado en 1792, cuando a consecuencia de una enfermedad convaleció en la residencia gaditana de Sebastián Martínez, donde pudo contemplar estampas satíricas inglesas que influirían posteriormente en su obra. A su regreso a Madrid cultivó la amistad de Leandro Fernández de Moratín, con quien hubo de intercambiar ideas que estarían después presentes en los Caprichos. Como menciona el anuncio de la venta, los Caprichos son ante todo una sátira concebida como medio para combatir los vicios de los hombres y los absurdos de la conducta humana. Simplificando la serie, podemos agrupar las estampas en torno a cuatro grandes temas, todos ellos de indudable tono crítico. En el primero de ellos aborda el engaño en las relaciones entre el hombre y la mujer: el cortejo como práctica habitual según la cual el hombre moderno, ocupado en sus variados negocios, dejaba que su esposa fuese acompañada en sus salidas por un galán; la prostitución que denigraba y explotaba la condición de ambos sexos; y los matrimonios desiguales o de conveniencia, práctica habitual de su tiempo y criticada por los ilustrados.
  • 69. CARLOS IV EN TRAJE DE CAZA, 1799 Óleo sobre lienzo, 210 x 130 cm Representa al rey Carlos IV de la dinastía borbónica. Subió al trono español en 1789. Como su padre Carlos III, el nuevo rey apreció la obra de Goya y lo nombró pintor de cámara. A partir de la coronación, Goya pintó numerosos retratos del rey y su esposa. Dado que la caza era el pasatiempo más importante del monarca (le dedicaba un tiempo desproporcionado), Goya lo presentó en traje de caza. Muchos reyes españoles han contado con retratos similares; Goya también retrató así a Carlos III en 1787. El pendant o pareja de este retrato es el de La reina María Luisa con mantilla Debido a la fecha de su creación, es posible que los retratos fueran pintados con motivo del décimo aniversario del reinado de la pareja rea. Ahora se encuentra en el Palacio Real de Madrid. El rey aparece retratado de pie y cuerpo entero en un paisaje natural sobre el fondo de un paisaje montañoso, con un roble detrás; vestido con traje de caza. Se cubre con bicornio y sobre su pecho ostenta la banda de la orden de Carlos II. Apoya su mano derecha en una escopeta. A sus pies, sentado, se sitúa un perro cazador. Su atuendo también incluye: levita de seda castaña a manchas amarillas, chaleco amarillo, cinturón de cuero con hebilla decorativa de plata, calzas negras y botas altas de caza. Le cuelga una daga corta del cinturón. En su pecho tiene la cinta blanca y azul de la Orden de Carlos III, la cinta roja de la Orden Napolitana de San Jenaro y la cinta azul de la Orden Francesa del Espíritu Santo. La Orden del Toisón de Oro, de la que era gran maestre, está prendida a la altura del corazón. Sujeta con la enguantada mano derecha la escopeta posada en el suelo y un perro de caza le mira sentado a sus pies. Es posible que Goya se haya inspirado en el retrato de caza de Felipe IV cazador, de Velázquez. Agustín Esteve realizó tres copias de esta pintura y dos de su pareja, María Luisa de Parma con mantilla, hacia 1799-1800. Dos de estas parejas de retratos pertenecieron a Manuel Godoy.
  • 70. MARÍA LUISA EN TRAJE DE CORTE,1799-1800 Óleo sobre lienzo, 204 x 125 cm Esta pintura es una réplica del retrato que se encuentra en el Prado, compañero del de Carlos IV en uniforme de coronel de la Guardia, y forma parte de una serie de retratos de la pareja real que Goya realizó en la época del gran cuadro de familia y que fueron posiblemente encargados en bloque para el decenario del reinado. El pintor dio comienzo al trabajo en otoño de 1799, inmediatamente después de su nombramiento como primer pintor de cámara y ejecutó un número de retratos ecuestres y otros cuyos modelos, de pie, aparecen en atavíos diversos (Carlos IV en traje de caza; María Luisa con mantilla, etcétera), pero todos pintados con un desdén de espadachín en la representación de los valores de la materia y con una tensión psicológica y una mirada implacable casi embarazosos. El efecto, grotesco, es el que tendría una mona vestida de persona. Realmente, la expresión animalesca de la reina, el rostro surcado de arrugas, los ojos consumidos y ennegrecidos, los delgados labios plegados en un amago de sonrisa maliciosa, parecen revelar de ella más de cuanto se puede imaginar que ella hubiera querido. Un rostro en el cual el aspecto desagradable y la inadecuación al papel social que el personaje desempeña resaltan todavía más por aparecer encima de un vestido elegantísimo, entretejido de reflejos de un fulgor corno de ascua. Destacan de la sombra densa del fondo las sedas marfil y anaranjada del traje de corte, bordado con anchas bandas de hilos de oro y recorrido por una vibración encrespada de crujidos, en el cual la tenue luz se inflama y se oscurece, de un pliegue a otro, como impulsada por una llama languideciente. La retratada aparece de pie y de cuerpo entero, levemente girada hacia su derecha, sobre un fondo neutro y oscuro. Viste un elegante vestido largo de manga corta en tonos blancos y grises sobre el que ostenta la banda e insignia de su orden. Sobre un recogido luce un tocado en forma de turbante con pluma y en el cuello dos collares de gruesas perlas, y porta un abanico en la mano derecha. Calza chapines blancos. Tanto Sambricio (1957) como Gassier-Wilson (1970) identificaron este retrato y su pareja con los citados en una carta fechada el 9 de junio de 1800 dirigida por la reina a Manuel Godoy en la que dice: "Goya ha hecho mi retrato que dicen es el mejor de todos. Está haciendo el del Rey en la Casa del Labrador". Según Morales y Marín (1997) pudieron ser encargados para enviar a Napoleón, intención que quedó frustrada debido al enfriamiento de las relaciones con Francia a raíz de la Guerra de las Naranjas.
  • 71.
  • 72. LA CONDESA DE CHINCHÓN, 1800 Óleo sobre lienzo, 216 x 144 cm . El bello y conmovedor retrato de la condesa de Chinchón, que pertenecía a la colección del duque de Sueca e ingresó en el Museo del Prado en 2000, ahora es una de las luminarias del Museo y muestra a Goya en la plenitud de sus facultades para pintar el carácter y la indumentaria. María Teresa de Borbón y Vallabriga, XV Condesa de Chinchón y Marquesa de Boadilla del Monte, nació en 1779 de la unión morganática del infante Luis Antonio de Borbón, hermano de Carlos III, con María Teresa de Vallabriga y Rozas, hija de un oficial de caballería; consecuencia de dicho enlace fue que don Luis y su familia vivieran desterrados de la corte. María Teresa de Borbón, primer fruto del matrimonio, fue sin duda una niña encantadora; la vemos asomarse traviesa por detrás de Goya sentado al caballete en el retrato de grupo de La familia del infante don Luis (1784, Fondazione Magnani-Rocca, Parma). Goya también la retrató en la terraza de la quinta que poseía su padre cerca de Ávila (1783, National Gallery of Art, Washington), donde posa con la mano en la cadera, como una mujercita que exige ser tomada en serio, vestida a la moda española del momento: mantilla blanca sobre la capota infantil de encaje y basquiña de seda negra. La sangre real de la joven María Teresa hacía de ella un valioso peón en el mercado matrimonial, que la Corona manejó en su propio provecho. En una situación política complicada por la guerra de España con Francia a mediados de la década de 1790, se decidió casarla con el hombre más poderoso de la corte, el favorito real Manuel Godoy, príncipe de la Paz; con ese matrimonio la reina María Luisa, amante de Godoy, esperaba apartarle de su querida Pepita Tudó No eran unos comienzos esperanzadores, y María Teresa se separó de Godoy después de que éste perdiera el poder con la salida del país de la familia real en 1808. Parece claro que Goya quiso resaltar la soledad y la fragilidad de la retratada al colocarla en una habitación oscura y vacía. Al mismo tiempo, como pintor de cámara de Carlos IV no ignoraba su obligación de presentar con un aura de grandeza casi regia a una persona tan cercana al trono (también la pintó hacia 1801 luciendo la orden de María Luisa, concesión personal de la soberana, en un retrato conservado en la Galleria degli Uffizi, Florencia). De las cartas de la reina a Godoy se deduce que el retrato del Prado se encargó cuando la condesa estaba embarazada de su primogénita, Carlota; también el gesto tradicional de las manos cruzadas en el regazo es indicativo de gravidez. El vestido de talle alto con escote sencillo fruncido, a la moda de la época, era un modelo práctico para una mujer gestante, y la elección de muselina o gasa de seda blanca estampada en color oro sobre viso de seda blanca era a la vez elegante y juvenil. Esa clase de material vaporoso y flotante resulta particularmente apropiado para la pincelada suelta, casi impresionista, de Goya. En la fecha de esta pintura estaban muy en boga aquellos vestidos franceses a imitación de la Antigüedad clásica. .
  • 73. JUAN DE VILLANUEVA, 1800-01 90 x 67 cm Óleo sobre lienzo. Juan de Villanueva (Madrid, 1739 - 1811) fue un reconocido arquitecto, máximo exponente de la arquitectura neoclásica. Su obra más importante fue el Gabinete de Historia Natural, hoy Museo Nacional del Prado desde 1814. Goya le retrató en sus últimos años de vida. El retratado se encuentra sentado sobre fondo neutro delante de una mesa en la que se apoyan planos de sus diferentes proyectos cogiendo uno de ellos con las manos y dando la sensación de que se dirige directamente al espectador para darle una explicación del mismo. Viste el uniforme de académico de la Real Academia de San Fernando que consta de casaca azul oscura y chaleco rojo. Un foco de luz lateral ilumina el rostro del personaje haciendo resaltar sus arrugas y en el que apreciamos una mirada viva, despierta y una media sonrisa en la boca. Gudiol advierte que en este lienzo Goya deja las calidades a medio hacer, permitiendo que las pinceladas se reconozcan como tales y sin dar unas superficies fundidas y de calidad táctil plenamente identificada.
  • 74. LA FAMILIA DE CARLOS IV, 1800- 1801 Óleo sobre lienzo; 280 cm × 336 cm- En él aparecen ordenadamente todos los miembros de la familia real con intención de realzar la figura de la reina María Luisa, que ocupa el centro de la escena pasando un brazo maternalmente sobre los hombros de la infanta María Isabel a la vez que lleva cogido de la mano al infante don Francisco de Paula, quien a su vez se la da al rey. A la izquierda se sitúan el futuro Fernando VII sujetado por la espalda por el infante Carlos María Isidro y una joven elegantemente vestida pero sin rostro, recurso empleado por Goya para representar a la futura esposa del Príncipe de Asturias cuando esta aún no había sido ni siquiera elegida. A la derecha, la infanta María Luisa, con su marido el duque de Parma, lleva en brazos al pequeño infante Carlos Luis. Ocupando el fondo están los hermanos del rey, a la izquierda María Josefa de Borbón y a la derecha Antonio Pascual, este último junto a otra figura femenina de la que sólo se ve la cabeza de perfil, que se ha identificado diversamente como su esposa, la infanta María Amalia, fallecida dos años atrás, o como la hija mayor de los reyes, la infanta Carlota Joaquina, reina de Portugal, a la que Goya no tuvo ocasión de retratar por hallarse. El modo como se disponen sus protagonistas, se ha concebido con una intención claramente dinástica. Con un mensaje tranquilizador, la reina se presenta como madre prolífica a la vez que, mediante la inclusión prematura de la futura Princesa de Asturias, cobraba mayor fuerza la seguridad en la descendencia, garantizada en cualquier caso por la presencia del pequeño en brazos de la infanta María Luisa. ausente de España desde hacía algunos años.
  • 75. GODOY, 1801 Óleo sobre tabla, 180 cm × 267 cm- No era la primera vez que Goya retrataba al ministro. En 1794, cuando era Duque de Alcudia, había pintado un pequeño boceto ecuestre de él. En 1801 aparece representado en la cumbre de su poder, tras haber vencido en la Guerra de las Naranjas ,la bandera portuguesa testimonia su victoria, y lo pinta en campaña como generalísimo del ejército y «Príncipe de la paz», pomposos títulos otorgados a resultas de su actuación en la guerra contra Francia. muestra una caracterización psicológica incisiva.
  • 76.  LA MAJA VESTIDA, (1800-1803)
  • 77. RETRATO DE LA CONDESA DE FERNÁN NÚÑEZ, H.1803 Oleo sobre lienzo, 217 x 137 cm En los años 1790, Francisco de Goya se había convertido en un pintor de moda, cuyos retratos eran muy solicitados, tanto por la aristocracia como por la alta burguesía madrileña. María Vicenta Solís Lasso de Vega, Condesa de Fernán Nuñez (que también portaba el título de Duquesa de Montellano y del Arco) está representada con 23 años, cinco después de su matrimonio con el Conde de Fernán Nuñez. Según las fuentes, la pareja no fue feliz. Como su marido el conde, ella también ha sido retratada al aire libre, en un paisaje de suave vegetación y cielo velazqueño. Se recorta su figura teniendo como fondo un robusto árbol cuyo tronco inclinado dibuja una diagonal y da profundidad a la pintura. Está la condesa directamente sentada sobre un saliente rocoso del suelo, lo cual hace que su postura no sea muy afortunada y resulte un tanto forzada su actitud, tanto por la colocación de las piernas, como por la disposición casi en ángulo recto de sus pies. Seguramente el pintor quiso imprimir a la figura de la Fernán Núñez una aparente espontaneidad a juzgar por la expresión y la sonrisa de su rostro, un poco irónica. A pesar de su postura, luce la dama un hermoso vestido negro ribeteado de cintas doradas y tornasoladas en rojo. El cuerpo es amarillo ocre con adornos de puntillas de tono más claro y transparente, al igual que las mangas largas que cubren sus brazos. Sobre el pecho, sostenido por gruesa cadena dorada, pende un gran medallón rectangular que nos muestra un retrato masculino de perfil. Goya se aleja claramente de la tradición velazqueña para acercarse a los ingleses contemporáneos, que representan la figura al aire libre, en un paisaje identificable, lejos de los espacios cerrados preferidos del maestro sevillano y su claroscuro. Su postura, incómoda la fuerza a abrir las piernas, orientando sus pies en direcciones opuestas.. La actitud es poco favorecedora, retenida, mira al espectador con la mano izquierda en la cadera, la derecha sujetando el abanico cerrado. Lleva prendido al pecho un medallón cuadrado con la efigie de su esposo. El pintor subraya voluntariamente el carácter de su modelo, como tenía costumbre hacer en esta época. La representa como una maja a la manera de sus personajes de cartones para tapices. La figura, su ropa y rostro están tratados de modo muy diferente al paisaje. Los primeros están pintados de manera detallada, y el paisaje con grandes pinceladas.
  • 78. RETRATO DEL CONDE DE FERNÁN NÚÑEZ, H. 1803 Oleo sobre lienzo, 217 x 137 cm En los años 1790, Francisco de Goya se había convertido en un pintor de moda, cuyos retratos eran muy solicitados, tanto por la aristocracia como por la alta burguesía madrileña. El cuadro fue realizado por el pintor al mismo tiempo que el de la esposa. Don Carlos Gutiérrez de los Ríos y Sarmiento era el séptimo Conde de Fernán Núñez, que se convertiría en duque el 24 de septiembre de 1817. Por su matrimonio con María Vicenta Solís Lasso de Vega, Duquesa de Montellano y del Arco, estaba vinculado a la más alta nobleza española. Hijo de embajador y embajador de España él mismo en Londres, desempeñó cargos diplomáticos importantes en el Congreso de Viena, en París y Londres. Amante de la pompa y el boato, su gran habilidad diplomática le granjearía la simpatía y favor de Fernando VII, que lo convertiría en duque. Falleció a los 43 años, de una caída de caballo. Como en el retrato de la esposa, Goya se aleja de la tradición velazqueña para acercarse a los retratistas ingleses contemporáneos. El carácter alegre y pícaro del conde es perfectamente captado en este uno de los mejores retratos de Goya. El retratado aparece de pie, de cuerpo entero ante un paisaje, elegante y con aire altivo y gallardo. Los ojos mirando a la izquierda, a lo lejos. El rostro apuesto y juvenil del conde de 24 años aparece enmarcado por las patillas y el sombrero bicornio. Los tonos negros y blancos son los dominantes en la composición. El carácter alegre, simpático y jacarandoso del noble, lo capta Goya pintando uno de sus retratos más logrados, haciendo destacar la elegancia, el estilo y el porte garboso del conde, imprimiéndole también toda la gracia y picardía de un personaje popular. Lo sitúa ante un paisaje abierto de vegetación baja y luminosos celajes, que hacen destacar la rotunda y erguida figura del personaje, que con una postura un tanto napoleónica y desafiante, apoya con fuerza sobre el suelo sus pies casi en ángulo recto. Hay en la concepción de esta pintura un cierto regusto velazqueño, pasado por el hábil tamiz de Goya. La figura, que se recorta ante nosotros con arrogancia, va envuelta en una capa que le confiere un aire garboso y español, lleno de altivez. El pintor deja ver por la amplia abertura de la capa, una pierna fuerte, rotunda y bien modelada, que enfunda en calzón blanco-cremoso y sirve de contrapunto a los tonos negros de botas y capa. Muy hábil la disposición de las manos en gesto de sostener el embozo, del cual surge la camisa y la elegante corbata blanca y sedosa que envuelve su cuello hasta la misma barbilla. La cabeza es altiva y va cubierta con un gran sombrero negro adornado con un leve airón en tono oscuro.
  • 79. LEOCADIA ZORRILLA (?), 1802 Óleo sobre lienzo; 82,5 x 58,5 cm La obra pudo pertenecer a los herederos de Goya, pasando a manos de Ramón Huerta, a quien le fue adquirida en 1866 por el Ministerio de Fomento para el Museo de la Trinidad por trescientos escudos. Desde 1872 es propiedad del Museo Nacional del Prado. Existen dudas sobre la identificación de la retratada. Tradicionalmente se pensaba en Josefa Bayeu, esposa del pintor, pero la fecha de realización de la obra (1798 para autores como Sánchez Cantón, Salas, Gassier y Wilson) no concuerda con su edad, unos cincuenta años, y aún menos si, por algunos detalles de la indumentaria y el peinado, se retrasa su fecha de ejecución a 1814-1816. Por ello, actualmente se piensa en Leocadia Zorrilla y Galarza (Leocadia Weiss), la mujer que vivió con Goya desde la muerte de Josefa (1812), y cuya edad se aviene mejor a la que representa la joven del cuadro. La figura, de medio cuerpo, aparece sentada en un sillón y recortada sobre un fondo neutro muy oscuro, con una mantilla blanca transparente encima de un traje con adornos dorados en las mangas, un abanico plegado también dorado y guantes que le confieren cierta elegancia. Llama la atención el rostro, que esboza una leve sonrisa, y el pelo recogido en un original peinado trenzado con moño alto que se puso de moda hacia 1805.
  • 80. RETRATO DE ISABEL COBOS, 1805 Este hermosa joven retratada de medio cuerpo, con los brazos en jarras, vestida con camisa blanca y mantilla negra, a la moda española del siglo XIX, tiene el cabello castaño claro y los ojos verdes, su mirada, a diferencia de los retratos de la época, no mira al espectador, sino que lo hace a la izquierda; la piel muy blanca parece resplandecer y su porte declara una elegancia aristócratica. Este deslumbrante retrato, que puede contemplarse en la National Gallery de Londres, corresponde a doña Isabel Cobos de Porcel (Ronda, 1780) y fue pintado por Goya en 1805. El pintor español estaba orgulloso de este trabajo tan poco conocido para muchos. La dama era esposa de Antonio Porcel Román, un liberal amigo de Jovellanos y protegido de Godoy al que el pintor también retrató, el cuadro desapareció en un incendio del Jockey Club de Buenos Aires en 1953. Él conoció en Madrid a Isabel cuando estaba contaba con veinte años de edad, veinticinco años menos que Antonio Porcel, el cual la tomó en matrimonio en segundas nupcias. Jovellanos le pondría en contacto con Goya, que residía muy cerca del matrimonio. Los retratos los realiza Goya como expresión de gratitud por la hospitalidad recibida, seguramente en su casa de Granada.
  • 81. BANDIDOS FUSILANDO A SUS PRISIONEROS, CA. 1800 - 1810 Óleo sobre lienzo; 40 x 32 cm Esta obra se puede relacionar con otros dos cuadros de la serie del Marqués de la Romana: Bandido desnudando a una mujer y Bandido asesinando a una mujer. Un grupo de bandidos asesina a unos hombres a los que han asaltado en un camino. En medio de una gran confusión, una mujer vestida elegantemente, levanta los brazos pidiendo clemencia mientras que a la derecha de la composición un hombre con los ojos vendados vestido con una camisa blanca espera el disparo de otro que encañona un arma. El resto de los asaltantes con pistolas amenazan a un hombre tumbado en el suelo. Goya ha pintado esta obra empleando capas de color finas y líquidas, como aguadas transparentes, con pequeños toques de empastes y contornos dibujados en negro. Esta manera de trabajar puede relacionarse con la forma en que lo hizo en los dibujos del Álbum de Madrid o Álbum B realizado entre 1796 y 1797. Existe una réplica de este cuadro que perteneció a Eissier en Viena y que fue expuesta en esta ciudad en 1908 como proveniente de la Colección de la Romana de Madrid. Goya ha captado en esta obra el tema del bandidaje, una circunstancia con la que debían convivir frecuentemente todos aquellos que viajaban. Se trata de una cuestión abordada también en Asalto a una diligencia, en Asalto de bandidos y en la serie de La captura del bandido Maragato. Si bien que en estos lienzos el aragonés afronta el tema con realismo, lo hace de una forma aún más descarnada y veraz en Bandidos fusilando a sus prisioneros. La serie completa de once cuadros fue adquirida a Goya por el coleccionista mallorquín don Juan de Salas, padre de Dionisia Salas y Boxadors, que estaba casada con Pedro Caro y Sureda (Palma de Mallorca, 1761- Cartaxo, Portugal, 1811), III Marqués de La Romana.
  • 82. LA GUERRA DE LA INDEPENCIA Y EL REINADO DE FERNANDO VII En 1808 le sorprende la Invasión Francesa. Ese año Carlos IV había abdicado en su hijo Fernando VII; los Borbones cedieron sus derechos a Napoleón; que posteriormente colocó en el trono de España a su hermano José I. Fueron las abdicaciones de Bayona. Tratando de atraerse a la opinión ilustrada, en nuevo monarca publicó el Estatuto de Bayona, carta otorgada que concedía derechos más allá del absolutismo. A pesar de las órdenes explicitas de Carlos IV instando a las autoridades del país a que prestaran obediencia al nuevo soberano, la mayor parte de los mismos se negaron a obedecer. Esta laxitud de la familia real ante los acontecimientos que se estaban produciendo en España tuvo mucho con este cambio en la concepción histórica del poder; significaron una situación de vacío de poder que desencadenó la quiebra de la monarquía del Antiguo Régimen en España. El pueblo se sintió abandonado a los ejércitos de Napoleón con la huida de sus reyes; al tomar en sus manos la defensa del territorio nacional, se consideró legitimado para reivindicar y obtener una posición destacada en las decisiones de gobierno. Producto de las muertes y miseria de la guerra contra Napoleón, Goya se conmovió dejando grandes cuadros. Obligado, ha de jurar obediencia a José Bonaparte, pero con sus pinceles se libera de esta servidumbre. Con morbosa curiosidad y no exento de riesgo, acude a los escenarios bélicos y toma apuntes, que luego servirían de base a sus lienzos y sobre todo a una nueva serie de gravados: Los Desastres de la Guerra. Si tiene que retratar a militares franceses, también representó a los patriotas. Tras el Tratado de Valençay, 1813, Fernando VII se preparó para regresar a un país donde regían unos principios políticos contrarios a sus convicciones absolutistas. Entró en España el 22 de marzo de 1814, el 12 de abril un grupo de diputados de cortes absolutistas le presentaron el conocido como Manifiesto de los Persas, en el que le reclamaban la vuelta al absolutismo, el 1 de mayo de 1814 finalmente el rey restableció el absolutismo. Si Goya había soportado con benevolencia a sus antiguos reyes, Carlos IV y María Luisa, a los que le unía una corriente de simpatía, no pudo soportar, liberal como era, la arbitrariedad de Fernando VII. Los retratos que de éste hizo no son sino confesión del desprecio que hacia él sentía. El abismo se acentuaba, no sólo por este hecho, sino por los avatares políticos de un siglo XIX agobiado por bandazos políticos, mezcla de libertad e intransigencia su aislamiento aumentó. Los episodios de la Guerra de la Independencia y la posterior reacción absolutista dejaron en él una honda huella. Las obras de Goya de este período reflejan su actitud crítica y la plasmación de escenas sociales y cotidianas de la época. No abandonó mientras tanto ni el retrato ni la pintura religiosa. En 1823,tras el fracaso del Trienio Liberal, cuando de nuevo se restaura el absolutismo, Goya huye a Burdeos, so pretexto de ir a tomar las aguas a Plombiers (Francia), abandona su cargo de pintor de cámara y se instala en Burdeos donde murió. En este tiempo no cesa de realizar retratos, generalmente de emigrados como él. Pero pone en práctica una nueva variedad de gravado: la litografía. Con esa técnica realiza una nueva serie de escenas taurinas. Las obras de su exilio a Burdeos son un precedente del Impresionismo. Al desaparecer fuera de su patria, apenas si dio importancia al hecho. Los pintores franceses fueron sus primeros herederos. Desde la época del realismo, su estimación ha ido en aumento, y puede decirse aparte de la cotización alta que alcanzan sus obras, su pintura se hizo precursora del Impresionismo, en pocos movimientos pictóricos contemporáneos su arte ha dejado de sentir su influencia.
  • 83. EL COLOSO, 1808- 1812 Óleo sobre lienzo: 116x105 cms El cuadro se ha relacionado con unos poemas patrióticos de Juan Bautista Arriaza, publicados en 1808, Profecía de los Pirineos, que describe como, de las montañas fronterizas entre España y Francia, surgiría un gigante, genio protector del reino hispano, que se opondría victorioso a los ejércitos del tirano Napoleón. El enorme cuerpo del gigante ocupa el centro de la composición. Parece adoptar una postura combativa a juzgar por la posición del brazo y el puño cerrado. El cuadro fue pintado durante la Guerra de la Independencia Española, por lo que podría simbolizar dicho enfrentamiento bélico.. Existió un cuadro de tamaño similar y carácter también alegórico conocido como El águila que se hallaba en posesión del hijo de Goya en 1836, lo cual probaría que Goya ideó cuadros de parecido concepto al del Coloso. La actitud del gigante ha sido objeto de varias interpretaciones. No se sabe si está caminando o se asienta firme sobre sus piernas separadas. También es ambigua su posición; podría estar tras las montañas o enterrado hasta más arriba de la rodilla, lo que sucede en otros cuadros pertenecientes a las Pinturas negras, como el Duelo a garrotazos. Tampoco aparecen las piernas del Saturno devorando a un hijo e incluso aparece enterrado hasta el cuello, ¿o tras el terraplén? el Perro semihundido. Por otro lado, el gigante podría tener, según interpretan algunos comentaristas, los ojos cerrados, lo que podría representar la idea de violencia ciega. Contrastando con la erguida figura del gigante, aparecen en el valle diminutas figuras de gentes del pueblo que al parecer huyen en todas direcciones, excepción hecha de un asno que permanece quieto, lo cual podría simbolizar, según menciona Luna, la incomprensión del fenómeno de la guerra.
  • 84. EL AFILADOR, 1808- 1812 Óleo sobre lienzo, 68 cm × 50,5 cm Goya tuvo durante la Guerra de la Independencia una especial atención en la pintura de personajes populares para uso o agrado propio. Las obras La aguadera y El afilador mostraban además de lo popular un cierto carácter bélico. En la primera, la mujer aguadera puede tener el significado de la heroína femenina portadora de agua y vino para los combatientes, hecho bastante normal en las contiendas de la época. El afilador se toma como símbolo de resistencia, encargado de tener los cuchillos preparados, esta arma blanca fue muy utilizada por el pueblo llano contra la lucha de las tropas napoleónicas. La toma de un punto de vista bajo por parte de Goya para la realización de estas pinturas, como solía hacerlo en la representación de figuras religiosas,, simboliza la idealización de los personajes con un aspecto monumental que acrecienta la luz intensa con que están resaltados. En esta obra Goya, es precursor de un cierto realismo que, un poco más tarde, fue realizado en Francia con la elaboración de una pintura que ensalzaba el trabajo de las clases populares. El personaje está representado en pleno trabajo, con el cuchillo, sobre la rueda, sujetado por ambas manos, la postura del cuerpo es un poco inclinada hacia adelante y la pierna derecha apoyada sobre la carretilla. El fondo es de un colorido neutro y totalmente liso, resalta el color blanco de la camisa abierta y remangada que deja al descubierto parte del pecho y los brazos hasta los codos, el resto de colorido son ocres y ligeras pinceladas de rojo en la rueda de afilar para dar la sensación de rotación. El afilador parece mirar al espectador como si hubiera sido sorprendido en pleno trabajo Según la crítica de arte Juliet Wilson Bareau, esta obra junto con La aguadora, fueron pensadas para su colocación en sobrepuertas de la propia casa madrileña del pintor. A la muerte de Josefa Bayeu, mujer de Goya, en 1812, se realizó un inventario con las pinturas en propiedad del maestro de Fuendetodos. Aparece El afilador valorado en 300 reales y catalogado con el número 13. Con el mismo número que fueron marcadas las obras La aguadora y Las mozas del cántaro
  • 85. MAJAS AL BALCÓN, CA. 1808 - 1812 Óleo sobre lienzo En esta atractiva pintura, dos bellas mujeres están sentadas en un balcón, apoyadas en la barandilla férrea. Llevan suntuosos vestidos de tonalidades negras, blancas y doradas. Se cubren la cabeza con mantilla, negra y blanca, respectivamente. Las calidades de los bordados y del encaje están ejecutadas de manera soberbia, y resulta especialmente agraciado el detalle de la mantilla negra que cubre la frente y los ojos de la muchacha de la izquierda, dejando que se transparenten. Están cuchicheando entre ellas mientras dirigen su mirada al mismo punto, al espectador. Detrás de sus hermosas figuras se disponen dos hombres de amenazante presencia, cubiertos con capa y chambergo negros. El tema de la obra, que claramente hace referencia a asuntos de género y costumbre tan preciados por Goya, no está del todo claro, a falta de documentos que avalen una hipótesis u otra. Las majas bien podrían ser prostitutas, acompañadas por sus proxenetas, que salen a provocar al balcón para atraer a la clientela. Por otra parte, aunque el atuendo que llevan es más propio de las gentes populares, podría tratarse de dos mujeres de clase alta camufladas en esos trajes de maja, pero bien protegidas por la altura del balcón y los maromos, que se divierten contemplando al pueblo llano. El artista solía tratar estos asuntos con sarcasmo, criticando la sociedad de su tiempo. Esto ya lo había hecho en Los Caprichos, por eso resulta curioso que vuelva sobre lo mismo. Quizás quiso hacer notar que, a pesar de la guerra, algunos aspectos de la vida seguían desarrollándose con normalidad. Esta bella composición, para la que se ha sugerido que Goya se fijara en Dos mujeres en una ventana (National Gallery of Art, Washington) de Murillo, inspiró a Manet para su obra de 1868-1869 El balcón. Además, existe una segunda versión atribuida a Goya, aunque no aceptada por todos los estudiosos. El cuadro aparece en el inventario de la repartición de bienes que a la muerte de Josefa Bayeu se hizo entre Goya y su hijo Javier en 1812, bajo el apunte: Dos cuadros de unas jóvenes al balcón con el n.º veinte y cuatro en 400 [reales], siendo el otro el de Maja y celestina. Perteneció a Javier Goya, y a él se la adquirió en 1825 el barón Isidore-Justin-Séverin Taylor para el rey de Francia Louise Philippe I de Orleans. Así, estuvo en la Galerie Espagnole de Paris hasta que el monarca fue destronado, y se vendió después en Christie's de Londres en 1853, por 70 libras (lote nº 352). Estuvo en la Galería Colnaghi, siendo adquirida por el Duque de Montpensier, que la guardó en el palacio de San Telmo de Sevilla. Pasó a ser propiedad del príncipe Antonio de Orleans, hijo del anterior propietario, en Sanlúcar de Barrameda, y en 1911 a la Colección de Durand Ruel, en París. Fue adquirido por un antepasado del actual propietario.
  • 86. EL ENTIERRO DE LA SARDINA, 1812-14 Óleo sobre tabla; 82 x 60 cm Sobre una tabla de caoba de origen tropical, en este caso reaprovechada de la puerta de un mueble, Goya pintó una de las más aclamadas composiciones de su entera trayectoria profesional, por su atractivo colorido y su significado enigmático. Aunque el título más extendido de este lienzo sea El entierro de la sardina, no parece exactamente representar eso, ya que en esa fiesta era habitual vestirse de negro, de curas y de viudas que lloraban la muerte de la sardina, señal del fin del carnaval. Esta fiesta pagana, que se había intentado suprimir precisamente por ser anticristiana, estaba vinculada con el mundo de la locura y se celebraba con máscaras, también objeto de prohibiciones varias. En el centro de la composición dos bellas mujeres con vestidos blancos y bonitas máscaras están danzando alegremente. La parte de atrás de sus cabezas se cubre con una segunda máscara, como ya hiciera Goya en alguna otra ocasión para demostrar la doble intención de las mujeres, por ejemplo en el Capricho nº 2, El sí pronuncian y la mano alargan al primero que llega. Están acompañadas por dos hombres, uno vestido con lo que parece un atuendo eclesiástico y el otro enfundado en un mono negro y con una máscara de calavera con cuernos. A la izquierda hay dos figuras inquietantes que amenazan a una de las bailarinas. Un hombre vestido de picador con su pica en la mano parece estar a punto de atentar contra ella en un momento de enajenación. Cesare Ripa en su Iconología decía que la Locura se representa a través de un hombre que lleva un molinillo de niño. Quizás Goya, basándose en esto, ha creado su propia versión a la española sustituyendo el molinillo por la pica, que parece haber sido arrebatada al pequeño picador que se ve tras él. La segunda figura de aspecto malévolo se cubre con una piel de bestia negra, sus manos son garras y lleva una máscara feroz, como de oso. Ripa relacionaba este animal con la Ira. La pose de su cuerpo es la que adopta cualquier bestia en el momento inmediatamente anterior al ataque. La bailarina está de espaldas a ellos y su cara refleja la felicidad de la ignorancia, mientras su compañera acaba de darse cuenta del peligro. Algunos de los asistentes también parecen advertir el fatídico drama que se avecina, y entre risas enmascaradas también encontramos gestos de espanto y preocupación, como el de la pareja sentada en primer plano, que levantan los brazos nerviosos, o el de la mujer cubierta de blanco a la derecha, que aprieta las manos contra su pecho. Presidiendo la fiesta se eleva sobre la muchedumbre un estandarte con el rostro irónico y burlón del dios Momo, siempre vinculado con el carnaval. Su expresión indica que disfruta con el espectáculo de la sociedad irracional, que no ha sabido distinguir entre la diversión y la locura, y esto les ha llevado a la tragedia.
  • 87. EL LAZARILLO DE TORMES, 1808-1812 Óleo sobre lienzo, 80 x 65 cm Tradicionalmente se había identificado esta obra como la Curación del garrotillo, nombre con el que se conocía la difteria, y que se creía podía curarse cauterizando la garganta. Pero la mención a la novela picaresca de anónimo autor del siglo XVI en el inventario de bienes de Goya corrigió la interpretación de la escena. En un interior oscuro, alumbrado por las llamas de un fuego, encontramos a un hombre de aspecto descuidado y a un muchacho vestido con harapos y medio desnudo. El hombre, con los ojos cerrados, ha atrapado al muchacho entre sus piernas y mientras le sujeta fuertemente la cabeza con la mano introduce sus dedos en la garganta. El chico refleja en el gesto de ojos entornados la incomodidad de la situación y el dolor que siente. La imagen se corresponde con el episodio de la novela en que el pícaro lazarillo ha sustituido la longaniza que el ciego le ha dado para cocinarla por un nabo, y está siendo olfateado por su cruel amo para comprobar si se la ha comido él. Los personajes están representados con realismo, detallando sus atuendos pobres. Pero el tema también es propicio para incluir ciertas dosis de comicidad e ironía, y así, los rasgos de los protagonistas están algo caricaturizados. El escenario en el que se encuentran no precisa ambientación alguna para que la acción resulte inteligible, por eso Goya tan solo ha incluido el fuego y alguna línea que sugieren profundidad. Durante la Guerra de la Independencia Goya realizó algunas obras a título personal. Entre ellas se encuentra este lienzo, además de Majas en el balcón, Maja y celestina y probablemente El Tiempo o Las viejas. La obra le correspondió a Javier Goya en herencia al morir su madre, según indican el inventario de 1812 (El lazarillo de Tormes con el n.º veinte y cinco en 100 [reales]) y la inscripción con la "X" de Xavier, seguida del número, que aparece en el lienzo. El barón Taylor se la compró en 1836 para el rey de Francia, Louise Philippe I de Orleáns. Estuvo en la Galerie Espagnole y salió de Francia cuando el rey fue destronado. Se vendió en Christie's de Londres en 1853, por 11,10 libras (lote nº 171). Lo compró después el duque de Montpensier, hijo de Louise Philippe I y casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, que lo legó al abogado de la familia, Caumartin, y en su poder está registrado en 1867. En 1902 estaba en la Colección Maugeau. Se vendió en Burdeos en 1923, siendo adquirido por el Marqués de Amurrio, quien lo legó al doctor Gregorio Marañón. Pasó por descendencia a sus propietarios actuales.
  • 89. NI POR ESAS 1810 - 1814 Aguada, Aguafuerte, Buril, Punta seca sobre papel avitelado, 162 x 213 mm Goya dedicó un buen número de las estampas de la primera parte de la serie a mostrar escenas en las que la población se muestra como víctima inocente de los excesos de los militares, y en particular las mujeres, convertidas en objetivos de los abusos sexuales de los invasores. Aunque Los Desastres no siguen un orden estricto, existe una estructura en la que es posible apreciar cómo Goya aborda los temas de un modo secuencial, aun cuando en ocasiones aparecen intercaladas estampas de diferente asunto. Una posible interpretación de las reiteraciones y alteraciones puede estar en la intención del autor de mostrar lo aleatorio de la guerra, donde no se sabe qué va a pasar. La representación de la violencia sobre las mujeres es uno de esos temas a los que Goya recurre con frecuencia en la primera parte de la serie y que en ocasiones enlaza mediante sus títulos. En muchas escenas, como la que ahora comentamos, se sirve de una serie de recursos plásticos que le ayudan a expresar estos conceptos y a dirigir nuestra mirada hacia las víctimas. Destaca el protagonismo de las figuras femeninas dejándolas en blanco, sin apenas líneas de aguafuerte, enfrentándolas a otras intensamente grabadas y recortándolas sobre fondos oscuros, como si de un escenógrafo se tratase
  • 90. EL DUQUE DE WELLINGTON, (1812) Óleo sobre tabla; 64 x 52 cm Se trata de un retrato de medio cuerpo en el que lo que más llama la atención son las condecoraciones que le penden del cuello y lleva prendidas en la casaca de militar. La banda rosa y la estrella superior que lleva sobre la pechera pertenecen a la Orden del Baño; la banda azul y la estrella inferior izquierda pertenecen a la Orden de la Torre y Espada de Portugal; la estrella inferior derecha pertenece a la Orden de San Fernando y el Toisón de Oro. Cuelga de su cuello el distintivo de la Orden del Toisón de Oro, que le fue concedida en España en agosto de 1812. El rostro, que está pintado con gran precisión, mira al espectador con inteligencia a la vez que transmite serenidad. Se aprecian las diferencias entre las pinceladas empastadas y llenas de pintura dadas al cuerpo y condecoraciones del modelo y las realizadas en el rostro que son mucho más precisas, delicadas y compactas. Este lienzo, que se realizó como retrato privado para el efigiado y pudo servir de modelo para el gran retrato ecuestre, perteneció al propio duque de Wellington. Pasó luego a Louisa Catherine Caton, esposa del VII Duque de Leeds, perteneciendo a la colección de este último hasta 1878. Fue vendido en Sotheby's, y adquirido por la National Gallery en junio de 1961. En agosto, de ese año, fue robado del museo y recuperado en mayo de 1965. El efigiado, Arthur Wellesley (1769–1852), I Duque de Wellington, participó en la Guerra de,la Independencia española (1808–1814), derrotando y expulsando de la península ibérica a las tropas napoleónicas. Durante su estancia en España posó para el maestro de Fuendetodos, que lo representó de busto, con el pecho inundado de condecoraciones militares (varias de ellas españolas, concedidas por sus méritos contra los franceses). Este retrato no es, ni de lejos, la mejor de las obras de Goya, pero desde luego su historia nos es tremendamente útil para hablar de cómo el arte no debería usarse como objeto de protesta social (sí como medio).
  • 92. FERNANDO VII, 1814 Oleo sobre lienzo, 207 x 140 cm. A pesar de ser Goya Pintor de Cámara del rey, Fernando nunca encargó ningún retrato al aragonés ya que consideraba su arte obsoleto, gustando más del Neoclasicismo de Vicente López. No por eso dejó de pagar a Goya su correspondiente sueldo hasta su fallecimiento. El monarca sólo posó en una ocasión para Goya y eso ocurrió en 1808, con motivo de la realización de un retrato ecuestre al poco de ser coronado rey. En dos sesiones, durante hora y media, el maestro captó los rasgos básicos de su rostro y luego los repetiría en cada uno de los retratos que le encargaban, por eso el rostro siempre tiene la misma posición, dando la impresión de que el monarca está disfrazado. Este es el motivo por el que se ha considerado que el pintor intentó ridiculizar al rey, destacando los rasgos menos atractivos de su figura; pero hay que advertir que Fernando VII era ya de por sí caricaturesco, sin necesidad de remarcarlo por parte del artista. Su Majestad viste uniforme castrense de gala y porta la banda de la Orden de Carlos III y el Toisón de Oro. Contra lo habitual, que era colocar el fondo neutro, el maestro nos deja ver un campamento militar a dos niveles: en el primero están los caballos y en el segundo las tiendas de campaña. Esta zona del fondo está trabajada con mayor soltura y fluidez en las pinceladas, mientras que en la figura del rey se esmera algo más para mostrar algún detalle. Quizá la ironía del cuadro esté en situar a Fernando VII en un campamento militar, cuando durante la Guerra de la Independencia estuvo en un castillo francés dedicándose a hacer calceta y a tejer junto a su hermano Carlos María Isidro y su tío Antonio Pascual, en lugar de encabezar la resistencia española contra Napoleón. El lienzo se inscribe dentro de un grupo de pinturas con el mismo motivo atribuido al pintor y fechado tras acabar la Guerra de la Independencia en 1814. El conjunto no fue un encargo hecho directamente por Fernando VII, sino que, con toda probabilidad, fue solicitado por los responsables de determinados organismos públicos e instituciones provinciales para que la imagen del monarca presidiera sus respectivas sedes. El rey, en estas representaciones, de cuerpo entero o de busto, aparece siempre con el mismo gesto, mirando de frente, con el rostro de tres cuartos variándose los fondos y la indumentaria. La similitud entre el retrato de la Academia y algunas de estas pinturas ha llevado a pensar que tal vez se utilizó para todos el mismo boceto, aunque, en alguna ocasión, también se ha mencionado, como fuente, un dibujo conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid donde el rey mira hacia la izquierda y se le representa más joven .
  • 94. LOS FUSILAMIENTOS DEL TRES DE MAYO, 1814 Tras la revuelta popular contra el Ejército francés del 2 de mayo, se sucedieron los fusilamientos sumarios, al amanecer del día 3, en la montaña de Príncipe Pio, a las afueras de Madrid. Goya y su criado Trucho se dirigieron a la proximidad del Manzanares, donde el artista tomó apuntes. Hay una premeditada ejecución, una de aquellas de que el invasor se servía para amedrentar a los españoles. Denuncia la crueldad, el horror y la barbarie de la guerra, lejos del tratamiento heroico y grandilocuente de la pintura de historia de otras épocas; es como el reportaje de un reportero fotográfico que utiliza su objetivo. Para denunciar las atrocidades de la guerra El centro lumínico del cuadro está ocupado por uno de los patriotas que, arrodillado desafía a la muerte ofreciendo su pecho a las balas. Su postura es la de Cristo en el Calvario, una relación iconográfica que Goya se encarga de resaltar provocando sombras en sus manos de modo que paree tener las llagas de Cristo en la cruz. Frente a la actitud de los soldados franceses, que tan rígidamente obedecen la orden ( se dirían soldados de plomo), vemos la actitud de protesta de las victimas. No hay retórica en su conducta.
  • 95. RETRATO DEL GENERAL PALAFOX, 1814 Óleo sobre lienzo; 248 x 224 cm José Rebolledo de Palafox y Melci nació en Zaragoza en 1776. Con diecisiete años entró en el Real Cuerpo de Guardia de Corps. Llegó pronto a ocupar el cargo de brigadier de los Reales Ejércitos. En 1808 fue nombrado Capitán General de Zaragoza. Héroe de la guerra de la Independencia, defendió la ciudad de Zaragoza frente al ataque francés. Este lienzo, que se sabe que fue pintado después de la Guerra de la Independencia gracias a la inscripción, fue realizado en el mismo año que otras dos obras importantes dentro de la trayectoria del pintor, el Dos y el Tres de Mayo. El Maestro de Fuendetodos, que siempre afirmaba que la realización de un retrato ecuestre era de lo más difícil que se le podía pedir a un pintor, se apartó en este caso de los modelos velazqueños que ya utilizó anteriormente para dotar de un dinamismo y movimiento especial que no tenían por ejemplo los retratos ecuestres de María Luisa o el de Carlos IV. En este lienzo da la sensación que el modelo no se detiene para posar y que ha sido captado en el momento de dirigirse hacia el campo de batalla, con gran ímpetu y valentía y sosteniendo el sable energéticamente con la mano derecha. Viste uniforme militar con casaca en la que Goya pintó las charreteras y condecoraciones con una pincelada poco precisa y matizada. Existe en una colección particular de Londres un retrato de busto de Palafox (76 x 52 cm) que se ha considerado preparatorio para el ecuestre. Posiblemente este lienzo fue un encargo del general Palafox a Goya. En una carta del pintor al general escrita el 4 de enero de 1815, Goya dice haber terminado satisfactoriamente el retrato. Sin embargo, parece ser que todavía en el año 1831, el cuadro se encontraba en posesión de Javier Goya, hijo del pintor, quien ese año escribió una carta al general ofreciéndole el lienzo. Finalmente, Palafox compró su retrato.
  • 96. RETRATO DE MARIANO GOYA, 1813-1815. Óleo y Tabla; 59 centímetros x 47 centímetros Durante su carrera, Goya pintó numerosas escenas religiosas y de género con figuras de niños y querubines, así como una veintena de retratos infantiles. Estas obras se distinguen por la calidad y la especial atención al detalle, así como por una expresión de ternura y sinceridad Goya enfatizó la pureza y la inocencia de los niños, en contraste con el pintor barroco Murillo, que se centraba en la picaresca Este retrato de Mariano es uno de los mejores retratos infantiles realizados por el artista. Refleja la vitalidad de su amado nieto con gran naturalidad El niño del retrato tiene entre siete y nueve años, por lo que el cuadro está fechado en 1813-1815 el periodo de posguerra en España. Para el pintor, fue una época de incertidumbre y temor a represalias por sus supuestas simpatías y colaboraciones con los franceses Es el segundo retrato de Mariano pintado por su abuelo. Goya lo presenta de medio cuerpo sobre un fondo neutro gris, en la pose de un pequeño aristócrata Mariano está sentado en una silla con una partitura abierta frente a él, lo que puede indicar un interés por la música. La mano izquierda se apoya en la cintura en un gesto gracioso de autoconfianza, mientras que la mano derecha sostiene un papel enrollado, que parece mover como una batuta al ritmo de la partitura Está vestido con atuendo de adulto: lleva chaqueta negra, posiblemente de terciopelo, con el cuello ancho de la camisa de encaje blancoEl sombrero negro de copa alta parece quedarle un poco grande, enmarcando los rasgos dulces y vivaces del rostro, en el que destacan los ojos oscuros La composición es elegante y de carácter íntimo La luz que brilla desde la izquierda esculpe el agraciado rostro del niño, haciendo que sus ojos inteligentes parezcan más negros de lo que realmente son. Goya utiliza una pincelada rápida, saltando detalles, para concentrarse en la figura del nieto. El delicado cuello de encaje fue pintado con la punta del pincel , y aplicó empaste en la cara en algunos lugares . Los colores son frescos y limpios, y su efecto plástico. En el reverso del cuadro, prueba del afecto y complicidad entre abuelo y nieto, el artista escribió: "Goya a su nieto"
  • 97. EL DUQUE DE SAN CARLOS, 1815 237 x 153 cm, Óleo sobre lienzo José Miguel de Carvajal, Vargas y Manrique (Lima, 1771 - París, 1828), Duque de San Carlos, Conde de Castillejo y del Puerto, estuvo vinculado a Fernando VII cuando éste era aún Príncipe de Asturias. Fue entonces su ayudante y estuvo a su lado en el motín de Aranjuez contra Godoy y en la conspiración del Escorial. Se convirtió en Mayordomo de Palacio cuando Fernando VI tomó el poder, y secretario de Estado cuando regresaron a España en 1814. Los favores del monarca lo convertirían además en Director Perpetuo del Banco de España y Director de la Real Academia Española. En el retrato de Goya aparece visto de cuerpo entero, con traje militar de color negro entorchado, medias blancas, un vistoso fajín rojo a la cintura y numerosas condecoraciones pendiendo de la casaca: el Toisón de Oro, la banda y la insignia de la Orden de Carlos III y otras medallas. Con su brazo derecho sostiene el sombrero y una carta en la mano, mientras que la izquierda, más separada del cuerpo, se apoya sobre un bastón de mando, que otorga a la pose del duque un aire distinguido. Es el rostro la parte mejor conseguida de la obra, realizado a partir de un estudio del natural que se conserva en una colección privada de Madrid. De hecho, son visibles en el lienzo, bajo la cabeza, las marcas de lápiz que Goya realizó para dibujar la cuadrícula que empleó en el traslado del busto del estudio a la obra definitiva. El gesto de los ojos algo contraídos, forzando la mirada como si estuviera enfocando para ver bien, hace referencia a la cortedad de vista del duque. Su miopía incluso le provocó la pérdida de su puesto como Secretario de Estado, o eso alegó su querido Fernando VII para incorporarlo después a cargos diplomáticos en el extranjero. El rostro, visto de perfil, disimulaba este defecto y otros propios de su no muy agraciado físico, como la saliente mandíbula inferior o la nariz aguileña, que Goya plasmó de forma atenuada dentro del dominante realismo. El punto de vista bajo que monumentaliza la figura, la noble pose y el elegante acabado de los detalles del atuendo, hacen de este retrato un claro agradecimiento por parte de Goya al modelo, que intercedió en su favor para exonerarle de las sospechas inquisitoriales Además, hizo alarde de un gran virtuosismo técnico en la recreación de los entorchados, de las condecoraciones y de las calidades de las telas por medio de toques rápidos y luminosos, empastes y frotados que la vista del espectador se encarga de fundir desde la distancia, en efectos pre-impresionistas..
  • 98. AUTORRETRATO, 1815 Óleo sobre lienzo, 45,8 x 35,6 cm Fechado en 1815, según aparece en la incisión de mano de Goya sobre la pintura aún fresca, es retrato de medio cuerpo, de carácter oficial, en el que el artista viste una bata de terciopelo rojo oscuro, similar a las de los pintores en varios autorretratos o retratos de ellos de fines del siglo XVIII y principios del XIX, sobre la que contrasta la camisa blanquísima; ambas fueron pintadas con toques más elaborados. Esa técnica, a la manera de la pintura veneciana, acentúa la piel suave, algo flácida ya, del rostro, que necesita poca luz externa para destacar en el “aire ambiente”, casi velazqueño. La firma de Goya en esta obra, presentándose como Pintor Aragonés, podría indicar que se destinaba a una institución, como una de las academias de Bellas Artes, de Madrid o de Zaragoza. En ese sentido, una variante de este retrato, que se fecha asimismo en 1815, fue regalada por Javier Goya en 1829 a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El retrato del Prado es casi con seguridad el registrado con el número 25 (Retrato de Goya, firmado 1815, busto) en el inventario realizado por el pintor Antonio Brugada, redactado después de su regreso a España en 1834, años después de la muerte de Goya, lo que invalidaría que el mencionado en el inventario fuera el que ya se había entregado a la Academia en 1829. Se evoca una ilusión tormentosa, romántica en ese espacio neutro, como orlando la cabeza y el revuelto peinado del genio. Se pueden hacer analogías tanto con las figuras de pesadilla que surgen de su figura del grabado número 43 de la serie de Los caprichos, el conocido «El sueño de la razón produce monstruos» (sobre todo en sus dibujos preparatorios), o en el autorretrato a la tinta china y aguada de hacia 1800, en que barba y patillas se unen con una media melena revuelta. La apostura de seguridad y la mirada firme que caracteriza a la mayor parte de los autorretratos goyescos, se atenúan en esta obra tardía con un gesto de ternura, serena reflexión interior e incluso aspecto de vulnerable humanidad. No hay ya los aditamentos habituales: parte de un lienzo, la mirada a un eventual modelo, atuendo elegante o deseo de mostrar su personalidad y capacidad como artista y quizá, como intelectual. Es solo un hombre, al final de su vida, y se muestra tal cual es; como cualquier otro semejante.
  • 100. 4.- CAPEAN OTRO ENCERRADO, 1814 - 1816 Aguafuerte, aguatinta, punta seca, buril y bruñidor, 246 x 354 mm La estampa forma parte del subgrupo, dentro del grupo de escenas “históricas” de la Tauromaquia (nº 1-11), dedicado al toreo de los moros (nº 3-8 y 17), aunque Goya pudo inspirarse en corridas celebradas en Madrid en época de José Bonaparte en las que participaron soldados mamelucos (musulmanes egipcios que formaban parte de los ejércitos napoleónicos). En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, la escena se desarrolla en un recinto cerrado por una barrera de madera a modo de primitivo ruedo al que se asoman algunos espectadores trabajados de manera sumaria. El toro, de aspecto enérgico y nervioso, se sitúa en primer plano, de espaldas al espectador, y los tres hombres se disponen en distintos planos y en diagonal.
  • 103. LA COMUNIÓN DE SAN JOSE DE CALASANZ, 1819 Óleo sobre lienzo, 250x180 cms. Pintado en 1819 para las Escuelas Pías de la Iglesia del Colegio de San Antonio Abad de Madrid, con destino al altar de la anexa Iglesia de San Antón una de una de las capillas laterales. Actualmente se encuentra en la Comunidad de la Residencia Calasanz que tienen los Padres Escolapios en la calle de Gaztambide, en Madrid. Su actual titularidad es del Colegio Calasancio de Madrid. Al entregar el lienzo Goya devolvió 6.000 de los ocho mil reales que había recibido como adelanto junto con otra obra titulada Cristo en el huerto de los olivos, acompañado de una nota en la que decía hacerlo por hacer algo para «su paisano» José de Calasanz. Cabe mencionar que en las Escuelas Pías fundadas por este pedagogo recibió Goya sus primeras letras. El cuadro muestra a José de Calasanz comulgando por última vez a los noventa y un años en la iglesia de San Pantaleón de Roma. El santo, con rostro de moribundo, recibe la sagrada forma arrodillado sobre una almohada colorada, e iluminado por un rayo de luz divina, impregnando el oscuro cuadro de una tensión piadosa y mística. Diríase un cuadro del Siglo de Oro, tal es la sincera emoción, el recogimiento, favorecido por la oscuridad de la escena, alumbrada por una luz bajada de lo alto. Asombra ver la versatilidad de un Goya que había hecho de la naturaleza eje de su arte y que ha terminado por apartarse plenamente de ella. Si bien los cambios desde la sociedad de los Austrias a la de los primeros años del siglo XIX ha dado un giro radical, sobre todo tras la difusión de las ideas de la Revolución francesa. La obra muestra un fervor real, pero la trascendencia religiosa que el arte tenía ya no es posible. Lo humano es lo que ahora da sentido a la iconografía religiosa: la agonía del anciano fundador, la actitud piadosa de las figuras que lo rodean, el recogimiento, la cercanía de la muerte. El fondo negro y la paleta muy oscura (apenas zonas de rojo, amarillo y carnaciones) en contraste con el hábito blanco del sacerdote, están en consonancia con las Pinturas negras que inició por estas fechas. Se conserva en el Museo Bonnat de Bayona (Francia) un boceto preparatorio de factura muy libre y enérgica, bosquejo de cromatismo ocre, gris y negro, que dice algo de la paleta que el pintor prefería por estas fechas.
  • 104. LA FRAGUA, 1819 Pintura al óleo, 181,6 cm × 125 cm La ausencia de encargos oficiales durante la Restauración absolutista en España, permite que Goya desarrolle su ingenio pictórico como nunca. En este cuadro se ve una pequeña metáfora, en la que los herreros son el pueblo español y el hierro el ejército francés. Tiene ciertos ecos de Rembrandt y Velázquez En esta escena de género vemos a tres hombres trabajando en la fragua. Están agrupados en torno al fuego. Uno de ellos queda de espaldas al espectador, con los brazos en alto blandiendo un martillo y dispuesto golpear la chapa candente sobre el yunque. Un segundo está de frente, y el tercero, mayor que los otros dos, parece realizar una labor que requiere menor esfuerzo físico. La pose de sus cuerpos en tensión y los movimientos violentos otorgan a la escena un gran realismo. Es probable que Goya tuviera la ocasión de observarla para poder captarla con ese verismo. De hecho, existe un dibujo del Álbum F que repite la misma composición y que podría haber sido realizado como un apunte del natural. Los atuendos de los trabajadores contribuyen a aumentar el dramatismo dejando ver sus brazos musculosos y el pecho al descubierto, señal del calor asfixiante que conlleva este tipo de trabajo. La paleta que Goya empleó en esta obra es bastante oscura. El uso del color negro adelanta ya el período artístico de los últimos años de Goya. Pintado posiblemente para la Quinta del Sordo. La obra perteneció a Javier Goya y fue adquirida por el barón Taylor para la Galerie Espagnol de Louise Philippe I de Orléans. Se vendió en Christie's de Londres en 1853 por 10 libras. Fue propiedad de Henry Clay Frick, germen de la colección de la que hoy forma parte.
  • 105. SATURNO DEVORANDO A SU HIJO, 1819-1823 Óleo sobre revoco trasladado a lienzo; 146 cm × 83 cm Saturno, el dios romano, quería gobernar solo. Había destronado a su padre y devorado a sus hijos para evitar sufrir algún día su misma suerte. Aquí Saturno no devora a sus hijos, si no un frágil cuerpo femenino, probable evocación de los apetitos sexuales del hombre. La figura era emblema alegórico del paso del tiempo, Es una de las pinturas al óleo sobre revoco que formaron parte de la decoración de los muros de la casa que Francisco de Goya adquirió en 1819, llamada la Quinta del Sordo. Por tanto, la obra pertenece a la serie de las Pinturas negras de dicho artista. Junto con el resto de ellas, fue copiada de revoco a lienzo a partir de 1874 por Salvador Martínez Cubells, como había encargado el barón Émile d’Erlanger, un banquero francés de origen alemán, que tenía intención de venderlas en la Exposición Universal de París de 1878. En 1881, d’Erlanger las cedió al Estado español, que las destinó al Museo del Prado, donde se expusieron desde 1889. El tema de Saturno está relacionado, según Freud, con la melancolía y la destrucción, y estos rasgos están presentes en las Pinturas negras. Con expresión terrible, Goya nos sitúa ante el horror caníbal de las fauces abiertas, el gigante avejentado y la masa informe del cuerpo sanguinolento del supuesto hijo. El cuadro no solo alude al titán Crono, que inmutable gobierna el curso del tiempo, sino que también era el rector del séptimo cielo y patrón de los septuagenarios, como lo era ya Goya. El acto de comerse a un hijo se ha visto, desde el punto de vista del psicoanálisis, como una figuración de la impotencia sexual, sobre todo si lo ponemos en relación con otra pintura mural que decoraba la estancia, Judit matando a Holofernes, tema bíblico en el que la bella viuda judía Judit invita a un banquete libidinoso al viejo general asirio Holofernes, entonces en guerra contra Israel y, tras emborracharlo, lo decapita. La hija devorada, el segundo de los hijos que devora según la mitología, con un cuerpo ya adulto, ocupa el centro de la composición Al igual que en la pintura de Judit y Holofernes, uno de los temas centrales es el del cuerpo humano mutilado. No solo lo está el cuerpo atroz de la joven, sino también, mediante el encuadre escogido y la iluminación de claroscuro extraordinariamente contrastada, las piernas del dios, sumidas a partir de la rodilla en la negrura, en un vacío sentimental. [cita requerida] También podemos observar que la luz cae directamente sobre Saturno y su hija, dejando totalmente en segundo plano al fondo que los rodea y resaltándose ellos mismos Saturno ocupaba un lugar a la izquierda de la ventana, en el muro del lado este, opuesto a la entrada del comedor del piso bajo de la Quinta del Sordo.
  • 108. LA LECHERA DE BURDEOS, H. 1827. Óleo sobre lienzo, 68 cm × 74 cm. Representa a una mujer, en una postura que parece indicar que va sentada en un asno o una mula; abajo a la izquierda aparece un cántaro, sobre cuya panza aparece incisa la firma de Goya. Todo ello ha hecho suponer que se trata de la representación o recreación de una vendedora o repartidora de leche (según algunos expertos, siguiendo una moda de recuperación de la pintura de género italiana del siglo XVII). Anuncia de modo inequívoco lo que sería el Impresionismo: los trazos sueltos, el tratamiento de loa luz. Por otra parte, el predominio de los tonos azulados romper también con el academicismo. La figura se ha considerado tradicionalmente como una lechera, subida a lomos de una mula y transportando un cántaro rebosante de leche, seguía la tradición de las figuras de oficios y profesiones, que se inició en el arte europeo con los primeros ejemplos italianos de principios del siglo XVII. La primera mención del cuadro aparece en una carta de Leocadia Zorrilla, compañera o ama de llaves de Goya en Burdeos, que dirige en 1830 a Juan Bautista de Muguiro, banquero y comerciante conocido del artista, ofreciéndole esta obra. Según decía Leocadia, Goya mismo le había dicho que "no la tenía que dar menos de una onza" (Carta de L. Zorrilla a J. B. Muguiro, 9.12.1829). No se sabe cómo el cuadro quedó en posesión de Leocadia y su hija, ya que todas las pinturas, miniaturas, dibujos, estampas y otras pertenencias de Goya fueron recogidas de inmediato por su hijo y único heredero Javier, que sólo dejó a la madre y la hija "una cédula de 1000 francos y le queda a Ud. las ropas y muebles“ La mujer representada en esta escena de género que bien podría tratarse de un retrato, no ha sido identificada.. Lleva un pañuelo blanco en la cabeza cubriéndole parte del cabello castaño, un chal de tonos azulados y pinceladas amarillas y blancas cruzado en el pecho y una falda negra. Su figura se recorta sobre un cielo de color azul verdoso con toques blancos. A su lado encontramos un cántaro rebosante de blanca leche